El sol de la tarde inundaba de luz la sala y la alcoba anexa de la casa de sus abuelos. Le fascinaban esos rayos que escudriñaban los rincones interiores de aquella habitación ciega. Entraban por la puerta iluminando el suelo, donde se adivinaban algunas pelusillas, y lentamente su claridad ascendía por la pared hasta encender las casi invisibles telas de araña. La tía se enfurecía al descubrir esa suciedad que se escapaba a su tesón, que la impulsaba desde la mañana a dejar las distintas habitaciones de la casa impolutas. La estancia era amplia. Por todo el perímetro se repartían sillas de madera barnizada, siempre relucientes, porque rara vez se usaban, si no era para festejar un bautizo, una comunión o un enlace matrimonial, o durante los largos velatorios. La tía cuidaba que no hubiera una mota de polvo en ellas; con un paño, las sobaba de arriba abajo. Había también una cómoda, y sobre su repisa algunas fotos familiares de niños en traje de comunión, o de los hijos recién casados