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Aprender lo que es la vida

 Aprender lo que es la vida


El sol de la tarde daba de lleno en el salón y en la alcoba de la casa de sus abuelos. Le gustaban esos rayos que escudriñaban los rincones interiores de la habitación ciega. Entraba por la puerta iluminando el suelo en el que se veían las pelusillas y lentamente su claridad ascendía por la pared hasta encender las pequeñas telas de araña casi invisibles. La tía se ponía furiosa cuando descubría esa suciedad que se escapaba al tesón que la impulsaba desde por la mañana a dejar las distintas habitaciones de la casa impolutas. La estancia era una pieza amplia. Por todo el perímetro se repartían sillas de madera barnizada que siempre estaban nuevas, porque rara vez se utilizaban, si no era para festejar un bautizo, una comunión o un enlace matrimonial, o para ofrecer descanso en las largas horas de un velatorio. La tía se encargaba de que no hubiera una mota de polvo en ellas y con un paño las sobaba de arriba abajo. Había también una cómoda y sobre su repisa algunas fotos familiares de niños en traje de comunión, o el retrato de unos recién casados, o de los tíos solteros vestidos de uniforme de cuando cumplieron el servicio militar. También, en una caja de madera noble, los recordatorios de las personas fallecidas. Todos aquellos vecinos que habían impreso la genealogía familiar y la fecha del luctuoso desenlace se apilaban allí. La abuela se entretenía muchas tardes en repasar la leyenda que acompañaba a cada uno de esos pequeños panfletos funerarios en los que se desgranaban los descendientes que se quedaban cuando al finado le daban tierra en el camposanto. Antes de volver a dejarlos colocados, aprovechaba y leía la oración que venía al final del recordatorio y se santiguaba igual que si hubiera acabado un acto religioso.

En los cajones, se guardaban la mantelería que nunca se utilizaba, a no ser en las comidas esporádicas relacionadas con eventos festivos extraordinarios. A mano, apartando un poco las telas, también, las medallas de las distintas cofradías a las que pertenecían el abuelo y los tíos y los escapularios de la virgen del Carmen de la abuela y el de las Hijas de María de la tía. Muchas veces también dejaba la abuela el monedero; en otras ocasiones, lo escondía en el cesto de la costura, o en el vasar de la despensa, o en el cajón de la máquina de coser… No era raro que mientras lo encontraba, el nieto que todos los domingos subía en busca de la propina se desesperase. Al final aparecía después de que la abuela se encomendara a san Antonio rezándole un responso. Era mágico. Al poco daba con él. Lo que no se llevan los ladrones, aparece a los rincones, le decía el abuelo.

Había también un baúl en el fondo que raras veces se abría. La abuela aseguraba que allí se encontraba el uniforme del abuelo de cuando cumplió el servicio militar en África. De lo poco que se adivinaba de su interior, más bien parecía ropa de abrigo y mantas, pero era posible que en el fondo se hallara el traje y quién sabe si otros secretos de la familia.

La estancia siempre olía como si acabaran de airearla y la tía la hubiera recientemente aviado. De la alcoba en la que dormían los abuelos no emanaba ningún mal olor propio de un espacio cerrado.

El nieto sentía una atracción irresistible de entrar y curiosear lo que allí había, pero rara vez pasaba del umbral y siempre en presencia de la abuela que se adentraba en busca de algo. Cuando se quedaba solo, no se atrevía a avanzar más allá del marco de la puerta, por miedo a que la abuela lo sorprendiera. La habitación siempre se encontraba abierta y desde el pasillo podía ver el gran salón y la cortina corrida de la puerta de la alcoba, pero no era este dormitorio lo que le despertaba la curiosidad, sino la gran sala impoluta, repleta de sillas con respaldo alto y una mesa cuadrada con un pequeño tapete blanco bordado, con forma romboidal, sobre el que había un jarrón de cristal con flores secas.

El nieto recorría el pasillo desde la entrada y se dirigía a la cocina en la que siempre se reunía la familia. Esa era la parte de la casa que conocía; también, entraba en la despensa en busca de lo que la abuela le mandara que le acercase y allí podía ver un montón de latas y botes con muchos más víveres que los que encontraba en su casa. Los abuelos vivían bien. Los tíos eran trabajadores y la tía cosía guantes de cuero y también contribuía a aumentar el dinero que entraba en casa. Allí había galletas, bizcochos, tabletas de chocolate, cacahuetes que compraban los tíos en el bar; no faltaba para comer matanza ni pollos que la abuela criaba. El nieto cada vez que subía se percataba de las necesidades de sus padres y hermanos, pero no por ello se rebelaba contra el destino por la escasez, porque tampoco su familia era de las más pobres. Su casa era más lóbrega y la despensa con menos alimentos, pero su cocina era más amplia y allí se juntaban todos en torno a la lumbre y jugaban y se iban a la cama contentos y antes de dormirse aún se divertía con sus hermanos saltando y revolcándose unos sobre otros hasta que se cansaban y se metían entre las sábanas.

Mientras la tía permaneció soltera, el salón, toda la casa, se mantuvo como el crisol. Antes de la boda, pese a los nervios propios del enlace y de que debería preocuparse más de su nuevo hogar que del que abandonaba, redobló su empeño en dejar aún más limpia toda la casa, no pensando tanto en los invitados que llegarían, sino apenada creyendo que cuanto más se esforzara en la limpieza, más tiempo se alejarían la suciedad y el abandono que estaban por llegar. Ella era la última en irse y sabía que, solos los padres, la decadencia era inevitable. No se marchaba para trasladarse a otro barrio de la localidad, sino que se alejaba muchos kilómetros y estaba segura de que su regreso inopinado se retrasaría bastante y que cada vez que volviera la decrepitud de sus padres se manifestaría escandalosamente.

El envejecimiento de las personas es parejo al de la vivienda en la que viven y al de los muebles que sirven a sus necesidades. Mientras acompaña la vitalidad y la sangre recorre con brío cada una de las venas, parece que los años no corren; mientras hay unas manos que limpian el polvo y sacuden las telarañas y dan la vuelta a los colchones, las paredes blancas del hogar se iluminan con la claridad del amanecer. Pero llega un día en que las ventanas no se abren y se abarquillan, en que las puertas se vencen y se arrastran en sus giros, en que los cajones de la cómoda no se pueden sacar del vano que ocupan, en que las ropas blancas se convierten en sudarios deshilachados, en que los muebles no se mueven de su sitio y ese lugar se transforma en yacimiento inexplorado de materia sucia. La despensa se desocupa porque ya no hay bocas que pidan manjares, sino unas sopas miserables que se preparen sin dificultad. La vida se detiene. Ya no es necesario realizar coladas, gastar jabones. Los cuerpos y los vestidos son mojama negra arrugada. No se levanta un trapo que se cae y la geometría de las esquinas desaparece.

Mientras la vegetación parásita se adhiere a las paredes y en el tejado y en el corral se enseñorean las malas hierbas, los abuelos se van recogiendo en la alcoba, último habitáculo en el que se refugian incapaces de dominar el resto de las dependencias. Muchas horas de cama y unas pocas sopas, de ajo o de leche. El que puede se levanta y prepara la miaja de comida y, apoyado en la garrota, sale a comprar al tendero que vende de puerta en puerta, sin querer mirar nada más que la vereda que queda expedita por ser el único recorrido por el que transitan. No les importan las zarzas que cubren las tapias, ni la techumbre hundida del pajar, el gallinero y la cuadra, ni los cardos que mandan en las antiguas tablas de verdura del huerto. Sordos, con la vista nublada, se sienten solos los dos y comparten el dolor y la soledad y el abandono y la muerte que merodea lobuna.

La luz rebota en los cristales sucios y en los tresillos amarillentos y en los cuarterones desvencijados. Las sillas cojean de repente; del respaldo se ha desencajado un travesaño o un barrote. En el asiento hay almohadas de una lana basta y sobre ellas se acumulan ropas que llevan mucho tiempo allí olvidadas. En la mesa del centro, hay edificios en ruinas de cajas de medicamentos y botes sin tapón. La bombilla de la sala lleva fundida desde hace mucho tiempo. La cómoda tiene abierta sus fauces mostrando entretelas desordenadas. El suelo está sin barrer. En una cama, hay más ropa acumulada erigiéndose en una montaña de trapos que han perdido el sentido con el que fueron creados. En una de las alfombras, también hay depositadas más prendas, vestidos, pantalones. Hay orinales sin vaciar. Las zapatillas separadas. El abuelo recorre el perímetro de la cama apoyando sus manos en el colchón, mientras la abuela lo observa con miedo de que pierda el equilibrio.

Cuando, después de mucho tiempo sin visitarlos, el nieto fue a ver a los abuelos, hubo de cruzar el umbral de la sala y adentrarse en la alcoba para aprender lo que es la vida.

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