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Mostrando entradas de junio, 2024

30. Escaleras no liga

  Regresaron a la calle de los bazares deshaciendo en parte el camino de ida al Formentera. El pequeño bulevar dormía en silencio. La hora invitaba a recogerse entre las suaves y cálidas sábanas. Ambrosio se hallaba desolado y hasta con remordimientos de conciencia. ¿Qué pintaba a medianoche tomando copas?, se preguntaba. Además, tenía mal sabor de boca porque, aunque le costara reconocerlo, por un instante había albergado la ilusión de que ligaría. Sí, se había engañado con unas esperanzas mal fundadas. Su desazón no era debida a que no lo había logrado, sino a que se había enfadado consigo mismo al darse cuenta de su inocencia y de su falta de apreciación de la realidad. Por momentos, admitía con amargura que no era un donjuán del que se colgaban las mujeres nada más verlo; más bien era un hombre mediocre y ramplón que no llamaría la atención ni aunque vistiera falda escocesa. Una cura de humildad, incluso a esas horas, era oportuna, así como plegar velas cuanto antes y retirar

29. El Formentera y reencuentro con Seve

Las cervezas se duplicaban. No era tomar una y pasar a otro bar, sino que la primera que apuraba el vaso, sin consultar, pedía una más. Tenía que ser un jaleo para los chicos de la barra, pues al final alguna se bebía tres y otra una nada más, con lo cual al abonar el total era casi imposible saber el número exacto. No era cuestión transcendental, tanto el cliente como el camarero calculaban a ojo de buen cubero el importe que se debía. Ambrosio, inconscientemente, se echaba al coleto lo que le servían sin reparar en el hito vital que suponía beber sin medida y que no se le subiera el alcohol a la cabeza. Después de todo, el canuto, pasado el mal trago inicial, lo había relajado. La tensión se esfumó y reía sin percatarse por cualquier nimiedad. Sin embargo, casi sin querer, adoptaba el papel protector encargado al macho cuando a su cargo pululan dos hembras. Procuraba controlar y no pasarse de la raya. Además, subrepticiamente desafiaba la curiosidad de otros machos que curioseaba

28. Bárbara y Paloma

La música se fue apagando en su conciencia para dejar paso a rumores incomprensibles, procedentes de los corros de clientes próximos. Continuaban sus dos acompañantes sentadas con él y, con la mayor naturalidad, indiferentes a su presencia, seguían hablando, como si se hubieran olvidado de su existencia. Dominando de nuevo su ser, se hizo el remolón y alargó el letargo dulce en el que se había sumido. A hurtadillas exploraba la realidad más inmediata: las charlas en lengua extranjera y la decoración del establecimiento. Se trataba de un café muy amplio, con mesas de mármol y sillas tradicionales; la barra muy larga y alta, con un mostrador de madera noble; en las paredes colgaban enormes espejos que por un efecto de óptica multiplicaban las dimensiones del ilustre bar. Pronto comprobó, no sin cierta perplejidad, que la mayoría de las personas que se desparramaban por el local eran extranjeras, no ya solo por los diálogos apenas inteligibles, sino porque se hablaba un español solemne

27. ¡Un cardiaco!

  Había apresurado el paso hasta cerciorarse de que era la plaza; sin embargo, habiendo comprobado con satisfacción que había acertado, disminuyó la velocidad, sin saber exactamente por qué, hasta que, cuando ya veía el hotel, supo que no le apetecía entrar en él, aunque, en el mejor de los casos, estuviera Hortensia en la recepción. Continuó andando, siguiendo la estela imprecisa de los pocos paseantes que a esa hora nocturna permanecían todavía con el timón amarrado y fijo en las rutas apacibles del paseo más popular de Salamanca. No le parecía muy lógico deambular solo. Tal vez por eso no sabía qué actitud adoptar: si la del despreocupado y estrambótico caminante nocturno o la de aquel que cruza la plaza con destino allende sus arcos. Esa duda vital no se dilucidaba ni contemplando de vez en cuando los escaparates escasamente visibles a esas horas… «¡Hay que ver cuántas congojas absurdas soportamos por ser tan sociales!». Esa fue la única reflexión que parió de sus meditaciones como

26. Las partidas de Chus

  En la tibia penumbra del bar Macondo los estudiantes ocupaban al completo las diversas mesas de mimbre. Entre sillones y banquetas era tan difícil moverse como avanzar por la vegetación exuberante de un monte. A la imprevisible vajilla esparcida por el borde de las mesas y aparcada en los recovecos más inexpugnables había que añadir como obstáculo los múltiples cigarrillos encendidos por los jugadores de cartas que, a esas horas de la noche, hartos de estudiar, se premiaban con un rato de esparcimiento antes de dormir —si no se animaban a bajar al centro para iniciar una más de las marchas nocturnas imprevisibles que jalonaban el estricto camino estudiantil—. Entre ellas, Chomín avanzaba no como el meticuloso cirujano que en su operación va apartando con sumo esmero venillas, telas y músculos hasta llegar al órgano que debe extirpar, sino igual que el aventurero inglés de película, tocado de sombrero de explorador, que se abre vía en la tupida selva a base de machetazos. Había desc

25. ¡Qué tripa se le habrá roto!

  Cuando abrió los ojos escocidos, no sabía dónde se encontraba. En un primer momento, creyó reconocer las cortinas familiares del dormitorio de su casa, pero se equivocaba; eran conocidas, mas no las de su hogar, sino las del hotel donde se hospedaba. No supo calcular si era de día o de noche ni la hora aproximada. Tenía la boca pastosa y reseca, como si hubiera tragado polvo; el estómago, la tráquea, incluso los intestinos necesitaban urgentemente hidratarse. Se incorporó con delicados movimientos, tratando de apoyarse en los codos, según estaba reclinado; pero hubo de desistir, ya que la cabeza le estallaba y se mareaba. Se dio media vuelta y se recostó de medio lado, mirando la ventana que daba a la calle, indagando una referencia en la que fijar su extraviada mirada. Los ojos se centraron en las aberturas y rendijas para averiguar por la luz exterior el momento del día. No entraba ni una partícula luminosa, por lo que se puso furioso al considerar lo tarde que sería. Efectivamen

24. El Renegao y el Cabezón

  Al salir de la sede socialista, un sol cegador los deslumbró. Chomín echó mano de unas gafas oscuras. Teniendo en cuenta su estatura, su barba y su cara de pocos amigos, para Ambrosio representaba la viva imagen de un policía, esa imagen que con frecuencia se tergiversa en las películas de detectives. Lo de las gafas le parecía una pasada. Él siempre había pensado que los que encubrían los ojos con gafas oscuras era porque necesitaban ocultar algo: en el caso de los policías, ¿tal vez su profesión? Aparte de esas ideas tan peculiares, Ambrosio era incapaz de dar un paso de manera desenfadada con una montura, de ahí su aversión hacia las gafas. Además, las lentes oscurecidas presentaban otro gran inconveniente: cuando entablaba diálogo con alguien que las llevaba caladas, no acertaba a mirarlo en un lugar preciso. Si se fijaba en los ojos, su mirada se reflejaba en el vidrio oscuro, pero no divisaba la pupila del interlocutor. Si se dirigía a la zona bucal, sin darse cuenta observaba