Regresaron a la calle de los bazares deshaciendo en parte el camino de ida al Formentera. El pequeño bulevar dormía en silencio. La hora invitaba a recogerse entre las suaves y cálidas sábanas. Ambrosio se hallaba desolado y hasta con remordimientos de conciencia. ¿Qué pintaba a medianoche tomando copas?, se preguntaba. Además, tenía mal sabor de boca porque, aunque le costara reconocerlo, por un instante había albergado la ilusión de que ligaría. Sí, se había engañado con unas esperanzas mal fundadas. Su desazón no era debida a que no lo había logrado, sino a que se había enfadado consigo mismo al darse cuenta de su inocencia y de su falta de apreciación de la realidad. Por momentos, admitía con amargura que no era un donjuán del que se colgaban las mujeres nada más verlo; más bien era un hombre mediocre y ramplón que no llamaría la atención ni aunque vistiera falda escocesa. Una cura de humildad, incluso a esas horas, era oportuna, así como plegar velas cuanto antes y retirar