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29. El Formentera y reencuentro con Seve


Las cervezas se duplicaban. No era tomar una y pasar a otro bar, sino que la primera que apuraba el vaso, sin consultar, pedía una más. Tenía que ser un jaleo para los chicos de la barra, pues al final alguna se bebía tres y otra una nada más, con lo cual al abonar el total era casi imposible saber el número exacto. No era cuestión transcendental, tanto el cliente como el camarero calculaban a ojo de buen cubero el importe que se debía.

Ambrosio, inconscientemente, se echaba al coleto lo que le servían sin reparar en el hito vital que suponía beber sin medida y que no se le subiera el alcohol a la cabeza. Después de todo, el canuto, pasado el mal trago inicial, lo había relajado. La tensión se esfumó y reía sin percatarse por cualquier nimiedad. Sin embargo, casi sin querer, adoptaba el papel protector encargado al macho cuando a su cargo pululan dos hembras. Procuraba controlar y no pasarse de la raya. Además, subrepticiamente desafiaba la curiosidad de otros machos que curioseaban la disponibilidad de las dos jóvenes, dejando bien patente que él las protegía. No obstante, no tenía todas consigo y no veía muy claro su rol, pues era evidente su menor resistencia física. Permanecían de pie y él aceptaba estoicamente la posición, pero los pies le ardían y no acertaba a elegir la postura más descansada. Se apoyaba en la barra para aliviar parte del peso; hacía recaer el cuerpo en una sola pierna, mientras la otra descansaba en el aire y la movía como si estuviera entumecida… Esas chicas, de todas maneras, cavilaba, eran especiales y no muy representativas del género femenino, que, al llegar a un bar, lo primero que suele buscar es una mesa para sentarse. Tampoco era normal que consumieran droga como si tal cosa ni que bebieran igual que cosacas y no se pusieran bolingas, ¿dónde se ha visto eso? Ambrosio no podía por menos que sorprenderse con ellas. Los sentimientos y las ideas con respecto al alcohol eran encontradas. Si no le cabía ninguna duda de que la gente que bebía era miserable y le producía rechazo por su poco control, también pensaba que era raro que, por las circunstancias que fueran, bebiendo no se embriagaran. Le extrañaba contemplar la conducta de esos personajes que, en las películas, asemejándose a héroes mitológicos perseguidos por la desgracia divina, se hunden en la miseria y solo buscan ingerir con anhelo lo que sea para olvidar su desgracia… No lo veía un comportamiento sensato, no porque bebieran, sino porque no se emborracharan y anduvieran sonámbulos irradiando tristeza y mala sombra en su errático caminar nocturno. «Si perdieran el control —pensaba—, otro gallo les cantaría, pero empiezan con esas bobadas y luego ya no saben comportarse sino como alcohólicos inmunizados a los estragos propios del líquido destilado».

Sin esforzarse mucho, cuando caminaba por las vías escasamente iluminadas por las caducas farolas y oía el resonar de sus pisadas en los adoquines de las aceras, se imaginaba que a través del túnel del tiempo había retrocedido hasta una población medieval o del Siglo de Oro. Esas callejuelas estrechas, desconchadas y vencidas por el peso de los tejados se asemejaban más a un pueblecillo que a una urbe. Los únicos elementos que desentonaban eran las gruesas bardas de automóviles aparcados y la continua presencia de universitarios que, a pesar de lo tarde que era, deambulaban por la calzada de forma natural. Absorto en sus contemplaciones, Ambrosio fijaba la mirada en los letreros de las posadas y pensiones de mala muerte; en los tristes bares ordinarios que, sin clientes y alumbrados con una mínima luz, con la puerta semiabierta, desparramaban a la calle su silencio y el aroma a lejía; en los portales húmedos y renegridos por la oscuridad; en las pequeñas ermitas olvidadas en la vorágine nocturna; en las tiendas encarceladas por la luna; en la solemne y salomónica Pontificia, energúmena en su altivez; en la Casa de las Conchas, olvidada por unos amantes más atraídos por las alucinaciones de diseño que por el romanticismo del beso… Sentía cómo el alma se le salía del cuerpo, cómo se embriagaba con el hechizo de Salamanca, pero le faltó fuerza y le sobró vergüenza para exclamar a los cuatro vientos —o a las dos chicas— lo feliz que era. Se contuvo, no pensaran que se había vuelto majareta o que le duraban los efectos del canuto o que se le habían subido las cervezas. Para ellas, la liricidad y la poesía no se encontraban en la noche, sino en la comunicación. La metrópoli educativa era un marco trivial, aunque cómodo y acogedor de sus vivencias como estudiantes y como jóvenes, pero carecían de la admiración que acompaña al forastero en la exploración de los lugares que visita; hasta era posible que incluso, habiendo pasado multitud de años en ella, la conocieran menos que un concienzudo turista, interesado y enamorado de la ciudad.

Te vamos a llevar a otro sitio que te va a gustar —pronosticó Bárbara.

Las calles próximas a la universidad sí que estaban solitarias, quizá aliviadas del griterío estudiantil y de la farsa docente del periodo lectivo. El jardín, los árboles hieráticos en su profusa vegetación, los bancos fríos y los arriates expectantes habían perdido el halo vital, que no recuperarían hasta que de madrugada los barrenderos con su áspera escoba no los espabilaran con sus arañazos y bastos improperios.

El nuevo bar no tenía ningún cartel anunciador, sino un pequeño letrero en blanco, pegado en semicírculo a la puerta donde ponía Formentera. No pudo darse muchas explicaciones Ambrosio de por qué no le gustó el garito, sin embargo, la primera reacción que le produjo el local, la gente y la música fue negativa. Cuando le pidieron su opinión respondió confirmando los pronósticos bondadosos que habían anticipado sus acompañantes, pero en su yo más íntimo abominaba de todo. El personal que acogía el recóndito bar era estirado y estúpido; la forma de sujetar el vaso de güisqui y de menearlo, con esa ínfula litúrgica y exhalando orgullo por los poros y los dejes de sus conversaciones a plomo y categóricas, le repateaba. Esas miradas fijas y petulantes siempre reflejaban desprecio e inmisericordia con el prójimo y Escaleras los detestaba por ser unos farsantes y ególatras autosuficientes. No le gustaba el bar ni su ubicación. Estaba aislado, no pillaba de paso de ninguna parte; había que ir a propósito. Camuflado en un barrio antiguo, sin pretensiones en su fachada, solo era conocido para los adeptos. Ese aire de exclusividad le daba por culo y le desairaba la música especial que pinchaba el camarero con pinta de campesino impoluto. Excesivamente artificial y bien preparado como para que el alma sencilla del policía no refunfuñara en su fuero interno. Lo que desentonaba en el ritual de modernidad eran los canutos que se prendían continuamente.

Tanto Paloma, la de cabreada jeta, como Bárbara, la de risa de gorgojo, danzaban entusiasmadas con los arpegios de saxofones y trompetas con movimientos rítmicos y femeninos. Ambrosio ensayó moverse del mismo modo, pero al momento cesó, pues se sentía ridículo bailando esos sones que le eran, si no raros, poco inspiradores de ánimo. De hecho, en muchas ocasiones, eso del jazz, por lo menos para quienes no fueran negros, parecía más música para bailar con la cabeza que con los pies.

Cuanto antes se fueran de allí mucho mejor, pese a que las chicas se encontraban a gusto. Además, saludaron y entablaron conversación con el camarero —de lindo peto, estilo primavera en flor— y con algún otro parroquiano. Aunque se aburría, como era educado, esperaba con resignación a que sus compañeras decidieran abandonar el local. Cuando el tedio era más patente, el corazón le dio un vuelco al divisar en el umbral la espigada figura de Seve, el decano de la Facultad de Bellas Artes. Sin tomar conciencia de lo que hacía, se había lanzado a saludarlo como tabla de salvación de su aburrimiento. Se le pasó por la cabeza que no era muy adecuado tanto ímpetu, pero no pudo controlar tanta alegría al encontrar una cara conocida, aunque fuera la del barbudo profesor.

Seve no advirtió la presencia del policía hasta que este le tocó el hombro. Se situó el sempiterno cigarro en la boca para poder saludar con efusividad al conocido y exhaló una satisfecha bocanada de humo en señal de regocijo por el feliz e inesperado encuentro, sobre todo en un sitio de marcha. Antes de decir más palabras, el larguirucho mandatario universitario había hecho un imperceptible signo para que el camarero-labrador les pusiera en el mostrador otras dos cervezas.

Se le pasó por la mente al inspector que, después del saludo, la conversación habría de desembocar en la marcha de sus pesquisas, pero se equivocó de cabo a rabo. En ningún momento demostró el decano el menor interés por esas cuestiones. Pronto se presentó a las dos chicas. A ninguna le resultaba desconocido, no porque lo hubieran visto por las dependencias de la facultad vecina, sino por sus rutinas de sonámbulo empedernido. Invariablemente, cada noche, el decano sentía la urgencia de darse un garbeo por los mismos bares y casi nunca finalizaba el mismo recorrido antes de madrugada. Paloma, a la que se le iluminaron los sombríos ojos cuando se incorporó el recién llegado, se interesó por su resistencia y por las posibles secuelas de esos hábitos tan desordenados, aparentando sufrir en propia carne los estragos de la falta de sueño. Sacudiendo la cabeza y quitando relevancia a estas circunstancias, Seve dijo que durmiendo unas horitas le bastaba.

Venga, tía, cúrrate un canuto —ordenó Paloma con el deseo de celebrar y agasajar la incorporación del eximio decano.

El barbudo profesor no tardó en meter las curiosas narices en el trasiego de papelillos, cigarros y boquillas; no obstante, su genuino interés por esas labores era escaso. Ambrosio se lo olió enseguida: lo que verdaderamente le atraía era Bárbara. También lo vio claro su compañera, que velozmente trató de llamar su atención, interponiéndose entre ambos con el mayor descaro. Cuando el canuto estuvo liado, Paloma se lo ofreció a Seve para que tuviera el honor de encenderlo; sin embargo, se llevó un chasco, pues fue tajante al decir que no fumaba, como si fuera una prescripción facultativa y casi mostrando orgullo por ello, y puso delante el Fortuna, al igual que un cirio pascual que lo guiara en el mundo del vicio y solo él fuera su proclama.

¡Pues vaya rollo, colega! —le soltó con cajas destempladas Paloma, no cortándose en mostrar su contrariedad.

El otro tan solo efectuó un gesto para expresar algo así como «lo tomas o lo dejas». Ambrosio vio que se quedaba apartado. La voz cantante la llevaba el de Bellas Artes, que descaradamente babeaba a Bárbara y a Paloma, que con mil argucias intentaba atraer la disipada atención del profesor. Su enfado no se atenuaba porque, en realidad, avanzaba poco en su propósito; no obstante, su mal humor tenía como blanco a Bárbara, inocente e incapaz de impedir esa dinámica y, al mismo tiempo, incómoda por no interesarle para nada las atenciones con las que la colmaba Seve. Para más inri, el decano cada vez se mostraba más insoportable con sus fruslerías. Testigo de todo ello, Ambrosio tampoco se hallaba muy a gusto. Notaba su zozobra maniatada por ser tarea imposible romper esa situación.


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