Cuando abrió los ojos escocidos, no sabía dónde se encontraba. En un primer momento, creyó reconocer las cortinas familiares del dormitorio de su casa, pero se equivocaba; eran conocidas, mas no las de su hogar, sino las del hotel donde se hospedaba. No supo calcular si era de día o de noche ni la hora aproximada.
Tenía la boca pastosa y reseca, como si hubiera tragado polvo; el estómago, la tráquea, incluso los intestinos necesitaban urgentemente hidratarse. Se incorporó con delicados movimientos, tratando de apoyarse en los codos, según estaba reclinado; pero hubo de desistir, ya que la cabeza le estallaba y se mareaba. Se dio media vuelta y se recostó de medio lado, mirando la ventana que daba a la calle, indagando una referencia en la que fijar su extraviada mirada. Los ojos se centraron en las aberturas y rendijas para averiguar por la luz exterior el momento del día. No entraba ni una partícula luminosa, por lo que se puso furioso al considerar lo tarde que sería. Efectivamente, se tapó la cara con la ropa de la cama y con la mano hizo distintas tentativas hasta rozar el interruptor de la luz. Atrapó el reloj de pulsera dejado en la mesilla y lo introdujo dentro de las sábanas, y a través de la luz tamizada que se filtraba por el paño pudo comprobar cómo se había pasado la jornada.
La calefacción que caldeaba la habitación hasta formar una atmósfera irrespirable, más la nula ventilación durante las horas de sueño, junto al olor a tabacazo de sus ropas, asqueaban a Ambrosio. Él mismo se daba asco. Consciente de la cadena de hechos que le había llevado a pillar una borrachera como no recordaba, le entró remordimiento de conciencia por su poco control y autonomía a la hora de regirse en los compromisos sociales. Para colmo, estaba la irrealidad del tiempo: no saber el momento del día en el que pensaba y existía.
Se alegró de que no hubieran pasado muchas horas. «Una siesta un poco prolongada», se dijo a sí mismo para justificar su gandulería. Dudó si lo había soñado o si era realidad, pues los sueños profundos se pierden en la memoria y se recobran no se sabe cómo. Fue rememorando las escenas más notorias de esa historia onírica, saboreando esa capacidad asombrosa de recordar, pero sin anticipar ninguna secuencia del sueño… Paseaba por la plaza Mayor. No había mucho movimiento en el lugar, ya que una niebla espesa se ataba a las columnas de los soportales. El suelo rezumaba humedad y los faroles alumbraban muy tenuemente en la oscuridad. A lo lejos se oían las campanadas de la catedral, aunque no pudo precisar exactamente la hora, a pesar de ir contándolas una a una. Supo que el escenario era Salamanca, mas, si no se hubiera encontrado en esa ciudad, habría creído que se trataba de un espacio mágico e irreal, muy próximo a esos ambientes descritos y pintados por los románticos decimonónicos. Se sentía libre, un ser al que no le acucian las responsabilidades y que puede deleitarse sin preocupaciones. Llenándose la boca con esa libertad que le urgía a disfrutar y vivir con prisa, se le vino a la cabeza la posibilidad de darse un garbeo por el barrio chino. Un encuentro sin compromiso. Su cuerpo bullía a consecuencia del deseo urgente de estar con una mujer. Solo con pensar en eso, notó su creciente erección. Sin embargo, como persona cabal, se serenó y planificó mejor la parranda. Sería preferible tomarse una copa para hacer tiempo antes de ir por esos lares, pues el reino de la nocturnidad no cubría por completo las calles. A ese fin, ya que le pillaba a mano, entró en el Novelty. En el bar, los contornos de las pocas personas que había se diluían y deformaban hasta parecer seres fantasmagóricos. Solo el mozo que atendía la barra era real. Se había pedido un güisqui y había adoptado una pose de hombre solitario pero seguro. Concentrado en sí mismo, observaba los movimientos del camarero atendiendo a las distintas comandas que le solicitaban los clientes. Ya mediada la consumición, quizá aburrido de vigilarlo, se dio medio vuelta con desgana para inspeccionar el percal a su alrededor. Rápidamente, volvió a mirar de frente porque creyó descubrir en una mesa a Chomín junto a una mujer, los dos se reían… Hasta ahí llegaba la alucinación. De nuevo sintió vergüenza, como la había sentido en el sueño.
La reseca lo anulaba. Por un momento se le pasó por la mente que desaparecería por arte de birlibirloque al transcurrir cinco minutos de reloj. Deambulaba exactamente igual que un zombi por el cuarto de baño, asomándose miedoso para no comprobar los estragos del alcohol en su rostro, hasta la ventana, donde sin saber por qué oscuras motivaciones se entretenía en mirar hacia la calle a través de las minúsculas ranuras que simétricamente se distribuían por la persiana no del todo bajada. Algo irracional, irreverentemente absurdo en una persona adulta, perteneciente al Cuerpo de Policía del Estado. Niñerías que lo desazonaban porque ni tan siquiera conseguían el fin que perseguía, que era apartar la jaqueca etílica. Sintiéndolo en el alma, no le quedó más remedio que entrar de cabeza en la ducha para que el agua gélida del Tormes lo despejara o le diera un soponcio de muy señor mío. Resoplidos semejantes nos los dio jamelgo en el orbe entero. Soplaba como si ardiera. Se frotaba desesperadamente con las manos. Brincaba y bailaba. Cerraba los ojos para no contemplar la tortura que se imponía por no ser un hombre cabal. Tiritaba.
Estos correctivos, una vez superados, le proporcionaron seguridad y hasta cierto alivio, junto a una buena dosis de euforia. Era la demostración palpable de que, aun siendo el ser más insignificante de la faz de la Tierra y el más imperfecto y el más incongruente, y el de menos fuerza de voluntad, todavía podía confiar en sí mismo. Sobre todo, en la capacidad de regeneración en los fracasos y de superación en los momentos de abatimiento. El malestar persistía; no obstante, otro era el espíritu que regía su determinación. Él estaba en Salamanca para descubrir a un asesino y cuáles eran los móviles que le llevaron a cometer un crimen.
Mientras reflexionaba, había extraído muda y vestimenta limpia y perfumada, así que, cuando sonó el teléfono le dio un sobresalto de muerte. Vaciló. Por una parte, si había de contestar, el tiempo que transcurriera entre sucesivos timbrazos serían segundos preciosos para tranquilizarse después del susto; por otra, esperó a que sonara varias veces para asegurarse de que lo llamaban, extrañado de que se pusieran en contacto con él en el hotel. Todo era simple. Hortensia, la recepcionista, le comunicaba que había un tal Chomín que preguntaba por él.
«¡Qué tripa se le habrá roto!», fue lo primero que se le pasó por la cabeza, mientras controlaba los matices de su voz para aparentar normalidad al agradecer a la chica su amabilidad.
Antes de salir del cubículo del ascensor, Hortensia, que lo miraba fijamente, le hizo un gesto para que se acercara al mostrador.
—Perdone usted que le haya molestado. ¿Quizá se encontraba descansando cuando lo he llamado? La culpa —continuó la recepcionista algo acelerada y asumiendo toda responsabilidad por haber perturbado la intimidad del cliente— la ha tenido un señor alto y con barba que lo espera en el bar; aquí, a la vuelta.
Por primera vez, desde que llegó al hotel, Ambrosio fue capaz de mantener la mirada a Hortensia. Desconociendo por qué, cuando no desvió los ojos después de permanecer en silencio los dos, el policía experimentó una inquietud opresiva, dudando de si la recepcionista habría adivinado que era objeto de deseo libidinoso para el cliente. «Las personas somos algo sorprendentes y terribles jueces para con nosotros mismos», pensó Escaleras, al tiempo que buscaba el bar.
En su adolescencia, al notar los primeros efluvios sexuales, en varias ocasiones había incurrido en onanismo pensando y hasta mirando a una vecina de su edad. Ni se acordaba del nombre, pues pronto se trasladaron a vivir a otro lugar. Cuando Ambrosio entraba a su cuarto, lo primero que hacía era escudriñar la vivienda de los vecinos a ver si encontraba a la joven sentada y concentrada en sus estudios. Casi siempre que la divisaba, se acaloraba y un profundo desasosiego lo embargaba mientras esperaba el momento oportuno para que no lo molestaran ni lo sorprendieran con las manos en la masa. Pendiente del menor ruido que delatara la presencia de su madre o de sus hermanos, se masturbaba al tiempo que no perdía de vista a la muchacha a través de los pequeños espacios que no cubrían las cortinas, imaginando un cuerpo femenino que se aproximaba en sus contornos al de esa chica. La satisfacción posterior era leve e, incluso, vergonzante. Pero mucho peor era cuando se cruzaba con ella. Entonces sí que se acumulaba y se dibujaba en su cara todo el apocamiento. Hasta intentaba rehuirla para que no le recordara su postración. Y, si el encontronazo era inevitable, cuando lograba sobreponerse a esa vergüenza, se estiraba adoptando una postura soberbia y provocadora para no dejar aflorar su silenciosa traición.
Chomín lo vio nada más cruzar el umbral del bar y se levantó diligentemente, escrutándolo y sorprendiéndose de que el madrileño estuviera entero.
—¡Uff! ¡Menos mal que te veo vivo y coleando! Me dejaste preocupado. No quisiste que te acompañara hasta el hotel y un remordimiento de conciencia me carcomía. ¿No ha sido nada? —concluyó Chomín aliviado y olvidando acto seguido toda su preocupación.
A Ambrosio no le gustó en absoluto que su borrachera hubiera transcendido. Habría preferido que su compañero de juerga no se hubiera percatado, por lo que no le contó nada de lo mal que lo había pasado, procurando echar una losa sobre el asunto.
Pidió un café solo, dispuesto a no dar mucha conversación al salmantino. No sabía quién le había dado vela en ese entierro para ir a buscarlo a esas horas. La verdad es que no lo acompañaba un ánimo muy alegre. Observaba la crema espesa del café. El azúcar vertido sobre el líquido fue absorbido de golpe después de permanecer unos instantes flotando en la masa densa, como si fueran arenas movedizas. Escaleras movía con parsimonia la cucharilla a pesar de que el edulcorante se había diluido.
—Escucha —susurró Chomín con el fin de rescatarlo de su mal humor—, sé que no te sientes muy en forma, pero he creído poseer la suficiente confianza para llamarte porque creo que el cantamañanas al que pedí informes tiene noticias muy interesantes. Se pasó por comisaría para hablar conmigo.
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