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Mostrando entradas de enero, 2024

Aprender lo que es la vida

El sol de la tarde inundaba de luz la sala y la alcoba anexa de la casa de sus abuelos. Le fascinaban esos rayos que escudriñaban los rincones interiores de aquella habitación ciega. Entraban por la puerta iluminando el suelo, donde se adivinaban algunas pelusillas, y lentamente su claridad ascendía por la pared hasta encender las casi invisibles telas de araña. La tía se enfurecía al descubrir esa suciedad que se escapaba a su tesón, que la impulsaba desde la mañana a dejar las distintas habitaciones de la casa impolutas. La estancia era amplia. Por todo el perímetro se repartían sillas de madera barnizada, siempre relucientes, porque rara vez se usaban, si no era para festejar un bautizo, una comunión o un enlace matrimonial, o durante los largos velatorios. La tía cuidaba que no hubiera una mota de polvo en ellas; con un paño, las sobaba de arriba abajo. Había también una cómoda, y sobre su repisa algunas fotos familiares de niños en traje de comunión, o de los hijos recién casados

20. Los chivatos

20. Los chivatos El chico que atendía en la barra se entretenía consultando la pila de discos y cintas de una estantería. Miraba sus carátulas buscando quizá alguna canción en particular. Se agachaba y recorría la colección de vinilos como si acariciara el fuelle de un acordeón. Entre tanto, Ambrosio Escaleras lo vigilaba atento, para que, cuando se diera la vuelta, lo descubriera, pero el larguirucho muchacho continuaba absorto en su misteriosa búsqueda musical. El policía sentía cómo iba desazonándose. No era de esos que inmediatamente arman bulla en los bares cuando no sirven como es debido; sin embargo, le sacaba de quicio que el camarero no lo atendiera rápido y que, a la hora de pagar, no le cobraran al pedir la cuenta. Ahora bien, una cuestión la tenía muy clara: no había peor solución en esas situaciones que enfrentarse al barman. Lo único que lograba era un enfado que le enturbiaba la sangre y que el café no le sentara bien. Por eso, armado de toda la paciencia que Dios le hab

19. Las caballerizas

  19. Las caballerizas Al personal que se sentaba en las mesas situadas estratégicamente en el lateral de los grandes ventanales —a través de los cuales se controlaba el deambular de los transeúntes por la rúa— no le importaban para nada los clientes que permanecían de pie. Los que estaban sentados sentían más curiosidad e interés en sus pláticas o en el movimiento de peatones que en lo que se murmuraba a su lado. El grupo de los que se encontraban sentados estaba formado principalmente por dos variedades de clientes: estudiantes patrios, cuyo principal objetivo era, más que ir aprobando los cursos, ligar con cuantas más extranjeras mejor; y americanas que deseaban conocer a españoles para disfrutar del año de libertad y placer que les proporcionaba su estancia en España y, además, realizar intercambio de conversación. Sabían ambas agrupaciones que aún no era la ocasión oportuna para esos flirteos, pero su impaciencia, disimulada con ardides banales como leer La Gaceta Regional o E

18. La cotorra

18. La cotorra Desde que había llegado a Salamanca, Escaleras había advertido que era manejado como un muñeco de guiñol. Los acontecimientos se encadenaban en una rueda que giraba independiente de los impulsos o frenazos, ambos escasos, que se atrevía a aportar al devenir. Sin querer se vio arrastrado —eso sí, de manera cortés—, agarrado cariñosamente del brazo por el colega desconocido hasta la barra de otro nuevo bar. — ¡Tienes suerte de que te haya liberado pronto de las garras de «la cotorra»! Si hubieras permanecido, aunque solo hubieran sido diez minutos más, el dolor de coco que habrías pillado habría sido cojonudo —le dijo su interlocutor a manera de descargo para explicar la actitud tan firme con la que lo había apartado del parlanchín. El bar de la comisaría era una estancia pequeña, a todas luces habilitada para ese menester de manera improvisada y con una atmósfera densa y cargante. A esas horas apenas si se podía respirar. La camarera, que afanosamente se agitaba al o

17. Los asesinatos del amor

17. Los asesinatos del amor Cuando al día siguiente abrió los ojos, lo primero que le llamó la atención fue distinguir una luz limpia que se adentraba en la habitación. El sol había despertado esa mañana sin las legañas nebulosas de los días de humedad. Corrió los visillos y su alegría atmosférica se enturbió enseguida al descubrir un gélido manto blanco sobre los tejados. El sol lucía, pero a esas horas la reina climatológica era la omnipresente escarcha. En la calle los coches aparcados a la intemperie estaban rebozados en rocío en espera del baño de luz y calor del sol. Un tanto desanimado por la falsa impresión, Ambrosio se sentó en el lecho. Apoyó los brazos en la rodilla y se sujetó con las dos manos la mamola. Por un momento echó en falta su cama, su casa, su trabajo y a su esposa. ¿Para qué coños le tenían que haber enviado a él a esa ciudad? El caso no le interesaba lo más mínimo, no porque la trama y los móviles no le atrajeran profesionalmente, sino porque le sucedía lo mism

16. Unamuno

16. Unamuno El camarero, haciendo gala de una cortesía inesperada, les rogó que, si eran tan amables, abandonaran el bar, porque el comedor cerraba sus puertas a las cinco. Los tres miraron su reloj de pulsera y comprobaron con sorpresa y fastidio cómo se había pasado el tiempo. El día se había ido despejando y el sol había borrado imperceptiblemente la húmeda niebla de la mañana con tiernas caricias y cosquillas alegres. En ese momento el astro ardoroso doraba las edificaciones en un intento baldío de dejar suficiente luz y vida hasta la jornada siguiente. Los campanarios de las dos catedrales y de las iglesias y las fachadas de los colegios mayores y de los bloques de pisos refulgían como calabazas, oreándose de la marea con la que eran castigadas por una climatología opaca, propiciada por el abrazo profundo del río Tormes. En el limpio firmamento volaban las cigüeñas en su trajín divertido de tomar y llevar objetos insólitos al nido, situado en el crudo vértice de los escuálidos

CANTERO, CAPÍTULO VIII (PRIMERA PARTE)

  La vuelta a la cantera y al trabajo cotidiano no fueron un bálsamo que calmara la inquietud de Cantero después de las no acostumbradas vacaciones impuestas por una climatología exigente y unas fiestas que le habían dejado un poso de amargura que iría creciendo de modo gradual impulsado por esa levadura nefasta que envenenaba todo su pensamiento. La cantera le parecía extraña; hasta la herramienta, al agarrarla para comenzar a picar, le resultaba más fría que de costumbre. Las piedras que lo rodeaban lo miraban con animadversión, como a un ser despiadado que se proponía desentrañar su núcleo compacto y esparcirlo por lugares alejados de su nicho. El cielo ceniciento, testigo opaco de su quehacer, impregnaba cada uno de los rajos esparcidos y de las losas y bordillos ya muertos preparados en el cargadero en espera del camión que los sacaría de aquellos parajes para servir de suelo firme en las grandes ciudades. Los chaparros, las berceas, las matas de hierbas parecían a punto de langui