Al salir de la sede socialista, un sol cegador los deslumbró. Chomín echó mano de unas gafas oscuras. Teniendo en cuenta su estatura, su barba y su cara de pocos amigos, para Ambrosio representaba la viva imagen de un policía, esa imagen que con frecuencia se tergiversa en las películas de detectives. Lo de las gafas le parecía una pasada. Él siempre había pensado que los que encubrían los ojos con gafas oscuras era porque necesitaban ocultar algo: en el caso de los policías, ¿tal vez su profesión? Aparte de esas ideas tan peculiares, Ambrosio era incapaz de dar un paso de manera desenfadada con una montura, de ahí su aversión hacia las gafas. Además, las lentes oscurecidas presentaban otro gran inconveniente: cuando entablaba diálogo con alguien que las llevaba caladas, no acertaba a mirarlo en un lugar preciso. Si se fijaba en los ojos, su mirada se reflejaba en el vidrio oscuro, pero no divisaba la pupila del interlocutor. Si se dirigía a la zona bucal, sin darse cuenta observaba la perfección o los defectos de los labios o el color de los dientes o hasta si en las encías había sarro. O quizá miraba si en la piel había granos o corros de barba mal rasurada, o si los pendientes eran largos, o si le gustaban o le parecían horribles… Su atención se diluía tanto en esos insignificantes detalles que enseguida perdía el rumbo de la conversación. Luego estaban los que ocultaban los ojos para espiar o mirar descaradamente a las personas, sobre todo a las mujeres de merecimiento…
En medio de la acera quedaron parados como dos pasmarotes. Escaleras consultó el reloj, que señalaba las dos y media. Trató de buscar en los ojos de Chomín cuál era su intención, pero se los encontró ocultos por una espiral de humo que cubría hasta los cristales. La capacidad de empatía del inspector matritense era enorme. Se encargaba de velar por los intereses y obligaciones de su compañero y prestaba más atención a los asuntos de los demás que a los suyos propios. Al apreciar al camarada salmantino tan indeciso, pensó que aguardaba a que lo dejara libre, pues la hora de la comida había llegado. Era una situación embarazosa que Ambrosio quería resolver de manera sutil.
—Esto… Chomín, mira a ver qué tienes que hacer. Yo no sé cuáles serán tus cometidos ni tus obligaciones. Por mí no te preocupes y, cuando tengas que marcharte, te vas; yo me apaño solo —le comentó, así como de pasada y con la mayor sinceridad y camaradería posibles.
Chomín dudó. Por una parte, era lo que deseaba: quedar libre y marcharse a su aire; mas, por otra, una voz interna, autoritaria y diáfana le recordó que su misión era acompañar las veinticuatro horas del día, si era necesario, al policía madrileño.
—No te preocupes por mí. Te acompaño mientras sigas en esta ciudad —replicó alegre, dando un giro de ciento ochenta grados al dictamen de su voluntad, comprendiendo que, ya que no le quedaba más remedio que acometer sus obligaciones, era preferible llevarlas a cabo de buen humor. Y añadió como si solicitara una indulgencia—: Si no te parece mal, podemos ir a tomar unas cañitas. Luego vamos a comer.
A Ambrosio le hubiera gustado librarse de aquel monaguillo larguirucho que parecía una lapa, pero se ponía en su lugar y no le quedaba más remedio que aceptarlo, porque cumplía con su deber; no lo acompañaba por gusto. En cuanto a la propuesta de su colega, hubiera preferido ir a comer directamente, pues la gazuza apretaba con ganas. La paciencia y la condescendencia era otras de las grandes virtudes —¿o defectos?— del sabueso de Madrid.
Desde que Escaleras no dijo que no, el semblante de Chomín se iluminó. Con una precisión insospechada, sacó el vehículo del aparcamiento y en un santiamén lo estacionó de nuevo después de subir por María Auxiliadora y de la avenida de Garrido. En la misma puerta del primer bar lo dejó, invadiendo la calzada descaradamente, como si le urgiera mojar los labios con la espuma de una cerveza.
En el bar, quizá el Chinitas, a esas horas no había mucha concurrencia, pero por la cantidad de desperdicios —servilletas de papel hechas un ovillo, conchas de mejillón, almejas, caracolillos, huesos, trozos de pan, colillas, tenedores…— se llegaba a la conclusión de que poco antes había pasado una barahúnda de gente diversa.
El camarero, cuando vio entrar a Chomín por el umbral, se acercó a la espita del barril para tirar una caña. En la mano mantenía otro vaso vacío, previendo que el desconocido pediría otra, como así fue.
—¿En Madrid no acostumbráis a ir de vinos? —le preguntó Chomín a Escaleras, por iniciar la conversación, percatándose al momento de la obviedad de su pregunta.
Ambrosio le iba a contestar con cualquier comentario de compromiso, pero no hubo necesidad, pues en ese instante un desconocido propinó una sonora palmada en la espalda de Chomín, haciendo que este perdiera todo interés en su pregunta.
—¡Hombre! Renegao, ¡cuánto tiempo sin saber nada de ti!
Los dos se chocaron la mano con tanta efusión como si hubiera transcurrido un año desde su último encuentro, cuando, en realidad, hacía un día justo, a esa misma hora, se habían saludado con idéntico entusiasmo. El Renegao fijó un instante los ojos en el extraño con la incertidumbre chispeando en ellos por desconocer quién era el fulano con el que chateaba el policía. Antes de las presentaciones, Chomín le guiñó un ojo cómplice a Escaleras, dándole a entender que el menda era un pirado de la vida.
Pronto Chomín se encontró en una situación comprometida, pues, después del intercambio de las primeras palabras, comprendió que un diálogo a tres sería imposible de mantener; por eso, tanto el policía como el paisano apuraban fervorosamente sus vasos y reclamaban la atención del camarero para que les sirviera nuevas rondas. Ambrosio, que no deseaba desentonar y marchar a un ritmo menor que el de sus contertulios, bebía largos tragos para embucharse la cerveza, pero su ímpetu no lograba igualar el nivel de consumo de los otros y ante sus ojos contemplaba otra caña cuando aún mediaba la anterior. Al final, hartos y exasperados por la presencia del Renegao, trataron de darle esquinazo argumentando que era la hora de comer.
Ambrosio creyó textualmente las palabras de Chomín cuando este afirmó que se largaban, así que al comprobar que entraba en otro bar, con su estado de semiebriedad, se le vino el alma a los pies.
—¡Venga, hombre, la última! Si no tardamos nada.
Ambrosio, inocente, volvió a confiar en la palabrería de su compañero y otra vez se sintió frustrado, ya que, si hacía un rato había sido el Renagao, ahora con el que se topó se llamaba el Cabezón, según los que se fijaban más en la denodada capacidad de defender sus creencias hasta la extenuación, o la Caballería, según quienes valoraban más la valiosa cualidad de realizar todo tipo de barbaridades, apuestas y desafíos. La misma efusividad se refrendó de nuevo como si la vida solo deparara los mismos sucesos, unos detrás de otros, y no aprendiéramos de la valiosa experiencia que tales acontecimientos nos ofrecen. Y se bebieron las mismas rondas de antaño. El pobre Ambrosio solo encontró una leve salida para paliar el aluvión de alcohol que se estaba echando al gaznate: no era otra que, en vez de pedir cañas, cambiar a cortos. De todas maneras, después de la décima ronda, poco le afectaba ya la espumosa bebida, pues se hallaba en un estado de confortable modorra que le impedía padecer y le ocultaba la vulgar conversación que mantenían los otros sobre el número de birras que el Cabezón se bebía al cabo del día. Mientras el larguirucho inspector aseguraba ufano que pasarían de las cien, el otro se defendía como gato panza arriba, argumentando que no podían sobrepasar las ochenta, pues, según los cálculos que dificultosamente desarrollaba, ayudándose de la inestimable ayuda de ambas manos, las tres mil pesetas de gastos diarios en bares no daban para pagar tantas. Astutamente, el policía le rebatió diciendo que bien pudiera ser que se aproximara a la cantidad que él argüía al no considerar el Cabezón las veces que lo invitaban tanto los compinches como los camareros. Un momento de silencio que aparentaba sometimiento a la tesis contraria fue interrumpido por enésima vez por el Cabezón, que remarcaba su argumentación con la misma fe que la primera.
Cuando desapareció el Cabezón ni se enteró. Las cervezas, una vez pasado el temor a la borrachera, le fueron bajando limpias y ligeras hasta hallar su reposo en la vejiga. Este era, quizá, el órgano corporal que más se estaba resintiendo de aquella juerga, junto a los pies, que no cesaba de cambiar de posición. Se apoyaba en la barra para buscar alivio a la débil inestabilidad de su cuerpo. Su sensación de abatimiento era más visible por el continuo cambio de postura que por los efectos del alcohol.
Cuando apuraban la penúltima consumición, se encontraron por fin solos. El charro le explicó quiénes eran los dos héroes tabernarios con los que se llevaba tan bien. A Escaleras le importaba un rábano esa reseña biográfica, entre otras razones porque se hacía cabal cuenta de ella después de haber permanecido un rato en su compañía. Chomín, en cambio, seguía explicándosela, como si su objetivo fuera contagiarle la admiración que sentía por esos personajes populares o por «los obreros», según decía cuando se refería a ellos.
Antes de iniciar el primer movimiento de retirada, el camarero les había ofrecido una penúltima ronda en nombre de la casa. No pudieron negarse porque habría sido una ofensa para el dueño del bar. El salmantino era de esos que sienten una especial reverencia y admiración por los camareros, con ellos disfrutaba y se granjeaba el cariño y la confianza.
—¡Por Dios y la Virgen! No, hombre, déjalo para otro día —prorrumpió Chomín, agradecido por el detalle.
—¡Venga! Que me enfado si me hacéis este desprecio —rogó sin excesiva convicción el camarero, como si fuera un diálogo que tuviera que repetir con los mismos personajes a menudo.
Con cara compungida y resignada, Chomín echó un trago en señal de que aceptaban la invitación. A Escaleras le daba igual ya todo.
—¿Qué piensas del diputado? —le preguntó el charro, deseando iniciar un tema que agradara al madrileño, consciente de que con probabilidad le había tocado tragar carros y carretas en el transcurso del chateo—. Está difícil el asunto. Con todo, las pistas están bien marcadas y creo que vamos por buen camino; ahora lo que nos hace falta es mucha suerte para sacar algo en limpio. Yo no sé con qué hipótesis juegas, pero, para mí, hay dos hitos fundamentalmente en todo esto: es una cuestión de política o de amores, con lo cual las dos son jodidas de aclarar.
Comentarios
Publicar un comentario