En la tibia penumbra del bar Macondo los estudiantes ocupaban al completo las diversas mesas de mimbre. Entre sillones y banquetas era tan difícil moverse como avanzar por la vegetación exuberante de un monte. A la imprevisible vajilla esparcida por el borde de las mesas y aparcada en los recovecos más inexpugnables había que añadir como obstáculo los múltiples cigarrillos encendidos por los jugadores de cartas que, a esas horas de la noche, hartos de estudiar, se premiaban con un rato de esparcimiento antes de dormir —si no se animaban a bajar al centro para iniciar una más de las marchas nocturnas imprevisibles que jalonaban el estricto camino estudiantil—. Entre ellas, Chomín avanzaba no como el meticuloso cirujano que en su operación va apartando con sumo esmero venillas, telas y músculos hasta llegar al órgano que debe extirpar, sino igual que el aventurero inglés de película, tocado de sombrero de explorador, que se abre vía en la tupida selva a base de machetazos. Había descubierto al tal Chus en la mesa del rincón, la más protegida por la tenebrosa vegetación, y antes de arrimarse a la barra había ido raudo a su encuentro.
—Vamos a esperar un poco, que dice que no le falta casi nada para terminar la partida —explicó Chomín, incapaz de ocultar sus malas pulgas por echar el viaje en balde.
La barra estaba al completo. A esas horas tempranas de la noche los parroquianos chateaban. La mayoría eran estudiantes, por las pintas y por las carpetas y libros sempiternos que siempre los acompañaban. Una de las ventajas de tener las clases por la tarde, aparte de no madrugar, era que, cuando salían de escuchar el tostón de los profesores, apetecían unos vinos… Escaleras no podía por menos que sorprenderse de la capacidad de los humanos para soportar a sus semejantes. Si no, ¿era comprensible que, en un espacio tan reducido como era el de un bar, pudiera convivir apaciblemente una barahúnda de gente tan dispar? De pie se encontraban los que no habían cenado y se tomaban unas cañas; algún garbanzo negro había también que degustaba su café de después de cenar. En las mesas, partidas de mus, tute y chinchón; además, otros pasaban el rato jugando al parchís o se concentraban en un tablero de ajedrez. No era todo. La televisión gozaba de los suficientes espectadores como para exigir al camarero que el volumen del aparato les permitiera oír por encima del griterío de los jugadores de cartas, siendo este sonido a su vez compatible con la música, que era de ley para vecinos de mesa, que leían un libro u hojeaban trivialmente el manoseado periódico del día.
Reparó en cómo introducía delicadamente la silla debajo de la mesa, se echaba con garbo una cazadora de pana en los hombros y se despedía con una serena y amable sonrisa de los compañeros de partida. Al ir sorteando los obstáculos con gráciles movimientos y aproximarse al lugar donde lo esperaban, pudo contemplar los rasgos finos de su fisonomía celestial. Escaleras era incapaz de imaginarse la escena de ese adonis robando… Fiasco mayor no se podría llevar en su carrera profesional por muy larga y fructífera que fuera. ¡Si era imposible que un ángel así pudiera matar un mosquito! Ambrosio era de los que creían a pie juntillas la sentencia de que la cara es el reflejo del alma, por lo menos cuando ante sus ojos se mostraban rostros que irradiaban santidad y bondad. Premisas como esta eran fundamentales en la ética del agente policial. La conciencia de regirse por unas ideas peculiares a modo de legislación conductual le proporcionaba el necesario sosiego para creer que era relativamente bueno, a pesar de desear el mal a veces, de mentir piadosamente, de no ser siempre un esforzado compañero… Nadie es perfecto, aunque para él la vida fuera un camino largo en el que había planeado ir limando esas impurezas. Su gran meta era la sinceridad. Esta cualidad era problemática, aunque el paso del tiempo le había ido enseñando que, cuanto más trayecto llevaba recorrido, más agallas le nacían para pura y simplemente expresar lo que pensaba. Con todo, cuando se sinceraba era tan sutil, tan educado y tan de ley que sus oyentes no se sentían aludidos, sintiéndose el pobre Ambrosio desconsolado al pensar que los demás no lo tomaban en serio. Así que se proponía un nuevo desafío: no solo decir la verdad, sino expresarla con la suficiente convicción para que fuera considerada.
Chus, el adonis y chivato, tendió la mano a Escaleras sin esperar a que Chomín los presentara. Tampoco le permitió meter baza de inmediato, porque enseguida se interesó por el nombre y la procedencia del madrileño y también por si era la primera vez que visitaba Salamanca y si le gustaba. Al barbudo policía, que fumaba como un descosido, le salía el humo hasta por las orejas ante tanta pamplinería, pero como su colega no se sabía apartar de los efluvios halagadores del simpático estudiante no se atrevió a mostrarse excesivamente basto.
—Chominín, y tú, ¡cuánto tiempo sin dejarte ver esos lindos rulitos! —se dirigió a él como si hasta ese momento no se hubiera percatado de su presencia.
—¡Lo mismo te digo, guapetona! —le contestó con retintín.
No obstante, pronto se desterraron las cortesías y una mirada profunda y negra interrogaba a Chus. Este, como si fuera alumbrándose en la penumbra del interrogatorio al que lo sometía Chomín, disipaba con una linterna de nombres, fechas, direcciones, personas y bares las dudas y buscaba cuanto antes la salida del acoso verbal.
Escaleras quedó apartado y hasta se apiadó del pobre estudiante. En un momento en el que una lejana estrella brillaba minúscula en la mirada infinita de Chomín, el policía madrileño tendió al interrogado un cabo al que asirse para salir del acoso al que estaba siendo sometido al preguntarle si deseaba tomar algo.
—Un descafeinado —articuló maquinalmente el confidente sin llegar a apreciar la cara de compasión de Escaleras.
El inspector se entretuvo en romper el sobre y verter el granulado contenido marrón en la taza. Al estar lista la bebida, se dio media vuelta con cara de suma bondad, pero en el horizonte del interrogatorio habían surgido preñados nubarrones. Apartó el platillo del borde de la barra para protegerlo de los movimientos incontrolados de sus dos acompañantes. Por un momento intentó mantenerse en contacto y escuchar el rosario de preguntas y desvaídas respuestas, sin embargo, el tono con el que se formulaban y se respondían era tan íntimo y confidencial que se sentía como un intruso. Además, el discurso era endiabladamente enigmático: palabras desconocidas, frases sin terminar, referencias a conversaciones anteriores, promesas esbozadas entre dientes… Acabó por desentenderse. Fue consciente de que Chomín se apropiaba cada vez con mayor descaro de las claves para investigar el asesinato y que él no podía evitarlo, con lo cual se afligía mucho más.
Hubo un instante en el que comprobó cómo una lágrima se deslizaba por la mejilla de Chus hasta caer limpiamente sobre una arrugada servilleta de papel tirada en el suelo. Como si Chomín adivinara las intenciones del inspector madrileño, le dirigió una heladora mirada para disuadirlo al momento de que no interviniera. Sumiso y avergonzado, Ambrosio abandonó a su suerte al colaborador policial.
Cuando quiso percatarse, vio solamente a su compañero y cómo Chus salía abatido del bar, sin despedirse y sin haberse tomado el descafeinado. Chomín mostraba todavía un careto de pocos amigos. Ensimismado, mascullando frases ininteligibles y nerviosas, pues no cesaba de llevarse el cigarrillo a la boca, el salmantino se olvidó por completo de dar la información que le había transmitido el chivato. Escaleras, desorientado, buscó el servicio para esfumarse, aunque no necesitaba orinar en ese momento.
Al regresar, al inspector salmantino se le había pasado el cabreo y hablaba animadamente con una chica. No se la presentó, aunque Ambrosio permaneció en alerta ante la eventualidad de que hubiera de saludar a esa desconocida.
—Bueno, ¿qué hacemos? —consultó Chomín, una vez que los dos se quedaron solos, como si se hubiera olvidado de la conversación con el confidente.
—¿Qué has sacado en limpio de Chus? —inquirió el de Madrid, obviando el objetivo del otro de no informar del asunto.
—¡Bah!, nada claro. Es un soplapollas de mucho cuidado… —El charro persistía en dar largas.
—Está bien. ¡Tú sabrás! —concluyó Escaleras, cambiando de estrategia al no seguir insistiendo.
Con todo Chomín, enigmático y desconsiderado, permaneció en sus trece de no contar nada. Y así se mantuvieron un rato hasta que el salmantino se despidió sin ofrecerse para acompañarlo de regreso al hotel ni quedar para continuar las investigaciones al día siguiente.
A Ambrosio se le esfumó la capacidad de hablar. Perplejo, casi sin despedirse, observó cómo su colega salía del bar sin abonar la consumición. En esas circunstancias, no del todo desconocidas, la óptica adecuada para no desmenuzar la desconsideración, era olvidar cuanto antes el incidente y al protagonista, si bien un regusto de bilis se le vino a la boca.
No pagó inmediatamente, porque dudaba de si alguien se habría percatado de toda la escena. Si así fuera, se moriría de vergüenza. Al cabo de cinco minutos que calibró como naturales para abonar la consumición y salir, aparentando un comportamiento espontáneo, pidió la cuenta de todo.
Se animó a regresar al hotel sin la ayuda de un taxi. Incluso consideró la posibilidad de ir hasta el centro sin preguntar a nadie. Intuía que la orientación correcta era seguir hacia abajo. Marcó un punto de referencia donde él calculaba se hallaría su meta y callejeando y, con la satisfacción de pensar que no había dado muchas vueltas, descubrió al final de una calle los arcos de la plaza.
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