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16. Unamuno

16. Unamuno

El camarero, haciendo gala de una cortesía inesperada, les rogó que, si eran tan amables, abandonaran el bar, porque el comedor cerraba sus puertas a las cinco. Los tres miraron su reloj de pulsera y comprobaron con sorpresa y fastidio cómo se había pasado el tiempo.

El día se había ido despejando y el sol había borrado imperceptiblemente la húmeda niebla de la mañana con tiernas caricias y cosquillas alegres. En ese momento el astro ardoroso doraba las edificaciones en un intento baldío de dejar suficiente luz y vida hasta la jornada siguiente. Los campanarios de las dos catedrales y de las iglesias y las fachadas de los colegios mayores y de los bloques de pisos refulgían como calabazas, oreándose de la marea con la que eran castigadas por una climatología opaca, propiciada por el abrazo profundo del río Tormes. En el limpio firmamento volaban las cigüeñas en su trajín divertido de tomar y llevar objetos insólitos al nido, situado en el crudo vértice de los escuálidos tejadillos de las torres, como si fuera una fresquera que debía estar bien refrigerada. La contemplación de la ciudad desde las terrazas del comedor universitario, inundados los ojos al salir de la luz mediocre de los fluorescentes del bar, produjo en el ánimo de los tres la sensación de pereza y la necesidad de pasear disfrutando del sol. Era una impresión hartas veces sufrida por los estudiantes a la hora de cumplir el horario escolar, cuando en esas tardes tibias y luminosas la tentación de hacer novillos rondaba con más insistencia a medida que el caminar desganado conducía inexorablemente a las aulas.

Inmovilizados por la premura con la que los habían despachado, permanecieron de pie mientras alguno de los tres encontraba la fórmula adecuada de despedida sin que la separación fuera violenta. Tal vez por sentirse halagado por su compañía y por la amabilidad con la que había sido aceptado, el policía inició los lances protocolarios, agradeciendo la colaboración que le habían prestado y lamentado al mismo tiempo las molestias o incomodidades que les hubiera podido ocasionar. No se atrevía a decir llanamente que se había visto sorprendido de manera grata por las muestras de sinceridad y espontaneidad en el trato recibido, como si hubiera sido más bien un invitado que un policía…

Arturo, para que la partida no fuera demasiado traumática, comentó que a lo mejor se volvían a encontrar en la ciudad si permanecía algún día más, pues esta era muy pequeña.

O, si no, quién sabe, igual nos encontramos en los pasillos de la facultad —dijo, casi arrepintiéndose tan solo de mencionarlo, como si previera que sería inevitable volver a indagar por allí. Y miró a Celestino, esperando una determinación por su parte.

Vete tú, si quieres. Yo me voy a dar un paseo hasta la plaza Mayor y así acompaño un trecho a Ambrosio.

Sin más preámbulos, moviendo nerviosamente las llaves del coche, Arturo tendió la mano al policía y se disculpó por no poder acompañarlos, ya que tenía que dar una vuelta por la facultad.

No recordaba el detective la marca de frialdad al tender la mano a alguien como la que sintió al estrechar la de Arturo. Esa impresión aséptica, fría, falta de afecto y de energía al tomar su mano lo deprimió. No podía por menos de pensar casi inconscientemente que no le había caído bien el mofletudo profesor. Sí, muy simpático, muy sonriente, muy tranquilo, muy…, pero reservado y distante también. Las tribulaciones no finalizaron ahí, porque Ambrosio se creía desgraciado al notar el rechazo por parte del docente universitario. Emoción rara y contradictoria que no lograba perfilar y situar dentro de la lógica ordenación de las ideas y sucesos que le ocurrían.

Desganados y andando perezosamente se alejaron del comedor. Un camino descarnado y polvoriento, con hierbajos y cardos, los condujo al barrio chino. Tan pronto pasaban unas casuchas como se topaban con enormes bloques de pisos de reciente construcción. Pese a estar a tan solo a metros unos y otros, entre los dos mundos, el de la ciudad vieja y la nueva, se erigía una barrera infranqueable para los vecinos. Los allegados defendían su residencia con un alto muro con barandillas, que constituía la planta baja en la que estaban los escasos negocios que con valentía se atrevían a abrir sus puertas en un barrio donde la delincuencia tenía su cuna. La calle sin asfaltar era un río de polvo y lodo. En la otra vera, el mundo de la prostitución, que estaba en franco retroceso. Con todo, seguían funcionando la farmacia o dispensario para las putas, los bares de alterne, las tienduchas de ultramarinos y hasta una peluquería. El andar por esos andurriales sobresaltaba a Celestino. Sentía una mezcla de delirio febril y de miedo trabado en la garganta que le impedía tragar saliva, como si sufriera hidrofobia. A pesar de todo, su excitación se expandía. A esas horas comenzaba a despertar el movimiento en la zona. En los umbrales de los bares, de las tiendas y de los portales, las meretrices se asomaban. Las contemplaba alegres y frescas. Recién perfumadas y vestidas con provocativos y coloridos vestidos para el inicio de la jornada nocturna. Parecían niñas que lucían su lozanía y sus trajes recién estrenados antes de realizar la entrada triunfal en la iglesia para oír la misa dominical de doce. Charlaban animosas entre ellas y sonreían las alabanzas que mutuamente se lanzaban al ponderar la hermosura de sus caras y la elegancia de los vestidos en sus contoneados cuerpos. No prestaban atención a los transeúntes; la caza del cliente aún no había comenzado.

Celestino habría deseado avanzar por esa galería más despacio para poder contemplar con fruición a esas mujeres que despertaban en él la fascinación sexual de lo prohibido: de lo que tenía al alcance de la mano y nunca probaría. En cambio, Ambrosio no vislumbraba ni captaba ninguna vibración especial. Al instante, antes de que le dijeran nada, supo por dónde se hallaba. Sin embargo, un experto en combatir el delito más perverso no se amilanaba por esos ambientes; incluso se sorprendió porque se había hecho una idea más grandiosa del famoso barrio chino de Salamanca.

¿Qué te parece? —le preguntó Celestino una vez que se alejaban.

¡Qué me va a parecer! La verdad es que no es gran cosa.

El inspector se dejaba conducir por el profesor. Pronto desembocaron en una populosa calle, que Escaleras reconoció rápidamente, al tratarse de una de las partes por donde había andado antes de subir a la facultad esa mañana. La animación seguía igual o incluso había aumentado. Aquel mundo comercial de aceras llenas de viandantes, de coches aparcados en doble fila y circulación ruidosa le encantaba. No se trababa del bullicio de una gran urbe como Madrid. El ruido, los empujones y, en general, las molestias se atenuaban en el trajín provinciano de Salamanca.

Celestino, al llegar a esas calles, se contagió de la animación. Hablaba sin parar y no cesaba de contemplar tanto los escaparates como a las chavalas que veía agraciadas. De vez en cuando se topaba con algún conocido y lo saludaba con un rotundo «¡hasta luego!». Andando por calles peatonales, por las que el avance era tan difícil como en las avenidas más atestadas de coches, desembocaron en la plaza Mayor. Celestino se detuvo en seco.

Bueno, aquí me separo. ¿Te sitúas?

Ambrosio dijo que sí, aunque en realidad estaba despistado. El profesor se debió de percatar, porque le indicó la puerta por la que habría de salir para dirigirse a su hotel.

Si sigues mi consejo, para que te sitúes en la plaza oriéntate por el reloj del Ayuntamiento, así no tendrás pérdida ninguna.

La despedida fue más escueta. Le ofreció nueva ayuda si le era de utilidad, diciéndole dónde lo podía hallar si surgía esa necesidad. Se separaron y tomaron dirección contraria. Ambrosio se detuvo un momento para contemplar la pequeña figura de aquel hombre, que caminaba decidido balanceando la cartera con movimientos marciales. Al instante fue devorado por la masa de viandantes y se confundió en una amalgama de cuerpos, brazos, cabezas y piernas.

Al pasar por el vestíbulo del hotel casi se olvidó de Hortensia. Estaba en la recepción atendiendo efusivamente a un grupo de japoneses en pantalones cortos a pesar de su avanzada edad. El único azafato que había le tendió la llave, junto a una esquela con el mensaje de que había recibido una llamada a la una y media y un imperioso «póngase en contacto con su superior». Inmediatamente se dirigió al locutorio telefónico, pero no se decidió a descolgar. La llamada era del comisario, que rara vez acudía a las oficinas por la tarde, pues siempre decía que esas horas eran las de labor de campo, las de contacto con la realidad, como si despreciara las interminables horas burocráticas de la mañana, encerrado en su despacho atendiendo a las llamadas por él «relaciones políticas». Además, no le apetecía lo más mínimo hablar con nadie. Le embargaba una sensación rarísima. Se encontraba de mal talante, pero sin adivinar las causas del malestar. Muy probablemente se trataba de desasosiego por no haberse entregado con mayor contundencia a las investigaciones, por no haberse esforzado, por no haber rendido en sus pesquisas. Aunque tampoco era una cuestión de reproches, en ese sentido se animaba diciéndose que, fuera por lo que fuera, esa habilidad suya de caer simpático a los testigos no la poseían otros compañeros y esa cualidad le había proporcionado buenos resultados en ocasiones. Con seguridad, esa percepción inusual procedía de la incertidumbre de los datos obtenidos en la conversación con los dos profesores. ¿Le habían dicho algo de interés o simplemente eran cotilleos de peluquería?



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