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17. Los asesinatos del amor

17. Los asesinatos del amor

Cuando al día siguiente abrió los ojos, lo primero que le llamó la atención fue distinguir una luz limpia que se adentraba en la habitación. El sol había despertado esa mañana sin las legañas nebulosas de los días de humedad. Corrió los visillos y su alegría atmosférica se enturbió enseguida al descubrir un gélido manto blanco sobre los tejados. El sol lucía, pero a esas horas la reina climatológica era la omnipresente escarcha. En la calle los coches aparcados a la intemperie estaban rebozados en rocío en espera del baño de luz y calor del sol.

Un tanto desanimado por la falsa impresión, Ambrosio se sentó en el lecho. Apoyó los brazos en la rodilla y se sujetó con las dos manos la mamola. Por un momento echó en falta su cama, su casa, su trabajo y a su esposa. ¿Para qué coños le tenían que haber enviado a él a esa ciudad?

El caso no le interesaba lo más mínimo, no porque la trama y los móviles no le atrajeran profesionalmente, sino porque le sucedía lo mismo que al comisario jefe, que no encontraba el hilo del que tirar para orientarse. La noche anterior, al quedarse solo, le había entrado un ataque de desolación, ya que se sentía impotente para llevar las riendas de la investigación. Llegó a pensar que las pesquisas lo superaban y que, aunque estuviera toda su vida buscando, no llegaría a descubrir las claves del crimen del diputado. En un primer momento se ilusionó porque los dos profesores podían haber levantado la liebre; era como una intuición, una corazonada de que por ahí había sustancia, pero, en realidad, ¿qué le habían revelado? Nada, que el tal Eustaquio era un poco calavera y que le gustaban en demasía las faldas… Aunque así fuera, aunque realmente tuviera su importancia, las investigaciones en las que se mezclaban asuntos de mujeres le ponían malo porque adquirían tintes sibilinos e irracionales. Al ladrón que roba no se lo perdona, si bien se lo comprende y se ve claramente cuáles fueron sus intenciones; al que, fruto del mono, pincha a otro, se le pega un par de leches para despejarlo, mas, al final, se saca la conclusión de que es un pobre hombre; el que mata a alguien es un criminal, sin embargo, en el fondo, se piensa «¡qué cojones más grandes tiene, se lo ha llevado por delante! Algo le habría hecho». Pero ¿quién puede comprender racionalmente los delitos del amor? Si fuera el caso por esos derroteros, se podía preparar.

Abrumado por la incertidumbre y fatigado como solo se está cuando se visita una ciudad desconocida para realizar una serie de gestiones que se salen de la rutina, el policía se encerró en su cuarto sin ganas de nada. Cuando la noche anterior se derrumbó en la cama, toda la fatiga acumulada del largo día se aposentó en sus piernas, que se volvieron pesadas y perezosas. Su voluntad flojeaba y no tuvo la suficiente fuerza para darse una ducha. «Un poquito más, solo otro rato mientras me sale el cansancio», se dijo y cuando se quiso dar cuenta era tan tarde que casi se le pasa la hora de cenar. Bajó no porque tuviera hambre, sino por temor a que a medianoche se despertara con apetito. Y sin ducharse, engañándose al posponerla hasta antes de meterse en la cama, se dirigió al comedor como si fuera una obligación que debía cumplir puntualmente todos los días. Sentado solo en una mesa, sin fijarse en el resto de los comensales, despachó aceleradamente los platos para regresar cuanto antes a sus aposentos. Nada más abrir la puerta de su habitación contempló la cama con la colcha arrugada e, imantado por el mullido colchón, se dejó caer como si fuera un árbol tronchado. Con un supremo arresto descolgó el auricular para comunicarse con su esposa. Poco le pudo contar de su aventura salmantina, pues aún permanecía enfadada y no cesó de lanzarle improperios por ser el hazmerreír de la comisaría. Aguantó de nuevo estoicamente aquel chaparrón, procurando cobijarse con escuetos monosílabos que por la distancia y las dificultades de transmisión parecían provenir de las profundidades sinuosas del más misterioso océano. Se desnudó sabiendo que sería la última tarea de la jornada y se adentró en el mundo blanco de los sueños hasta que la luminosidad del amanecer lo despertó.

Comprendía que debía espabilarse, pero las fuerzas le flaqueaban. Habiendo dormido de un tirón, aún tenía la sensación de no haber desterrado el cansancio de su cuerpo. La suciedad y el olor corporal formaban parte de su pereza mental. Se encontraba en el dulce limbo de la desgana y la apatía y estuvo luchando entre el sí y el no a desnudarse e introducirse debajo del chorro ardiente de la ducha. Al final, una voz recóndita, casi apagada, de su más clara conciencia le recordó sus obligaciones profesionales, la conveniencia de clausurarlas prontamente y, para ello, nada mejor que una ducha que despejara la modorra antes de meterse de lleno en ellas.

En el vestíbulo, al volver la mirada hacia la plaza porticada de la recepción donde esperaba encontrar a su azafata favorita, se topó con la cabina telefónica y recordó que debía ponerse en contacto con su jefe. Primero desayunó, esperando que el efecto estimulante del café acabara de desterrar la somnolencia, y luego llamó a su jefe:

Diga. Al habla el comisario Ataúlfo.

Ambrosio no esperaba que directamente sonara el vozarrón de su superior y lo pilló desprevenido.

Soooy Escaleras, jefe, desde Salamanca.

¡Vaya! ¡Ya era hora, Escaleras! ¿Dónde coños te metes, que nos tienes dejados de la mano de Dios? ¿Qué tal de titis hay por Salamanca? Venga, joder, no te cortes, cuenta algo. Oye, antes de que se me olvide, que te pases lo antes posible por la comisaría de allí… Sí, ya sé que te dije que te movieras a tu aire, pero olvídate, no sé qué coños te querrán, pero algo tendrán que decirte. Bueno, ¿no te cuentas nada? ¡Joder! ¡Ah! Otra cosa, ¿qué tal el hotel? ¿Estás a gusto? Si ves que tal… te cambias a otro. Tú, Escaleras, a lo grande; no te cortes para nada. Y no tengas prisa; el tiempo que necesites. Remueve bien la mierda por allí, porque por aquí, chico, nada; pero nada de nada. Bueno, pues lo dicho, si no necesitas de mí, te dejo, porque por aquí ya sabes que no falta que hacer. A propósito, si te surge algo, tengo un conocido que vive en Salamanca del que no me acordaba; es un teniente coronel destinado en Caballería. Así que, si te encuentras en algún apuro, ponte en contacto con él con toda confianza, le dices que vas de parte de Marrano Colorao. ¡Ya verás qué sorpresa le das! ¡Ale!, si no te cuentas más, te dejo. ¡Hasta pronto!

Cuando se quiso percatar, del auricular provenía un pitido continuo y estridente. Colgó y salió desconcertado. Aunque, bien mirado, el comisario le había dado una orden que despejaba los momentos de vacilación. Por otra parte, recapacitando sobre cómo se presentaba el caso, parecía inevitable ponerse en contacto con Salamanca más pronto o más tarde y contar con su colaboración. Y lo que es más importante, según veía el asunto y comprobando que su superior continuaba escurriendo el bulto, lo más prudente era no tomar muchas iniciativas particulares y adaptarse al lento aparato de la investigación oficial, colectiva y anónima. Nada de protagonismo en una historia en la que llevaba todas de perder. No iba a ser tan tonto como para cargarse con el muerto. ¿Qué querían, que se pusiera a las órdenes de Salamanca? Fenomenal. Así él sería una pequeña ruedecita de la maquinaria pesada de la Policía. Total, por mucho que trabajase y se desviviese por el caso, al final los honores irían a recaer en otros.

Al abrirse la doble puerta automática del hotel y avanzar a la plataforma de las escaleras, fue abofeteado por el viento gélido y cortante, mensajero del hielo. Dudó si trasladarse a la comisaría en taxi, pero inmediatamente se sobrepuso al miedo al frío y optó por dar un paseo. Además, le informaron de que las dependencias policiales se encontraban a dos pasos de allí. Se dirigió al primer lugar de referencia, la Gran Vía, la arteria central de la ciudad. El inspector se admiraba de que la gente, aun haciendo tan malo y la hora temprana, pululara por las calles con el afán y las prisas propias de las hormigas en el estío. En los aledaños de la plaza Mayor se concentraba el comercio de alimentos: la plaza de abastos, los pequeños puestos ambulantes de hortalizas situados en el perímetro del edificio y los mercados de frutas en las recónditas plazas. Los comercios todavía no habían abierto, pero el trasiego era considerable. De los bares repletos de parroquianos salía la humareda propia de un ambiente cargado de humo de tabaco y de los vapores de los ardientes cafés que los clientes consumían para ahuyentar la humedad de las entrañas. Escaleras se deleitaba con el espectáculo sorprendente del gentío, al que veía alegre y sonriente, frotándose las manos para que estas reaccionaran, abrigándose, dando saltos para desentumecer los pies, hablar con energía y derramar vaho. Esa gente, con sus sencillas ocupaciones, le fascinaba hasta el punto de sentir envidia.

La Gran Vía, en cambio, era el símbolo de la laboriosidad ajada, estéril y anónima. La circulación era densa e interrumpida por frecuentes semáforos que regulaban el tráfico de manera anárquica. En esa calle se concentraba el mundo oficial de los ministerios, del Gobierno Civil, de Correos, de los juzgados, de los bancos… y, por supuesto, allí, de espaldas al edificio postal, se hallaba la comisaría.

Al entrar se llevó una sorpresa morrocotuda. Sin saber muy bien por qué, esperaba encontrar unas dependencias semejantes a las de Madrid, de tal forma que, cuando contempló las paredes descoloridas con desollones, los muebles ancianos, los suelos marrones y rodapiés caídos, en la penumbra creada por una solitaria bombilla de 60 vatios, se pasmó de las condiciones tan deprimentes en las que trabajaban otros colegas. Ese aire de decrepitud se podía también sentir en los mismos compañeros. Eran mayores y en su cara se reflejaba el deseo de la pronta jubilación. La gallardía de ánimo y la pulcritud del atuendo habían ido poco a poco desapareciendo a medida que sumaban años de antigüedad. A su edad, no se inmutaban por nada ni aparentaban modales educados en su servicio al público. En tanto que Escaleras se presentaba al que estaba de guardia, este no hizo ademán de sacar la mano del bolsillo ni de tirar el cigarro que insolentemente fumaba mientras la metralleta le colgaba del cuello como si fuera la guitarra de un músico de la tuna.

¡Vaya! ¡Vaya! Así que vienes de Madrid. Seguro que te mandan por lo del diputado. ¿A qué sí? Ves. Ya lo decía yo. Bueno, ¿y qué tal por la capital del Estado?

Hasta entonces Escaleras nunca había visto plasmado el aburrimiento y las ganas de plática en una cara como la de ese buen hombre. Algo en su interior lo previno. Si no cortaba rápidamente esa conversación, lo enredaría hasta que concluyera su turno. Menos mal que la fortuna se alió con él y fue rescatado del precipicio de un coloquio eterno.

¿No serás tú Escaleras? ¿Ambrosio Escaleras Arriba?

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