Regresaron a la calle de los bazares deshaciendo en parte el camino de ida al Formentera. El pequeño bulevar dormía en silencio. La hora invitaba a recogerse entre las suaves y cálidas sábanas. Ambrosio se hallaba desolado y hasta con remordimientos de conciencia. ¿Qué pintaba a medianoche tomando copas?, se preguntaba. Además, tenía mal sabor de boca porque, aunque le costara reconocerlo, por un instante había albergado la ilusión de que ligaría. Sí, se había engañado con unas esperanzas mal fundadas. Su desazón no era debida a que no lo había logrado, sino a que se había enfadado consigo mismo al darse cuenta de su inocencia y de su falta de apreciación de la realidad. Por momentos, admitía con amargura que no era un donjuán del que se colgaban las mujeres nada más verlo; más bien era un hombre mediocre y ramplón que no llamaría la atención ni aunque vistiera falda escocesa. Una cura de humildad, incluso a esas horas, era oportuna, así como plegar velas cuanto antes y retirarse al hotel. Ciertamente, Bárbara estaba como un tren, sin embargo no estaba destinada a ser suya, aunque la inclinación que sentía hacia ella fuera similar a la que demostraba tan perentoriamente el tarabilla de Seve. Pero a él le estaba vedado un comportamiento tan grosero, a él no se le hubiera ocurrido obsequiarla con tantas zalamerías, se moriría de vergüenza… Se imaginaba durmiendo plácida y profundamente en la cama, saciándose de sueño. Con todo, no encontraba la fórmula de despedida ni el momento propicio para marcharse.
Seve y Paloma habían discutido en broma sobre cuál debería ser el próximo bar, mientras que Bárbara, presa del acoso sexual, mostraba un aturdimiento que le impedía mostrar sus preferencias. Paloma, recurriendo a procedimientos infantiles como rabietas, mohines y pataleos, no quería dejar de dar una vuelta por cierto bar de la Rúa, decía que no podría pasar la noche tranquila sin ver a un camarero que de manera platónica le gustaba mucho. Seve era reacio a romper su ancestral ruta nocturna. Plantado en medio de la calle, aunque dirigiendo el primer paso hacia el siguiente garito de todas las noches, dudaba si seguir sus costumbres y desligarse del grupo o ceder en su pretensión. Al final, obsesionado por conseguir algo de Bárbara, no le quedó más opción que dar su brazo a torcer.
Se pusieron en marcha hacia el bar de la Rúa. Caminaban delante Ambrosio y Bárbara, silenciosos, escuchando los retazos de la discusión entre los otros dos. La alegría inicial de la guapa muchacha se había evaporado. No es que estuviera ensimismada, su talante era más bien el de alguien cabreado. Ambrosio llegó a especular con que tal vez no había que achacar las causas de ese enfado al moscarrón de Seve, cuyo comportamiento en otras circunstancias podría haber sido interpretado como cómico, sino que nacían de las desavenencias entre las dos amigas. Bárbara debía de estar pagando como tributo, si quería mantener la amistad con Paloma, soportar esas salidas de tono y esos comportamientos infantiles y celosos.
Al llegar a la altura del bar, Ambrosio y Bárbara tuvieron que esperarlos, pues continuaban discutiendo simplemente con el afán de mostrarse tercos, como si mantenerse en sus trece fuera una trinchera que no querían abandonar, aunque no tuviera interés estratégico para la defensa de las ideas o de las preferencias por que se peleaban. La discusión se parecía a todas luces a esos juegos infantiles en los que se adopta un rol, sabiendo que en el siguiente lance se deberá representar el opuesto y lo que importa no es el papel, sino la dinámica que se crea con la oposición y el contraste.
Era Paloma de esas mujeres que no soportaban el silencio en una reunión. Si, aunque solo fuera durante unos desdibujados segundos, se cernía sobre ellos el vacío, ella intervenía velozmente para que de nuevo reinara el trono de la palabra. A veces sus comentarios no venían a cuento y, siendo consciente de su metedura de pata, reprochaba la falta de sal y chispa a los concurrentes, a quienes echaba en cara su aburrimiento. Hablar y no parar de hablar, como si temiera que la falta de sonidos la llevara a tomar conciencia de la soledad y el temor a la locura.
—¿A qué esperáis para entrar? —les preguntó Paloma, de la que no había desaparecido la mala leche.
—Lo siento mucho, pero yo os voy a dejar, mañana tengo que madrugar —se disculpó amablemente Ambrosio.
Ni Seve ni Paloma mostraron interés en retenerlo, pero Bárbara lo ciñó cariñosamente por la cadera y lo arrastró escaleras abajo sin que pudiera oponer la más mínima resistencia ni articular reproche para defenderse. Lo mantuvo agarrado mientras se hicieron un hueco en la barra. Ambrosio no acertaba a decir palabra ni a estar relajado. Su cuerpo era un maremoto de corrientes emocionales que le recorrían todos los músculos y que le hacían sentir un desfallecimiento placentero. Tan solo se trataba del roce de sus caderas y de la presión ínfima de su mano. De esa mano, de sus pulseras y de sus múltiples anillos procedía esa energía que lo derretía. No se atrevió a abrazar la cintura de la muchacha por temor a interpretar equivocadamente aquellas efusivas señales de cariño. Carecía de la valentía temeraria para lanzarse y corresponder del mismo modo que estaba siendo tratado. No lo hacía porque le faltaba naturalidad y porque le producía vértigo la posibilidad de que lo rechazaran. Fue prudente y no arriesgó; se conformaba con esos tenues signos que no cabía más remedio que tomar como señal de camaradería. Entonces regresó la espontaneidad y le sonrió. Ella le devolvió otra sonrisa diáfana. Sin haber cruzado palabra, se despejó toda sombra de duda sobre ellos. Ambrosio comprendió que, a pesar de que a él le gustara mucho, Bárbara no sentía ninguna atracción sexual por él, pero le caía simpático y ambos podían disfrutar de su mutua compañía despejando malentendidos. Los dos respiraron aliviados y libres, ella por no verse obligada a pronunciar un no o a frenarle los pies y Ambrosio por liberarse de una pasión que podría haberlo desorbitado. En esos momentos, los perfiles de las cosas y los contornos de las personas se dibujaron con una nitidez cristalina, adquiriendo un resplandor puro y sencillo.
No le parecía posible. Eran demasiadas coincidencias y sobresaltos para un mismo día. En un rincón, sentado en un cojín de cuero, delante de una pipa de agua —el garito, tanto en su estructura de tracería como en su decoración adoptaba una estética árabe—, creyó descubrir el perfil de Chus, el chivato. Aquello no era normal, pero la evidencia era cada vez más palpable. No cabía duda: era él. Casi podía asegurar que el muchacho también se había dado cuenta de su presencia. No se decidió a ir a saludarlo, si bien no le quitó el ojo de encima. Y, de repente, la luz se hizo en su cerebro de chorlito. Tanto Chus como sus dos acompañantes estudiaban Psicología. Pidió a Bárbara que lo identificara y esta, nada más verlo, puso cara de asombro.
—¡Ah! ¿También conoces a ese? ¡Pues entonces es como si estuvieses al tanto de lo que le sucede a media Salamanca! Es otro de los habituales de la noche. Por la facultad también se deja caer de vez en cuando, pero sobre todo por la cafetería. Parece que es del otro barrio —le susurró confidencialmente.
Pronto el volumen de la música copó el reducido espacio magrebí y obstaculizó cualquier atisbo de diálogo, a no ser que fuera a voz en grito y se hablara a escasos centímetros de la oreja. Esta circunstancia permitió a Ambrosio gozar de la fresca y brillante belleza de Bárbara y oler la fragancia embriagadora a jazmín que emanaba de su cuello dorado y terso, igual que una caña de trigo. En sus orejas, tiernas como una rosquilla, se insertaba un diminuto pendiente con una perla, semejante al pequeño piñón de un dulce bocado. Permanecía embobado con el temblor de sus labios cuando se modulaban para formar frágiles palabras que él recogía como si fueran delicados obsequios de fino cristal. Habría conversado con ella toda una eternidad. A Bárbara le regresó la risa alegre y contagiosa de colegiala contenta. Con sus convulsiones se mecían palpitando sus senos y sus pezones se erigían como finos asideros de un estuche escolar. Sus ojos refulgían lustrosos y transparentes cual fría agua de lago alpino y la pequeña nariz aleteaba sin parar. Cada uno de sus poros encerraba su propio ritmo vital. Ante tanta hermosura, Ambrosio se quedaba obnubilado. Era incapaz de pensar y sacar temas de conversación. Se consideró un espantapájaros, convencido de que sus cualidades como hombre interesante y atractivo estaban más que menguadas. «Cómo voy a interesar a una chavala así, si, además de no tener un porte varonil, me falta la simpatía mínima para mantener un tema o hacer dicharacheramente un comentario original que la haga reír. Ni tan siquiera soy capaz de contar un chiste que le provoque una carcajada», se atormentaba el corto policía, cuyos pensamientos lo acobardaban aún más.
Casi se había olvidado del ninfo recluido en el nido de almohadones en el fumadero de opio. Allí continuaba el desamparado pajarillo. Impávido y triste, como mustia flor plegada, no se asemejaba al despierto y grácil garzón que era antes de entrevistarse con el inspector Chomín. A Escaleras su ética profesional lo incitaba a aproximarse al efebo y hablar con él del incidente con su colega salmantino. También lo tentaba la concupiscencia de la estudiante de Psicología, aunque supiera que no lograría libar en la colmena de la pasión. Ante el uno y la otra tropezaba con igual torpeza. La trabazón y el pánico a que lo rechazaran confluían en él. Lo de Bárbara lo veía claro, pero idéntico temor lo engullía al pretender entablar conversación con Chus, con el inconveniente de que este, para colmo, estaba enojado. ¿Con qué sutil artimaña se lo ganaría para alcanzar los favores de su afecto y escudriñar los secretos que guardaba con el inspector local? Consideró echar mano de su arrogancia policial e intervenir despóticamente y sin contemplaciones; sin embargo, a esas alturas de la noche, inmerso en una red de relaciones sociales en la que su personalidad no cuadraba con la de un representante de la ley, no osó romper la imagen que había proyectado porque lo podía mandar todo a la mierda. Aunque a esas alturas de la noche y de llevar el decano un rato en su compañía era probable que las mismas muchachas se hubieran enterado por boca de la sabandija de Seve de que era un prosaico policía y no se sorprendieran si lo veían actuar como esbirro. Con todo, si procedía así, sentiría que traicionaría la amistad que le habían ofrecido. A tanto no se atrevía. Sobre todo, no soportaría los reproches de Bárbara, pues los otros le traían al fresco.
No le convencían para nada las estrategias que erigía para aproximarse al dolido Chus sin que este se sintiera soliviantado. Pensó en invitarlo y pagar sus consumiciones y que el camarero se lo comunicara con un discreto recado al oído, e imaginó que le indicaba con un imperceptible gesto de quién era el detalle. Pero le parecía una fórmula tópica de película que no conseguiría el resultado buscado y más bien podría interpretarse como una descarada aproximación de un ligón de discoteca. Entre tanta indecisión, Ambrosio solo encontraba consuelo en los cada vez más frecuentes y prolongados tragos de cerveza. Se desalentaba ante tal cúmulo de inseguridades. Lo mejor era apoyar los codos en la barra y llorar y que fuera lo que Dios quisiese. Tan abatido lo contempló Bárbara que le dio otro achuchón y lo asió por la espalda, lo que hizo que notara estremecedoramente cómo su pecho turgente se aplastaba contra su columna vertebral y cómo una corriente tibia lo atravesaba y se expandía por todas las direcciones hasta evadirse por los temblores de las pantorrillas.
Comentarios
Publicar un comentario