La vuelta a la cantera y al trabajo cotidiano no fueron un bálsamo que calmara la inquietud de Cantero después de las no acostumbradas vacaciones impuestas por una climatología exigente y unas fiestas que le habían dejado un poso de amargura que iría creciendo de modo gradual impulsado por esa levadura nefasta que envenenaba todo su pensamiento. La cantera le parecía extraña; hasta la herramienta, al agarrarla para comenzar a picar, le resultaba más fría que de costumbre. Las piedras que lo rodeaban lo miraban con animadversión, como a un ser despiadado que se proponía desentrañar su núcleo compacto y esparcirlo por lugares alejados de su nicho. El cielo ceniciento, testigo opaco de su quehacer, impregnaba cada uno de los rajos esparcidos y de las losas y bordillos ya muertos preparados en el cargadero en espera del camión que los sacaría de aquellos parajes para servir de suelo firme en las grandes ciudades. Los chaparros, las berceas, las matas de hierbas parecían a punto de languidecer. Presentía que la jornada no resultaría fácil. Tenuemente llegaban los golpes de otros canteros que con pereza ya habían dado los primeros porrillazos sobre los punteros. A otros, la resaca los impediría la incorporación al trabajo hasta después de comer. ¡Cómo envidiaba a estos compañeros que se entregaban con absoluta dedicación al alcohol! Su alma se encontraba anestesiada frente a un destino sin esperanza. Su sufrimiento se limitaría a sobrellevar la mañana del lunes como pudieran, aunque fuera a rastras; puede que, incluso, aprovecharan para dormir acurrucados al abrigo de una gran piedra y recuperar el sueño perdido las noches pasadas. Para no agobiarse y deprimirse todavía más, dejó la herramienta esparcida y marchó a buscar leña para encender un poco de lumbre con la que disipar la frialdad del entorno. El humo alejaría por unos momentos la pesadumbre y el calor aliviaría con su calidez la tensión gélida de su cuerpo. En cuclillas recogió la hoguera. Metió las manos entre las llamas sintiendo cómo el vello se le quemaba. Contemplando el juego vivaz del fuego, su tensión se fue apaciguando. Intentaba poner en orden su cabeza, aunque sabía que el río de la fatalidad que rodeaba su existencia lo arrastraría a la desesperanza. Si bien no deseaba achacar su desgracia a Andrea, los hilos de su pensamiento lo enredaban en una acusación irracional contra ella. De sobra conocía lo que implicaba el luto. No hacía ni dos semanas que había enterrado a su madre y no era necesario que nadie le recordara cómo habría de regirse durante un año. Ella no podía proceder de otra manera. El hermano no había pisado la taberna ni el baile, pero no tardaría en volver a la rutina anterior; sin embargo, ella debería alargar los rigores durante un año, aunque de manera paulatina se fueran aliviando. Esto lo entendía Cantero y, si no hubiera procedido así, él mismo lo habría juzgado inadecuado. No obstante, no comprendía cómo ella no había sido capaz de dirigirle una señal inequívoca de que la unión entre ellos seguía viva: quizá, que Andrea se hubiera ruborizado al comprobar su proximidad; o, incluso, que, de manera discreta, hubiera arriesgado su decoro para saludarlo. Lo más perturbador, con todo, había sido comprobar la naturalidad de su comportamiento. O, tal vez, no fuera naturalidad, sino indiferencia. Como si el encuentro de los dos nunca se hubiera producido. Si ella había optado por borrar ese momento, lo mejor era proceder del mismo modo. Pero eso era imposible. Esa primera vez no la podría olvidar, aunque fuera el origen de su sufrimiento actual y del venidero.
A
medida que avanzaba la mañana, se fue serenando. A veces se percataba de que
Andrea, por unos instantes, había desaparecido de su mente y entonces se
alegraba por haberla desterrado de sí; no obstante, al momento regresaba la
incisiva obsesión. Repasaba su experiencia con ella para encontrar algún
comportamiento o alguna palabra suya que hubiera dado qué pensar a la muchacha,
mas no hallaba nada más que ternura y pasión. Se imaginaba hipótesis
inverosímiles que explicaran su indiferencia. Contempló la posibilidad de que
su hermano la hubiera regañado, en el caso de que alguien los hubiera visto sin
que se dieran cuenta y de que lo hubiera contado, pero no lo consideraba
probable por su carácter afable. El padre era también una persona pacífica y no
juzgaba que fuera capaz de recriminar nada a su hija. En todo caso, de haber
sido presionada, su semblante hubiera sido de temor o angustia o de súplica,
pero estaba seguro de que su rostro reflejaba un desapego neutro.
Comió
las tajadas que su madre le había echado de merienda. Se tumbó sobre un saco
arrimado a la lumbre. Aunque no llegó a dormir, acurrucado se encontraba a
gusto, sin ganas de abandonar esa postura. La perra también estaba echada junto
a él. Fijaba sus ojos en el rostro del amo, como si intentara explicarse su
abotargamiento. Cantero la llamó.
—Ya
vamos, no te preocupes.
El
animal se incorporó para darle ejemplo.
—Pero,
qué maja eres.
La
atusó pasándole la mano por la cabeza y el lomo.
El
sol se mantenía oculto tras la opaca nubosidad. Los días habían comenzado a
crecer y por la tarde se ganaba aún medio jornal. Comenzó a labrar con más
entusiasmo para recuperar la producción que no había sacado por la mañana. Ese
acicate alejó por momentos sus malos pensamientos, aunque con el paso de las
horas, cuando la jornada finalizaba, regresaron con una insistente idea. La
evaluó con detenimiento y la juzgó oportuna. También para Andrea habría sido
lunes y entre sus tareas domésticas estaría la de lavar. Discurrió que quizá se
podía volver a encontrarse con ella en la Fuenteabajo. Esa ocurrencia le
encandiló el cuerpo y avivó su deseo pensando en la repetición de la
experiencia. ¿Y si a ella se le había ocurrido la misma idea y se hacía la
encontradiza? Contemplando esa posibilidad, empezó a ponerse nervioso. Intentó
calcular el momento oportuno de cruzar por los lavaderos. Contaba con la
ventaja de que en esta ocasión lo haría con la moto, aunque para ello tuviera
que apartarse de su camino habitual de la cantera a casa. Pensó que, si ella se
proponía acudir a las pozas, lo haría a última hora, como la vez anterior,
cuando ya no quedara nadie en el paraje para que la comunicación fuera secreta.
Lobete,
compañero de toda la vida y con cantera contigua a la suya, apareció por el
cargadero. Sin acercarse a su posición, le preguntó si no recogía la
herramienta y dejaba de trabajar. No se extendió en explicaciones.
—Me
quedo un rato más.
Observó
alejarse a Lobete en busca de su bicicleta. Caminaba derrotado. La espalda
caída, cabizbajo, como si en vez de ganarse el jornal en una cantera, acabara
de participar en una cruenta batalla. No hablaba mucho con él, a pesar de haber
pasado juntos por varias cuadrillas hasta que los dos se acomodaron en esa zona
en la que se apañaban medianamente bien. Era soltero, como él. Las pocas mozas
que buscaban novio encontraban mejor partido donde elegir entre los numerosos
canteros casaderos. Los dos eran reservados, poco divertidos y ocurrentes. La
percepción falsa de que no eran muy agraciados de cara, les infundía una
cobardía paralizante, a pesar de ser unos hombres robustos. A esa altura de la
vida se habían dicho ya numerosas veces lo poco que podían comunicar. Se
pasaban las jornadas sin que apenas se dirigieran la palabra, aunque, a veces,
los dos se calentaran en una sola hoguera y comieran a la misma hora. En esos
momentos de camaradería escuchaban un transistor y su sonido alejaba el
silencio.
Entre
dos luces arrancó la moto. El ruido de su motor se expandía por la zona de Las
Cubas. Era el último en retirarse. A pesar de lo tarde que era, apuró el tiempo
avanzando con lentitud con el fin de que la oscuridad aumentara. Se acercó
despacio a las pozas, en ralentí, para comprobar si ella se encontraba allí o
había algún cubo o barreño con ropa. Al no ver nada, se acercó hasta la puerta
del camposanto, que se encontraba cerrada. Asomándose entre los barrotes
inspeccionó las hileras de sepulturas en busca de la muchacha, pero no la
descubrió. Contrariado y hundido, aceleró alejándose de ese lugar.
Otra
desilusión, otro fracaso que desacreditaba a su intuición. Incapaz de encontrar
otra justificación del proceder de Andrea, llegó a casa apesadumbrado.
—Parece
que traes mala cara, ¿te pasa algo?
Su
madre siempre averiguaba sus estados de ánimo mirándole el semblante. Le daba
mucha rabia. En esos momentos en los que sus preocupaciones se mostraban sin
tapujos a la observación materna, se hubiera sacado los ojos.
—¿Para
qué te entretienes tanto en la cantera? ¡Un día vas a tener un accidente con la
moto por llegar de noche!
Tomó
agua de la cobra y se lavó sin responder a su madre. Mientras el influjo de su
presencia perduró, procuró mantener la calma y proceder cómo si nada le hubiera
pasado. Soportó con estoicismo la retahíla de reproches.
Esperaron
un rato a que su hermano regresara de la fragua y de la taberna para cenar,
pero, como de costumbre, al final comieron sin que él apareciera.
Le
habría gustado meterse en la cama y que un profundo e interminable sueño le
sumiera en el olvido, pero se sentía tan despreciado e insignificante que no
alcanzaba la serenidad suficiente para lograr el descanso después tan largo y
penoso día. En el remolino de sus pensamientos, bien se recreaba en las
caricias y los besos de Andrea, bien le reconvenía su lejanía y frialdad sin
conseguir ahuyentar su presencia. En este estado de desvelo, una nueva
propuesta de acercamiento se fue abriendo en su mente. Era muy simple y no
garantizaba ni tan siquiera el intercambio de unas frases con ella, pero la
sola aproximación a su casa conseguía poner en movimiento las más sensibles
fibras de su cuerpo. Al día siguiente, aunque no necesitaba afilar los punteros
en la fragua, los llevaría con el propósito de pasar delante de su puerta.
Con
la idea clara de cómo iba a proceder, la jornada transcurrió con más
tranquilidad. Lobete observó que su compañero cesaba de trabajar y él también
dejó la labor para el día siguiente.
—¿Vas
a la fragua?
Movió
afirmativamente la cabeza mientras apilaba los punteros botos y los sujetaba
con una tira elástica. El bulto lo afianzó en el soporte trasero de la moto con
un cable extensible. Seguro de que no se caería, emprendió la marcha dejando
atrás a su compañero, que ascendía el repecho caminando con la bicicleta
agarrada con una mano en el manillar.
Al
alcanzar la casa de Andrea divisó al hermano que llegaba también de trabajar.
Apoyaba la Mobylette en la pared. Sin ser muy consciente de cómo procedía,
aminoró la marcha hasta detenerse a su altura, sin apearse del sillín.
—Te
acompaño en el sentimiento.
El
hermano, sorprendido, no por el pésame, sino por ser Cantero el que se lo daba,
le agradeció el detalle. Se vio obligado a justificar y a aceptar el
fallecimiento de su progenitora con palabras gastadas de tan repetidas en los
últimos días. No se podía hacer nada por ella y en ese estado, Dios había hecho
mil mercedes llevándosela consigo. Aunque le prestaba atención, con discreción
desviaba la mirada para comprobar si Andrea asomaba por la puerta. Sin embargo,
el que apareció en el umbral fue el padre, al que también dirigió el pésame.
Este no dijo nada más que gracias y se metió de nuevo en el portal.
Se
alejó en dirección a la fragua, pero no se detuvo en ella. Carecía de la
presencia de ánimo necesaria para hablar con nadie. Avergonzado de su llamativo
proceder, como percibió con claridad al notar la perplejidad del hermano cuando
le estrechó la mano mientras formulaba el pésame, llegó a su casa. Su
frustración no le permitía analizar la repercusión de la insensatez que acababa
de cometer, aunque recreaba la secuencia que a su vez habría sucedido cuando el
hermano y el padre se reunieran con Andrea. Comentarían la extrañeza de que una
persona tan hosca se hubiera detenido para intercambiar unas palabras de
afecto. No quería representarse la cara de ella al oír su relato porque con
seguridad, a partir de ese momento, lo detestaría mucho más.
Los
días, las noches, las fiestas transcurrieron sin que encontrara una ocasión en
la que poder coincidir con Andrea. No por ello se olvidó de lo que había
sucedido entre ellos. Acudía con más asiduidad a la fragua con el exclusivo
propósito de pasar delante de su casa, sin que lograra verla; en las misas de
los domingos estaba pendiente de sus entradas y salidas, sin que ella mostrara
detalle alguno hacia su persona que él identificara con claridad. Aunque era
absurdo, pensaba que hubiera sido mejor no haber vivido esa experiencia
amorosa, pues el sufrimiento que padecía desde aquella tarde no compensaba el
placer momentáneo que había disfrutado. Luchaba por desterrar ese pasado, mas,
pertinaz, invadía todo su mundo interior. Solo Andrea ocupaba ese espacio
íntimo. Ni los sinsabores laborales, ni los roces domésticos conseguían
desplazar la obsesión por la chica. El único consuelo era que la propia
vivencia afectiva y el sufrimiento personal eran exclusivos suyos. Estaba
seguro de que no había ningún testigo de la tierna unión que los dos
disfrutaron esa noche. Él no se lo había contado a nadie y ella, con el paso de
los días había llegado a esta conclusión, tampoco había encontrado confidente
con el que confesarse.
Algo
que le causaba más dolor que la propia frustración era pensar en las veleidades
del destino. No lograba explicarse cómo una mujer que nunca antes había
despertado su interés, tras ese encuentro casual, se hubiera apoderado por
completo de su persona. Le había robado su voluntad, lo había anonadado, lo
había embrujado… Sin ella, el futuro no existía. Los días serían tristes y sin
alicientes para continuar trabajando. ¿De qué serviría el dinero que ganaba? No
para emborracharse, como hacían otros canteros… Sin ella, ni el oficio ni el
dinero, ni los placeres que la vida proporcionaba, lo empujarían a seguir
adelante. No es que la idea de quitarse la vida fuese recurrente por el
momento, pero temía que un día llegara a ser un procedimiento inevitable. No
obstante, no se dejaba arrastrar por esa ola suave del suicidio, si bien era un
seguro propio que era necesario renovar de vez en cuando para que el miedo a la
frustración permanente no le abocara al tedio y al disparate de no embestir el
destino mientras brillara un punto de esperanza.
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