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18. La cotorra


18. La cotorra

Desde que había llegado a Salamanca, Escaleras había advertido que era manejado como un muñeco de guiñol. Los acontecimientos se encadenaban en una rueda que giraba independiente de los impulsos o frenazos, ambos escasos, que se atrevía a aportar al devenir. Sin querer se vio arrastrado —eso sí, de manera cortés—, agarrado cariñosamente del brazo por el colega desconocido hasta la barra de otro nuevo bar.

¡Tienes suerte de que te haya liberado pronto de las garras de «la cotorra»! Si hubieras permanecido, aunque solo hubieran sido diez minutos más, el dolor de coco que habrías pillado habría sido cojonudo —le dijo su interlocutor a manera de descargo para explicar la actitud tan firme con la que lo había apartado del parlanchín.

El bar de la comisaría era una estancia pequeña, a todas luces habilitada para ese menester de manera improvisada y con una atmósfera densa y cargante. A esas horas apenas si se podía respirar. La camarera, que afanosamente se agitaba al otro lado del mostrador, preparaba los bocadillos del almuerzo. De sus sartenes emergía un humo negro que el rudimentario extractor era incapaz de absorber y que hacía que se esparciera por todo el recinto. A ese olor a fritanga se añadía la humareda de los empedernidos fumadores que empuñaban un manojo de cartas. La mujer, a pesar del frenesí de sus movimientos y de la prisa, encontraba hueco para dar caladas de un Camel que depositaba en un platillo de café a modo de cenicero colocado en una esquina de la barra. Cuando advertía que necesitaba introducirse una bocanada de humo, corría hacia el improvisado recipiente con la cara desencajada, como si se regañara a sí misma por ser tan despistada al permitir que el cigarrillo se consumiera solo. Para contribuir a esa febril operación, se marcaba un ritmo trepidante con la música estruendosa y chirriante de un radiocasete que emitía a todo volumen música bakalao.

¡Perdona, chico, que no me haya presentado, pero como nuestro encuentro ha sido así tan…, no sé cómo decirte, tan… de sopetón!

Se trataba de alguien al que le calculaba una edad muy parecida a la suya. Su cara estaba cubierta con una frondosa barba negra. Se notaba que era un ser chispeante y alegre. Su mirada era fija y sincera, con una sinceridad quizá provocativa. De estatura alta —superaba con creces a la suya—, era, en cambio, de constitución más bien endeble, por lo menos aparentemente, aunque daba la sensación de que era un manojo de nervios. Hubo un detalle inquietante en su fisonomía que el inspector no logró aceptar de manera natural. Consistía en un bulto enorme, como si fuera un quiste sebáceo, que se situaba de forma prominente en medio de la frente. Cuando lo miraba fijamente a la cara se sentía arrastrado de forma irrefrenable a observar el tótem seboso y no atender a lo que le decía. Incluso se ruborizaba porque pensaba que su interlocutor se estaría dando cuenta de la contemplación irremisible causada por su protuberancia. No lo podía remediar y le sucedía con mucha frecuencia cuando veía algo anómalo o extraño en el rostro de la gente. Los bizcos lo hipnotizaban; a los peludos, les observaba los pelos demasiado largos que sobresalían de sus fosas nasales; con los que tenían berretes, su mirada se concentraba en las comisuras de los labios sucios… Por más noble y caritativa intención que adoptara para no posar su vista en esos pequeños defectos tan llamativos, no lograba cumplir su propósito. Menos mal que el policía salmantino no aparentaba molestarse por su actitud insolente.

No te he dicho mi nombre, ¿no? Todo el mundo me llama Chomín. Y tú has venido de la capital para indagar en el asunto del diputado, ¿no es así? Bueno, pues para que lo sepas me han encargado que te acompañe mientras duren tus pesquisas en la ciudad y me ponga a tu servicio para lo que desees. No pienses mal. No hay, en absoluto, resquemores ni desconfianzas hacia Madrid. Más bien lo contrario, nos parece cojonudo que vosotros arriméis el hombro. Sinceramente, creemos que os podemos echar una mano en esta investigación, aunque solo sea, como es mi caso, para servir de cicerone y acompañarte.

Ambrosio no sabía qué pensar del sujeto. Le extrañaba la punzante sinceridad con la que se expresaba el tal Chomín, su tono descarado y hasta casi insolente de ofrecerse. Quizá no era más que un tío de esos echados para adelante que afrontan la vida sin apartar ni bajar la vista un instante. Sin embargo, no se sentía muy confiado. Ante él, Escaleras temía que su timidez, su desconcierto y su falta de iniciativa irían en aumento. Como tampoco dependía de él aceptar o rechazar su compañía, poco más se pudo plantear.

No sé si quieres hablar con el comisario… Si no tienes nada que decirle, no es necesario que te entrevistes con él. Y yo, por mi parte, estoy a tu completa disposición para lo que gustes.

Ambrosio no juzgaba muy adecuado comenzar a trabajar con alguien sin haber entablado una conversación cordial y no meramente profesional; necesitaba marcar unas coordenadas más o menos esenciales sobre la idiosincrasia de su acompañante y colega. Así, iniciaron un trivial coloquio sobre aspectos relacionados con los servicios prestados por ambos y la antigüedad en el Cuerpo. Pronto Chomín ocultó su poblada barba tras la humareda más o menos continua de los sucesivos Fortunas que se fumó mientras degustaban el café. En esa faceta de su personalidad, Escaleras observó que la sinceridad y la firmeza de su interlocutor se veía truncada en una serie de evasivas y de respuestas inconcretas que reafirmaron al madrileño en la idea de que el salmantino se plegaba y guardaba sus asuntos íntimos en un caparazón inexpugnable. El detective se sentía grotesco en esa situación. Él, que era habitualmente comedido al mostrar alguna información de su esfera privada, se hallaba ante ese personaje exponiendo con claridad y sin titubeos sus antecedentes personales, que rara vez aireaba. No lo conseguía comprender. Cuanto más hablaba él, el otro, callando como un zorro y mostrando un interés inaudito, no soltaba prenda. Hasta que llegó un punto en que el ridículo lo inundó por completo y paró de hablar. Repuesto de la sordidez, recapituló los escuetos datos aportados por Chomín: aunque parecía joven, llevaba más tiempo de servicio que él y hacía tan solo dos años que lo habían destinado a la ciudad charra. Y nada más.

Por mí cuando quieras nos vamos. Por cierto, ¿qué planes tenías para hoy? —le preguntó, deseando fijar un programa para evitar el tedio de una conversación vana.

No había planeado nada en concreto. Ayer acabé rendido de la jornada y esta mañana me he venido directamente aquí y no me ha dado tiempo a pensar; incluso esperaba con la visita a la comisaría alguna aclaración de la investigación y de mi misión en Salamanca, pero veo que todo sigue igual y que no ha variado un ápice el asunto —dijo Ambrosio Escaleras con dolor al comprobar la impotencia y la desorientación de su investigación.

Mira, si quieres ponemos las cosas en orden y tratamos de clarificar en lo posible la cuestión, pero a poder ser fuera de aquí. Este olor, esta música y este aire no hay quién lo aguante. ¿Por qué no vamos a un sitio más tranquilo donde podamos hablar a gusto?

El bar más tranquilo al que se refería era una soberbia cafetería o pub que se encontraba en la misma plaza Mayor. No recordaba con exactitud cómo la había denominado, mas era un término italiano: Novelti o Noventi. Le pareció un vocablo cursi, como un lugar de reunión de maricas, pero, siendo del gusto del guía, no puso ningún reparo.

En esos momentos, aquel lugar parecía una encrucijada. Los viandantes la cruzaban azorados, tapándose hasta el cuello con las prendas de abrigo. El bar disponía de una terraza que se extendía sobre la enlosada plaza, en una esquina de esta. En ese instante, no había ningún cliente, si bien Chomín le aseguró que, a eso de mediodía, cuando recibía los rayos de sol, el sitio se ponía de bote en bote de guiris. En cambio, en el interior había una heterogénea fauna de especímenes que se repartían a lo largo de su acolchada barra y en las mesas de té alineadas junto a las ventanas que daban a la calle. Ambrosio se quedó admirado de la gran afluencia de personal a esas horas intempestivas. Observó con detalle a los individuos, mientras el barman, agobiado por las demandas de los consumidores, se acercaba hasta ellos. De pie, ocupando el mostrador y formando pequeños corrillos, aunque también había algún solitario, se observaban hombres trajeados que el inspector no tuvo dificultad en identificar como abogados jóvenes, obligados a alternar a cualquier hora para captar futuros clientes o consultar las dudas más insalvables de los casos que llevaban a compañeros más avezados. Se mostraban sonrientes con su cara limpia y recién afeitada, enfundados en unos trajes pulcros y excesivamente elegantes para alguien tan joven como ellos. Estaban pendientes de cualquier movimiento o estrategia que se produjera a su alrededor, como si temieran una emboscada a su espalda en el momento menos oportuno. No reparaban en invitaciones con tal de enseñar billetes de cinco mil pesetas para abonar las consumiciones que iba sirviendo el camarero, porque sabían que eso era una factura que debían soportar para darse prestigio y sobre todo mostrar solvencia entre su clientela. Saludaban a los que llegaban con tal afectuosidad que parecería a los ojos de un extraño que no se veían hacía mil mundos, y a los que se marchaban los despedían con el dolor propio de quienes se van para no volver en mucho tiempo.

El diligente y trabajador mozo les ofreció rápidamente dos cafés, a pesar del jaleo. Por un momento, Escaleras se vio obligado a suspender su observación del personal. El policía salmantino lo exhortaba para que le contara en qué punto se encontraban sus investigaciones. Ambrosio no mostraba el menor deseo de comunicarse con nadie. Desde lo más profundo de su ser emergía semejante apatía y falta de fe en sus palabras que no pudo por menos que lanzar unos mensajes incoherentes e inconclusos. Probablemente la dejadez de su comunicación verbal provenía de la inseguridad de los datos recopilados en el poco tiempo pasado en la ciudad, aunque también influía el ambiente del local en el que se hallaban y el prurito de contemplar con suma curiosidad a los clientes que se situaban a su alrededor. Sin embargo, el atribulado agente de la ley sabía que esas eran unas circunstancias concretas y superficiales; sin embargo, esos momentos de imprecisión, de divagar, de no ser capaz de concentrarse en lo que llevaba entre manos se repetían con demasiada frecuencia. Su interés se diluía, se expandía como si se derramara un vaso de agua en una superficie. A veces, intentaba recoger y reunir otra vez esa pequeña masa líquida, pero se le escurría entre los dedos.

Por su parte, Chomín no se preocupó en demasía de los escasos datos ofrecidos por el madrileño, quizá porque él mismo era de idéntico proceder en situaciones similares. No puso mala cara. Simplemente pensó que en otra ocasión ya se lo contaría con más detalle, aunque tampoco se hizo muchas ilusiones; tal vez fuera verdad que sus investigaciones habían avanzado muy poco.

El barbudo policía agarró el paquete de tabaco para prender un nuevo cigarrillo y, a partir de ese momento, ambos se tomaron el café sin hablar ni prestarse atención el uno al otro.

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