19. Las caballerizas
Al personal que se sentaba en las mesas situadas estratégicamente en el lateral de los grandes ventanales —a través de los cuales se controlaba el deambular de los transeúntes por la rúa— no le importaban para nada los clientes que permanecían de pie. Los que estaban sentados sentían más curiosidad e interés en sus pláticas o en el movimiento de peatones que en lo que se murmuraba a su lado. El grupo de los que se encontraban sentados estaba formado principalmente por dos variedades de clientes: estudiantes patrios, cuyo principal objetivo era, más que ir aprobando los cursos, ligar con cuantas más extranjeras mejor; y americanas que deseaban conocer a españoles para disfrutar del año de libertad y placer que les proporcionaba su estancia en España y, además, realizar intercambio de conversación. Sabían ambas agrupaciones que aún no era la ocasión oportuna para esos flirteos, pero su impaciencia, disimulada con ardides banales como leer La Gaceta Regional o El Adelanto o repasar unos menesterosos apuntes, les hacía adelantarse nerviosamente a la hora a partir de la cual se daban cita los asiduos de la alocada noche salmantina, cuyo primer rito en la nueva jornada consistía en tomar sobre las doce de la mañana el vermut o la primera copa en la terraza del Novelty.
El servicio del café había sido retirado con discreción por el diligente camarero y ellos permanecían invariablemente callados, observando el local y a las gentes que se movían a su alrededor, sin adoptar una resolución que los moviera a iniciar la jornada de trabajo.
Volviendo a los pocos datos que le había facilitado, una vez que salió del torbellino de su ensimismamiento, Escaleras regresó al asunto que traían entre manos.
—No te he comentado algo que quizá carezca de importancia. Yo, por lo menos, no se la di ayer, pero pensando, y como tampoco tenemos otro cabo al que agarrarnos, podíamos comenzar por ahí.
—A ver, cuenta —lo animó Chomín, que se interesó en las palabras de su colega, no tanto porque tuvieran su importancia, sino porque se alegró de volver a tener delante a una persona comunicativa.
—Tal vez poseas tú más información sobre esto que te voy a contar; con todo, me imagino que puede ser un rastro por explorar. Me refiero a que, según me dijeron dos de sus compañeros a los que interrogué, al diputado le gustaban en demasía las faldas. Me llegaron a afirmar que, si continuaba impartiendo clases en la facultad a pesar de su apretada agenda era porque por allí ligaba mucho con sus alumnas.
Escaleras observó que Chomín se impacientaba mientras él hablaba, deseando que terminara su intervención o como si lo que le relataba fuera algo de sobra conocido para él.
—No me extraña lo más mínimo que por ahí haya sustancia interesante. Es un filón que hay que explotar. Y, si me lo permites, tampoco estaría de más tocar algo su actividad política. Nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre.
—Sí, me parece genial —contestó Escaleras, que también había planeado buscar alguna pista por esa faceta del finado.
Los ojos de ambos policías mostraron un rayo de luz y en sus rostros se reflejó una mueca de alegría, no en sí porque confiaran mucho en sus líneas de investigación, sino porque, por lo menos, se señalaban nítidamente los pasos que debían comenzar a dar esa mañana.
—No nos será muy difícil saber los nombres de las chicas con las que ha estado liado últimamente —afirmó con resolución el inspector local.
Abonó Escaleras la consumición, que le pareció bastante cara, y preguntó cómo podían unos míseros estudiantes frecuentar un local tan selecto. Chomín le respondió que la vida de muchos universitarios era milagrosa, en cuanto que era inexplicable de dónde sacaban la guita suficiente para el sustento diario y el consumo permanente de cervezas en los bares.
—Mira, si no te importa vamos a ir a visitar a un colega, un chivato, a ver qué nos puede contar del asunto —le propuso Chomín cuando iniciaban la retirada de la barra.
Montaron en un Peugeot 205 camuflado, blanco, casi nuevo, que estaba aparcado en las inmediaciones de la plaza Mayor, pero Escaleras no se acababa de situar en esa ciudad. Buscaba con anhelo alguna referencia que le permitiera orientarse para el futuro, mas las callejuelas, las tiendas y los bares le parecían iguales.
El salmantino callejeaba como si conducir fuera un juego. Por la forma de mover el volante con alegría, por las miradas de pillo que lanzaba a otros conductores, por las triquiñuelas que se inventaba para superar a los demás vehículos o colarse en un hueco imprevisible y por los comentarios continuos de sus maniobras se podía comprobar que le encantaba manejar un coche.
—Creo que esto me suena. ¿No se va por esta calle a la estación de autobuses? —Escaleras abrió la boca para no dar la impresión de una actitud llamativamente silenciosa.
—No, esa es la paralela; queda a la izquierda. Subimos por la calle Villamayor —le aclaró el fitipaldi con la misma velocidad de vértigo con la que conducía.
Aparcó como una exhalación. Casi sin darse cuenta Escaleras, el coche se colocó paralelo a otro ya estacionado, y con una maniobra precisa y rauda las ruedas quedaron acariciando el bordillo. Al cerrar la puerta, se le notó la nítida satisfacción del que está contento porque le ha salido bien una tarea.
—No sé si estará este julandrón en casa —insinuó el barbudo policía, mientras bajaba sin esperar al otro las escaleras que daban a una calle, en un nivel inferior de donde habían aparcado.
Se trataba de unos pisos elegantes y espaciosos, con una limpia fachada de piedra color marrón amarillento, como la arcilla, procedente de las canteras de Villamayor. Presionó en un nido de teclas marcadas por las etiquetas con la numeración de cada una de las viviendas; inmediatamente se oyó el ruido que aflojaba el pestillo y permitía franquear la catedralicia puerta del lujoso portal. En él abundaba el mármol reluciente, los espejos inmaculados y las alfombras imperiales. Parapetado en un mostrador de madera noble, coronado con una gorra de plato y ataviado con un uniforme gris ceñido hasta el cuello con botones dorados, un conserje amenazador, cual perro taciturno, los miraba calibrando la calaña de los intrusos. Se levantó y se estiró el levitón, saliendo al paso de los visitantes con afán de oler sus intenciones y juzgar si eran de fiar o no.
—¿A qué piso van ustedes? —se dirigió a ellos, situándose en mitad de su camino.
—Al 5º D —respondió Chomín secamente y sin interrumpir su marcha hasta el ascensor.
Ante la decisión y la seguridad de los visitantes, el portero reaccionó servilmente y con muchos reflejos al adelantarse con una agilidad sorprendente para la envergadura de su cuerpo a abrir la puerta del elevador y marcar él mismo el destino y despedirlos con la leve deferencia de intentar retirar la gorra de su cabeza.
Los abrió un joven en pijama. Antes de mirarlos, se restregó varias veces los ojos para borrar las imágenes nebulosas y confusas de las dos personas que se apoyaban en el marco de la puerta. Se caló unas gafas y se mesó el pelo hacia atrás, igual que si se atusara o como si en ese momento de mayor claridad mental se acordara de que usualmente, nada más levantarse de la cama, sus cabellos estaban alborotados.
—¿No está Chus? —le preguntó Chomín cuando consideró que se había despejado algo.
Ambrosio no sabía muy bien qué tipo de relación mantenía el otro policía con los inquilinos de esa vivienda, pero lo que sí le quedó muy claro es que se conocían y que no se mostraban mucha simpatía. El otro se dio media vuelta sin invitarlos a pasar, desapareciendo de la vista de los policías al formar el pasillo un ángulo recto. Oyeron golpes suaves en una puerta. Luego llamó por el nombre a su compañero de piso y, como tampoco contestaba, se oyó el chirrido de unos goznes desengrasados.
—No está —anunció cuando regresó arrastrando los pies por el parqué—. Creo recordar que hoy tenía un examen a las diez.
—No importa. Le comentas que he venido y que me llame por teléfono lo antes posible.
Chomín se dio media vuelta sin pronunciar ninguna fórmula de despedida. Escaleras, por cortesía, aunque con mucha timidez, levantó de lado la mejilla para despedirse.
El charro se introdujo en silencio en el Peugeot, demostrando que no le había sentado muy bien que su amigo no se hallara en casa. Condujo de nuevo de forma violenta, aunque alardeando de seguridad y control. El madrileño, no obstante, era incapaz de relajarse en el asiento y se sobresaltaba cada vez que el coche giraba con demasiada velocidad o cuando frenaba bruscamente. Al apagar el motor, respiró con alivio, no pudiendo disimular el miedo congestionado en sus ojos.
—Vamos a ver si encontramos a este julandrón por aquí —exclamó Chomín como exabrupto, más que para explicar al madrileño su conducta.
Escaleras no conocía esa parte antigua de la ciudad; había viajado más atento a su seguridad que fijándose en las calles por las que circulaban. Por el trasiego de carpetas, libros y mochilas, supuso que allí se ubicaría alguna facultad. Desembocaron de inmediato en la plaza donde se levantaba la majestuosa catedral: allí sí que había un hervidero de estudiantes.
—Vamos a tomar algo a un bar que es muy típico, el bar de la Facultad de Letras, al que llaman «las caballerizas» porque sirvió de establo para los caballos de los catedráticos de la universidad.
Al entrar, Escaleras no vio nada, pues lo que predominaba era la oscuridad más absoluta. Tuvieron que pasar unos instantes para que su vista descubriera unas pequeñas luces que le mostraron al instante el lugar abovedado. Y el comentario sincero que le soltó a su anfitrión fue que más le parecía una bodega que un establo. El bar, se asemejara a una o a lo otro, era pintoresco y visita obligada de los estudiantes extranjeros que buscaban el tipismo de las universidades europeas.
—Pídeme un café —le ordenó Chomín, mostrando cierto nerviosismo—. Voy a dar una vuelta por arriba a ver si encuentro a este. Ya te aclararé todo esto ahora cuando baje.
Y sin dar más explicaciones, desapareció. Ambrosio se quedó perplejo: las personas que tan pronto eran simpáticas y dicharacheras como taciturnas y ensimismadas le sacaban de sus casillas. Resulta que él, que era el que se suponía que había de dar las órdenes, se veía arrastrado por las decisiones de su lazarillo, que debía limitarse a ser su conductor, como mero taxista. Además, era tan engreído que no era capaz de consultarlo o comentarle sus intenciones. Lo llevaba a un sitio desconocido, lo dejaba allí en el bar y el caradura desaparecía a buscar a un tipo que vete a saber quién era.
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