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Segunda carrera

  Viajaba contento y muy excitado en un Renault 4 camino de Salamanca, donde había estudiado en su renombrada universidad. Estaba eufórico porque era viernes, día laborable a todos los efectos, y tenía la sensación de estar escaqueándose del trabajo, si bien su ausencia era justificada: se examinaba de una asignatura de la nueva carrera que había iniciado. Sí, a sus treinta y pico años, después de unos cuantos dedicados a la docencia, sentía nostalgia de su época estudiantil y había decidido reemprender su antigua actividad comenzando los estudios de Psicología, ahora con el propósito de aprender por placer. Aunque le pareciera a veces un espejismo, pensaba, por las asignaturas que había ido aprobando, que era un alumno brillante. Sin lugar a dudas, las notas hasta el presente confirmaban esa realidad, no obstante, intermitentemente, se acordaba de que el expediente de su anterior licenciatura había sido mediocre. Pero en esa etapa de su vida era distinto: creía ser una persona madura
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Sara

  — Seguro que este cabrón no llama. Eso ya me lo sé. Las últimas señoras y hombres solitarios abandonan la carnicería con sus compras para el fin de semana. Los odia y, a la vez, le dan risa. Ellas, sorprendidas: esas horas y sin comida. Ellos, con la angustia de estar sin víveres para el sábado y el domingo, y tener que tomarse bocatas aceitosos y menús baratos en bares de mala muerte, o discurrir cómo apañárselas con los huevos que aún quedan en la despensa. Está harta. Desea escapar. Recoger y fregar todavía. ¿Es que no tiene fin este jodido día? El sonido de la caja registradora le parece la batería de Judas Priest; las voces de las clientas para pedir vez, gritos del cantante de Iron Maiden; el cuchillo afilando, un solo de guitarra; la voz del jefe, chillidos de Keen Murgy y la respuesta de las empleadas, el coro de espectadores que le responden que las deje en paz. Estaba dispuesta a lanzarle cualquier día un mazacote de carne picada. Qué imbécil es el pobre. Se limpia l

El carnicero se echa un cigarro

Las vistas urbanas permanecen inmutables pese a las remodelaciones que de vez en cuando los ayuntamientos emprenden. Llevo viviendo más de treinta años en esta ciudad y puedo asegurar que las inmediaciones de la iglesia de La Asunción siguen igual que las vi la primera vez: las palmeras ya se erguían en su afán por emular la alta torre, en los bancos de metal se sentaban las madres mientras vigilaban los juegos de sus hijos, y los viejos a contemplar el ajetreo comercial de las calles del centro y de las tiendas de alrededor… Hoy la iglesia permanece intacta, y la plaza, con sus arriates verdes y sus bancos ocupados, son los mismos. Lo que ha cambiado son la frecuencia de los ritos religiosos que se celebran en el interior del recinto eclesiástico. Estas reflexiones me surgieron después de la conversación que mantuve con el dependiente de una carnicería, cuyo establecimiento se ubica en la pequeña plaza situada al lado de la iglesia. Había entrado en la biblioteca a dejar un libro

No dejabas de mirar

  No dejabas de mirar, estabas sola Completamente bella y sensual Algo me arrastró hacia ti como una ola Y fui y te dije "hola, ¿qué tal?" “ Gavilán o Paloma”, canción compuesta Rafael Pérez Botija Estaba sola, apartada un poco adelante de la barra del bar, en las áreas iluminadas que cambiaban sucesivamente conforme giraban los focos de la pista. Aparecía por un momento y luego su zona quedaba en penumbra. Era como una diosa mulata, pequeña, sinuosa, con la cara triste de una niña castigada. El miedo a que no estuviera allí en el próximo recorrido del haz de luces paralizaba al joven situado al lado contrario de la pista de baile. Parecía hallarse en una hornacina rodeada de botillería. A veces apoyaba una mano en la barandilla que separaba la zona alta de la barra del resto de la discoteca. En su mano mantenía un vaso alto del que sobresalía una pajita con la cual sorbía pequeños tragos. Para ello inclinaba la cabeza hacia la mano. Podía adivinar una raya que s