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27. ¡Un cardiaco!

 

Había apresurado el paso hasta cerciorarse de que era la plaza; sin embargo, habiendo comprobado con satisfacción que había acertado, disminuyó la velocidad, sin saber exactamente por qué, hasta que, cuando ya veía el hotel, supo que no le apetecía entrar en él, aunque, en el mejor de los casos, estuviera Hortensia en la recepción. Continuó andando, siguiendo la estela imprecisa de los pocos paseantes que a esa hora nocturna permanecían todavía con el timón amarrado y fijo en las rutas apacibles del paseo más popular de Salamanca. No le parecía muy lógico deambular solo. Tal vez por eso no sabía qué actitud adoptar: si la del despreocupado y estrambótico caminante nocturno o la de aquel que cruza la plaza con destino allende sus arcos. Esa duda vital no se dilucidaba ni contemplando de vez en cuando los escaparates escasamente visibles a esas horas… «¡Hay que ver cuántas congojas absurdas soportamos por ser tan sociales!». Esa fue la única reflexión que parió de sus meditaciones como paseante solitario. No obstante, una certeza era clara: no deseaba traspasar los umbrales del hotel. Era pronto. El hambre reclamaba desde el estómago y la cena en una mesa solitaria de un concurrido restaurante no le resultaba muy estimulante.

Había recorrido los cuatro lados del cuadrilátero paseando por los soportales, cuando en una calleja angosta y sin salida, al final, observó un bar con pinta más bien de tasca. El callejón estaba en penumbra y de sus paredes se desprendía olor a orín. Estuvo a punto de darse media vuelta. La puerta vieja y frágil dejaba colar una línea de luz amarilla, al mismo tiempo que las vibraciones de una música pop, pero los cristales esmerilados no permitían divisar la calaña de los parroquianos. Un impulso suicida le llevó a agarrar el picaporte y a empujar. El camarero, un chaval vestido de calle, lo miró con curiosidad. La sorpresa inicial se transfiguró al segundo en apatía, como si la conclusión a la que hubiera llegado el trabajador de hostelería fuera que era un cliente no habitual, pero sin motivos para interesarse por él. De todas maneras, aunque Ambrosio percibió cómo el juicio al que era sometido era fútil, no se relajó y dudó al elegir el lugar adecuado para arrimarse a la barra, aun habiendo sitio de sobra.

Había ocasiones en las que Ambrosio se sentía especialmente molesto e incordiado. La primera era cuando de mala gana entraba en cualquier tienda a examinar sus productos y el pesado dependiente se le ofrecía con un «¿le puedo servir de ayuda?» y se pegaba a su espalda para ponderar la calidad de lo examinado sin haber solicitado su opinión. Y la segunda cuando, al meterse en un bar y, sin disfrutar del tiempo necesario para pensar e inspeccionar lo que le ofrecían las bandejas, el camarero se le quedaba mirando como un pasmarote esperando indolentemente su petición…

Por salir del paso, al no encontrar la espita del barril de cerveza en el barrido visual del mostrador, rogó que le sirvieran un botellín. Así dispondría de unos segundos para decidir si requería los servicios del mozo para algo más. En la barra desnuda, solo había una enorme ensaladera con un montón de blancos huevos. Ambrosio dudó de su estado, ¿estarían cocidos o frescos? Un cliente proporcionaba dentadas a un bollo de pan que dejaban señalado el arco pormenorizado de su dentadura. El inspector acabó por fijar la mirada en una pizarra en la que se anunciaban los bocadillos, así como su importe según su tamaño. La vergüenza por los precios tan ridículamente baratos hizo presencia en sus mejillas al solicitar un bocadillo grande de panceta, como si fuera a timar al trabajador propietario. Posiblemente, por hacer gasto y abonar una cantidad superior se pidió otro botellín.

El diputado, Chomín, Hortensia, su esposa y su mismo jefe se podían ir a hacer puñetas a Camerún. Le importaban muy poco a esas horas, cuando con fruición devoraba un bocata grasiento. Sus dedos chorreaban grasa y se los chupaba y gozaba como un enano. Las preocupaciones, la sensación de fracaso en sus investigaciones y la responsabilidad por su incompetencia se habían ido a dormir al hotel y lo esperarían agazapadas al día siguiente, pero, de momento, su mente se concentraba en esos bocados tan sabrosos. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto comiendo. Ambrosio contemplaba a los demás clientes también felices, abstraídos cada uno en un menester. La televisión funcionaba sin volumen. Había música melódica moderna, si bien entendible; se cantaba en español, quizá Radio Futura.

El policía se admiró de encontrar a chicas solas alternando tranquilamente en un día de diario, pero lo que le dejó de piedra es lo que consumían. Delante del mostrador, a su altura, cada una sostenía un pequeño vaso que vaciaron de un trago, como si estuvieran en una película del Oeste. Hicieron una imperceptible señal para que les pusieran otro.

¿Otros dos cardiacos? —se aseguró el camarero antes de servir.

De una botella antigua echó en los vasos un aguardiente rojo, añadiendo una guinda en cada uno y, para rematar, un chorrito de ginebra. ¡Vaya bomba! El inspector se santiguó. Y se volvió a santiguar al observar cómo las chicas, sin dejar de hablar muy serias, extraían de un morral de cuero todos los utensilios para liar un canuto de hachís. Primero, la hoja del librillo; luego, la piedra envuelta en papel de aluminio. Y después de revolver entre la variedad de objetos de su bolso, acabar por pedir un cigarro rubio a Ambrosio. Se lo negó descaradamente, casi recriminándoles el nefasto vicio. El chico del mostrador se lo proporcionó sin que se lo solicitaran. Lo liaron lentamente tan concentradas en su cháchara que se olvidaron con torpeza de las tareas esenciales para su confección. Por un momento, la mano con el papel y el tabaco desparramado se paralizaba durante unos instantes, esperando un halo vital incierto. Al pegarlo se dieron cuenta, despistadas las dos, de que no tenían cartón para enrollar la boquilla, y la operación se interrumpió durante otro rato. Una vez más el propio camarero las socorrió al cortar un trocito de cartón de su paquete de cigarrillos… En el pequeño local se percibió inmediatamente el olor fuerte, denso y mareante del porro. Tan solo con inhalarlo, le vinieron síntomas de mareos y náuseas. Las jóvenes no variaron un ápice su semblante mientras daban chupadas al cigarro. La incógnita de su conversación íntima perturbaba la curiosidad del policía, que no era capaz de cazar una palabra, una frase… Vocalizaban y hablaban con parsimonia, y la expresión de sus rasgos faciales les proporcionaba una sensación de serenidad. Tan absorto se encontraba persiguiendo un comentario que cuando el camarero le presentó el canuto con familiaridad para que fumara él también, por segunda vez en la noche se tiró de cabeza al vacío al sonreír y tratar de dar un par de caladas con la mayor naturalidad. Se lo devolvió tan campante al barman, que le indicó con un gesto que el canuto debía ir a parar a ellas. Una de las chicas lo recogió sin darse la vuelta a mirarlo. Regresó a su sitio. El segundo botellín estaba a medias. No había prisa. Arrimó a la barra un banquillo alto y se sentó tranquilamente. La verdad era que a esas horas agradecía el alivio proporcionado por el asiento. El día había sido largo y se sentía derrotado. Quizá por eso el descanso y la relajación de los músculos eran más placenteros. Por primera vez en su vida —cualquiera lo diría— había fumado droga. ¿Y qué notaba? Nada. Absolutamente nada. Tanto dar vueltas a ese problema cuando ni se enteraba de sus efectos. Es posible, se hacía las cuentas, de que no hubiera aspirado lo suficiente y por eso los síntomas no se apreciaban. No obstante, cuando por segunda vez le pasaron el porro y chupó con ganas y tampoco notó indicios raros, consideró que eso del cannabis era un engaño de tontos; no era como el alcohol, que rápidamente te pones contento cuando te echas un cubata al gaznate.

Un calor hormigueante merodeaba por sus entrañas. El bocata le había sentado de maravilla, sin embargo, un sudor, tan pronto frío como caliente, le recorría todo el cuerpo, especialmente en la frente. ¡La alta temperatura del bar o la falta de aire puro! Cualquiera de las dos razones podía ser el origen de ese malestar, que se arreglaría enseguida marchándose del local. Pagó mecánicamente y se despidió del camarero. No se dio prisa en salir; procuraba moverse con naturalidad, aparentando que no le urgía que la noche lo acariciara y calmara su sofoco. Fue como si lo hubieran abofeteado, exactamente igual. Se paralizó, la mente perdida, y tan solo fue capaz de sentarse en la acera, adoptando una postura próxima a la fetal al situar la cabeza por debajo de las rodillas. ¡Qué mal estaba! Parecía que le rondaba la muerte. Era un placer dejarse ir… y perdió el conocimiento.

Se sintió arropado. Una cazadora o un tabardo le cubría la espalda. En su vida había sentido un vacío tan profundo como el que le embargaba en esos momentos; no obstante, regresó al presente en el momento en que oyó voces. En sueños oía cómo lo llamaban y rescataban del inconsciente. Se asustó al comprobar que había perdido el conocimiento, pero casi al tiempo se alegró de volver a pensar y percatarse de su estado. Miró a los que le hablaban, que estaban en cuclillas. Eran las dos chicas del canuto y el camarero. Le mesaban los cabellos y le aguantaban la prenda de abrigo para que no se enfriara.

¡Ya está! No ha sido nada —sentenció con toda la naturalidad posible una de las samaritanas.

¡Venga! ¡Levántate! Vamos a tomar algo aquí —ordenó la otra, dando a entender al camarero que ya se encargaban ellas del muerto.

Lo agarraron cada una de un brazo y en tan buena compañía lo introdujeron en otro bar. Buscaron una mesa vacía y los tres se sentaron.

A ver, chiquillo, ¿qué te pide ese cuerpo tan serrano? ¿Algo calentito y que te asiente el estómago? Venga, que sí, hombre, que te va a venir fenomenal —lo animaba una de las almas caritativas.

En esos momentos, Ambrosio era el ser más desvalido. Sus ojos se humedecieron, aunque no llegaron a cuajar las lágrimas. Le parecía imposible que él, un policía hecho y derecho, fuera socorrido por dos chicas, dos estudiantes en una circunstancia tan comprometedora. No osaba levantar la vista para mirarlas cara a cara. Ellas lo observaron acongojado, pero tampoco lo sobreprotegieron, sabiendo que tal vez una atención desmesurada fuera contraproducente en la reanimación.

El camarero se presentó. Sin consultarlo, entendiendo que le apetecería algo calentito y que le arreglara el cuerpo, pidieron para él un carajillo y para ellas, dos tubos de cerveza. La música, estando presente, parecía proceder de la lejanía; era una melodía rítmica y comunicativa. Oía las quejas del saxofón, largas y desamparadas en el deambular de su existencia. No eran interpretados sus pesares para oírse, sino para perderse en la noche.

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