La música se fue apagando en su conciencia para dejar paso a rumores incomprensibles, procedentes de los corros de clientes próximos. Continuaban sus dos acompañantes sentadas con él y, con la mayor naturalidad, indiferentes a su presencia, seguían hablando, como si se hubieran olvidado de su existencia. Dominando de nuevo su ser, se hizo el remolón y alargó el letargo dulce en el que se había sumido. A hurtadillas exploraba la realidad más inmediata: las charlas en lengua extranjera y la decoración del establecimiento. Se trataba de un café muy amplio, con mesas de mármol y sillas tradicionales; la barra muy larga y alta, con un mostrador de madera noble; en las paredes colgaban enormes espejos que por un efecto de óptica multiplicaban las dimensiones del ilustre bar. Pronto comprobó, no sin cierta perplejidad, que la mayoría de las personas que se desparramaban por el local eran extranjeras, no ya solo por los diálogos apenas inteligibles, sino porque se hablaba un español solemne y relamido, pero con multitud de incorrecciones sintácticas y léxico inadecuado al contexto comunicativo. Las conversaciones no eran naturales y apropiadas a la amena charla de una tertulia, sino artificiales, como si más bien fueran intercambios de conversación entre estudiantes extranjeros y nacionales. El énfasis y la entonación eran malsonantes y los temas, tópicos.
Se acercó titubeando la taza del café humeante y dio un pequeño sorbo. El sabor era desagradable y muy fuerte.
—¡Hombre, por fin te vas espabilando! ¡Qué alegría! Parece que vas recobrando el color —lo saludó una voz de conejillo, fina y estridente. Una amplia sonrisa y unas gafas redondas lo miraban con la incertidumbre de si la recuperación del convaleciente era absoluta.
—Gracias —fue lo único que se le escapó, avergonzado.
—No hay de qué —le respondió una voz áspera y varonil con la misma entonación formal, aunque sin dejar de sonreír desenfadadamente. Ambrosio hubo de contener su sorpresa, al provenir de una mujer.
El atribulado policía no acertaba a encontrar las palabras para romper la distancia con las desconocidas. Cerraba las manos debajo de la mesa sin percatarse de la tensión que se le acumulaba por momentos.
—¡Ah, por cierto, qué despiste! Yo me llamo Bárbara y la colega, Paloma —se presentó la primera al tiempo que se incorporó para proporcionarle dos sonoros besos, a los que correspondió torpemente. La otra solo le tendió la mano.
De las dos samaritanas, la que despertó una inmediata simpatía fue Bárbara. Era bajita pero muy guapa. Lo más interesante era su mirada, de grandes ojos negros. Sobresalía también el envidiable color cetrino de su piel. Fue ella quien tomó la iniciativa para romper las distancias de un modo natural. Sus movimientos eran desgarbados y hacía gala de un humor fino, que atenuaba con la perpetua risa de su boca. Lo que más gracia le causaba a Escaleras eran los frecuentes meneos elegantes de su media melena. La de voz varonil y ronca era bastante reservada y su fisonomía menos agraciada que la de su compañera: era mucho más corpulenta y basta; sin embargo, lo repulsivo era su voz dura, que producía la sensación de estar cabreada al hablar. Además, la que llevaba la voz cantante era Bárbara, que observaba, desde una posición en retaguardia, como si fuera la encargada de cubrirle las espaldas, cómo se desarrollaban los acontecimientos con el desconocido. Paloma lo miraba y Ambrosio se sentía de la misma manera que si lo estuvieran desnudando. Ante ella, era imposible no ponerse nervioso.
—Yo me llamo Ambrosio —se presentó, temeroso no de su profesión y su cometido, sino de pronunciar con claridad su nombre, poco corriente.
—¡Vaya, vaya! Conque Ambrosio. No me acuerdo de nadie que se llame así. Es muy curioso —se extrañó Bárbara.
No deseando adentrarse en esos derroteros, el inspector se llevó la taza a los labios para romper la dinámica de la conversación y evitar entrar demasiado en detalles de su vida. El carajillo no le estaba sentando mal, notaba más asentado el estómago.
—¿Sois estudiantes? —indagó tímidamente, percatándose de lo tópico y ridículo de su pregunta.
—Bueno, algo parecido debemos de ser, aunque lo que está a la vista es que no muy buenas. Alguna vez nos da por ir a la facultad y estudiamos cuando hay un examen cerca… —salió del paso con una respuesta evasiva Bárbara.
Cuando siguió preguntando y descubrió que eran estudiantes de Psicología se sintió gratamente sorprendido, pues era como si los tres hubieran compartido una experiencia vital que los aunara. Ellas no supieron calibrar esta reacción de sorpresa del desconocido.
—Y tú, Ambrosio, ¿qué haces por aquí? —lo interrogó fríamente Paloma.
Sabía que era inevitable la pregunta. La esperaba y mentalmente había ensayado distintas respuestas, si bien a su mente embotada no se le había ocurrido como solución ninguna otra que la de decir que era estudiante. No sería difícil creérselo. Pero en el último momento, Ambrosio no echó mano de esa contestación. Tan claro vio que las dos chicas no se creerían que era un universitario que se hubiera muerto del ridículo si no hubiera improvisado otra respuesta.
—No soy de aquí; estoy de paso por motivos laborales —afirmó humildemente.
En muchas ocasiones, las preguntas en conversaciones vanas e intranscendentes no son formuladas para despejar dudas e ignorancias o como reflejo del interés por el que las realiza, sino como meros formulismos para llenar huecos fríos de un proceso comunicativo en el que los interlocutores intervienen no tanto por gusto como obligados por circunstancias diversas. Si la intervención es muy larga o compleja o enrevesada, pronto el que escucha deja de prestar atención, esencialmente porque ya cumplió el propósito inmediato con el que formuló la pregunta. Si Escaleras hubiera contestado que era policía, con seguridad habría logrado copar la curiosidad de las estudiantes; sin embargo, la ambigüedad, la huida por la tangente y los síntomas peligrosos de una respuesta prolija, como la que estaba dispuesto a proporcionar, tuvieron el efecto de inocular a sus acompañantes el desinterés más supino.
En el momento en que se percató de que no lo escuchaban, Ambrosio sintió el aldabonazo apropiado para recapacitar y ponerse en la piel de las dos chicas y comprender que era completamente normal que su vida no les interesara lo más mínimo… Además, era una hora oportuna para recogerse. Ya estaba bien de impresiones fuertes por esa noche. Sin decir nada, oteaba el deambular de los camareros para pagar lo consumido. Y tardaron mucho en dejarse cazar. Le tendió un billete a uno de ellos y esperó la vuelta con paciencia.
—¿Conoces la marcha de Salamanca? —le sorprendió Bárbara con esta pregunta que más bien era una invitación a que no se despidiera con tanta urgencia.
Iba a contestar que ya era muy tarde y que al día siguiente debería ser puntual con su cita en las investigaciones, pero no tuvo oportunidad.
—¡Venga! ¡Total un par de cervecitas! —continuó animándolo Bárbara, mientras Paloma, sin decir nada, parecía dar su anuencia.
No lo dejaron recapacitar. Cada una lo agarró de un brazo y con la mayor confianza se lo llevaron a los inciertos caminos nocturnos de una ciudad que para él era un monstruo que le producía pavor. Junto a ellas sentía una mezcolanza extraña. El calor y el roce infantil con el cuerpo de las dos jóvenes le producían la soberbia de la lujuria y la protección y seguridad de lo femenino, pero la despreocupación y la naturalidad con la que lo trataban le inducían a ser prudente y a pensar mal por si se equivocaba. «Muy bien pueden ser unas golfas que vete tú a saber qué buscan contigo», le recordaba la parte más negativa de su espíritu instructor. Esta advertencia lo ponía tenso al pensar que, de cualquier rincón, de un oscuro portal, algún compinche saldría de improviso y lo atacaría por la espalda para robarlo. También su mente proverbial le anticipó que quizá recurrirían a echarle en la bebida alguna sustancia que le produjera sueño, para de este modo apropiarse de todas sus pertenencias. Incluso que, tanto una como la otra, fueran dos vulgares meretrices que intentaban cazarlo con las armas invisibles de la seducción para sacarle los cuartos una vez que hubieran hecho el amor con él y le exigieran su remuneración… «Claro, que, pensándolo detenidamente, ellas deberían ser reacias con un desconocido y, además, ¡qué coños!, ¿no soy un policía? No me voy a asustar con estas memeces». Escaleras terminó por convencerse de que no era muy razonable atormentarse por hipotéticas malas pasadas que, en cualquier caso, serían fáciles de solventar mostrando su arma. Se relajó, dispuesto a disfrutar de la compañía de las dos simpáticas estudiantes de Psicología y de la noche salmantina.
Lo llevaron a un bar que ellas llamaron El Arenas. Lo ponderaron sobre todo porque en él pinchaban muy buen rock y con un sonido inmejorable. Condicionado con la descripción, lo primero que hizo al entrar en el garito fue fijarse en esos detalles y confirmar la opinión de sus anfitrionas. Le gustaba la música. Pensaba que a todo el mundo le debería gustar, entendiendo por música algo que sonara más bien bajo, que se pudiera canturrear en castellano o que sirviera para bailar agarrado con la novia. En esos estrechos parámetros, incluía a cantantes como Julio Iglesias, ante el que se quitaba la gorra por su maestría; José Luis Perales, su gran ídolo, porque lograba una identificación casi total con las letras de sus canciones, y alguno más en esa línea. A instancia de la curiosidad de sus dos acompañantes, de los conjuntos pop más recientes del panorama musical español, soltó por compromiso y tratando de congraciarse y aproximarse a las hipotéticas apetencias que él creía serían de su agrado, Hombres G, como si fuera una apuesta por la modernidad de sus gustos. La música extranjera le daba lo mismo que fuera de calidad o no, simplemente la rechazaba, ya que no le llegaba al alma al no entender ni papa. Sin embargo, las vibraciones que transmitían los altavoces en ese bar le resultaban agradables, a pesar de que atronaban y de que la mayoría de las canciones eran en inglés o de grupos españoles de mal gusto, como el gilipollas de Ramoncín, el rey del pollo frito. Allí, en ese local, junto a las dos samaritanas, por la noche, con una cerveza entre manos, podía soportar e incluso disfrutar con agrado esas músicas extrañas. ¡Quién se lo hubiera dicho!
Sus acompañantes no se interesaron por sus cometidos en una ciudad ajena, ni por sus funciones laborales, ni por su edad, ni por su residencia… En cambio, cuando les confesó que estaba casado aunque sin familia, ahí, en este tema, sí que sintieron curiosidad por conocer el nombre de su esposa, cuánto tiempo llevaban juntos, a qué se dedicaba ella, cómo era, qué edad tenía… Sin saber bien por qué, Escaleras sacó la conclusión de que, después de confesar su estado y que tenía mujer, las posibilidades de ligar con ellas habían desaparecido por completo, sin que por ello sus dos amigas dejaran de ser amables con él. También él se alegró en cierta medida de que la nube de la duda que campeaba sobre ellos se despejara. Ninguno de los tres presentaba ningún interés amatorio y, por lo tanto, eran libres de hablar y comportarse sin la artificiosidad que rodea el proceso de acercamiento amoroso en esas situaciones de ligue nocturno. Sin embargo, una pequeña mota de melancolía se impregnó en su alma, pues no dejaba de reconocer que Bárbara le hacía tilín.
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