Subía con el rebaño por el antiguo camino hacia la capital. El sol lo deslumbraba. Las ovejas ascendían arremolinadas como si les costara dejar el calor de la cija y temieran enfrentarse al rocío que revestía aún los juncos y las chaparreras. A esas horas, la población comenzaba a despertar con el tañido de las campanas que convocaban a misa de diario a las mujeres viejas. También recorrían los barrios las voces del panadero y de unos quinquis que se prestaban a arreglar los cacharros agujereados o a componer los asientos de sillas desvencijadas. Ese ajetreo matutino era lo último que escucharía antes de regresar anochecido, no siendo las esquilas de sus ovejas o los ladridos de sus perros cuando alguien se aproximara. Paz y meditación, con algunas palabras cariñosas dirigidas a sus más fieles animales, los perros, y también a aquellas ovejas que se mostraban más solícitas. Las acariciaba y hablaba con voz baja, como si quisiera que el resto del rebaño no se enterase. El silencio o el silbido que de vez en cuando entonaba para desalojar por un momento al primero eran lo único que jalonaba el discurso de pensamientos que, como curso de agua, con sus remansos y torrenteras, lo acompañaba durante la jornada.
Las ovejas se detuvieron a la altura de Fuentes Viejas. El sol le seguía dando de lleno en los ojos. Las fue adelantando hasta situarse en cabeza. Los perros se situaron a los lados. Desvió la mirada a las eras verdes donde unas sábanas estaban extendidas y sujetas con pequeñas piedras en las esquinas para que no se volaran. Una chica alta se encontraba en un tendal improvisado con dos estacas, prendiendo de la cuerda ropa recién lavada. Lo miraba sin dejar de ir colgando las piezas.
—Hola —se atrevió ella a romper el silencio.
—Buenos días —respondió el pastor al mismo tiempo que con un silbido puso en marcha su pequeño ejército ovino.
Ella sonreía. Se acercó. La muchacha era guapa, pero sobre todo llamaba la atención su altura. No había conocido una mujer así. Parecía simpática y abierta, como si no le importara saludar a un extraño. El pastor, un muchacho que la sacaría siete, no más de diez años, no cesaba de mirarla sorprendido ahora también por su hermosura. Había chicas guapas en el pueblo, pero esa belleza era exótica. Su media melena pajiza estaba desordenada, como si pocas veces se pasase un peine, pero su cara era provocativa. Apreciaba que no se arredraba en su presencia, confiada en la prestancia de sus ojos vivos, en una nariz pequeña y arrogante y en una boca segura de saber las palabras que había que decir y de tener claro qué labios besar.
—¿Me das un poco de leche? —descarada se dirigió a él detrás del tendal.
Las ovejas se habían extendido ladera arriba y pastaban sin moverse; los perros estaban echados, uno sobre el mismo camino, el otro encima de una pequeña piedra. Cumplían su misión de vigilar sin estar pendientes de las órdenes del amo.
La chica bordeó el tendedero hasta presentarse delante de él. Era impresionante. No le salían las palabras; solo sus ojos recorrían lentamente su figura. Llevaba una blusa que le dejaba los brazos desnudos, al igual que la escasa falda dejaba al descubierto sus inmensas piernas. Las dos prendas eran de un azul desvaído que resaltaba el color cobrizo de la piel de la cara y de todo su cuerpo.
La chica dejó de reír al no responder y, entonces, descubrió otra vertiente igual de hermosa de su personalidad.
—¿Que si me das un poco de leche?
—¡Un poco de leche! —No entendía muy bien lo que pretendía la muchacha.
—Sí, que si me dejas ordeñar alguna oveja recién parida.
—Sí —aceptó.
Se sintió mal al acceder. Las madres habían amamantado a los recentales en el redil y no tendrían leche en sus ubres, pero solo por permanecer a su lado, le daría cualquier cosa que le pidiera.
—¿Cómo te llamas? —le incitó para que hablara con él.
—Faustina. ¿Y tú?
—Fernando.
—Bueno, Fernando, ¿me dejas ordeñar una oveja?
—Sí, pero a estas horas están secas.
—No te preocupes.
Fernando se aproximó al rebaño. En el trayecto le dio tiempo a explicarse la presencia de esa muchacha en los lavaderos. Era una quinquillera. Su familia recorría a esas horas las calles del pueblo. Ella se había quedado realizando la colada y cuidando el campamento, un carromato valenciano y una pareja de caballos que pacían al lado, trabados por las patas delanteras con una soga para que no se escaparan. Sintió miedo. La chica de quince años, con una atracción irresistible, le atemorizaba. Era algo prohibido, no solo por su poca edad, sino por no ser igual que él, como la gente normal del pueblo. Ellos se regían por unas costumbres diferentes. Su ley no era la suya, e infringir sus normas o no respetar a sus mujeres, indefectiblemente suponía pasar unos límites que conllevaban un castigo.
Dudó si agarrar a una de las madres más dóciles y arrastrarla hasta el campamento, o arrear al rebaño para pasar de largo. Aunque no quiso, como si se hubiera aislado en una campana donde no oía la voz de su conciencia, se presentó ante Faustina. Esta lo esperaba con un perolo en las manos.
—Sujétala un poco.
La muchacha se puso de rodillas a un lado y con palabras tiernas dirigidas a la oveja, que volvía la cara para comprobar quién le hablaba y la acariciaba, le sobó la ubre hasta que de uno de sus pezones brotó un chorro de leche. El pastor no se podía creer lo que estaba viendo. La madre fue rezumando de sus entrañas hasta no dejar ni una gota. Sin que Fernando se lo pudiera impedir, la muchacha bebió todo lo que había conseguido extraer. No le dio tiempo a sugerirle que lo hirviera.
Con los labios manchados con hilos blancos de leche, sin querer relamerse o limpiarlos, Faustina ordenó a Fernando que se aproximara. Lo atrajo hasta su cara, sujetándole la cabeza con las dos manos aún húmedas de leche, hasta acercar sus labios a los de él.
—Bésame —le ordenó de manera que no pudiera negarse.
Fernando tardó en abrazarla, pero el ímpetu de sus besos, que lo succionaban hasta saborear la leche que ella acababa de beber, le hizo entregarse sin miedo, obsesionado con los contornos de una anatomía paradisíaca. Faustina exaltaba su cuerpo para que las manos de Fernando saborearan las delicias de su piel y el fuego de su sangre. Él intentó vencerla para que ambos quedaran tendidos, pero ella lo impidió.
—¿No quieres que nos demos un baño?
No era una proposición, era una orden que dejó perplejo a Fernando, porque supuso detener la lava de su volcán cuando más en ebullición estaba.
Faustina, con la misma ternura con la que antes había sometido a la oveja, le dio la mano y le sonrió animándole a que no fuera cobarde. Su seguridad no era la de él. En ese momento en el que se posponía su entrega, sintió el temor de que su familia o cualquiera los pudiera sorprender. En cambio, Faustina se comportaba como si ambos fueran los únicos seres vivos del universo.
Las tres pozas estaban limpias. La de restregar era la última. En el agua flotaban restos del jabón con el que Faustina había lavado la colada que acababa de tender.
—Quítate la ropa, toda hasta quedarte coreto —le ordenó la muchacha.
Fernando dudó, pero la mirada fija, en la que no había vergüenza ni excitación, lo intimidó y lo hizo obedecer. Con movimientos rápidos se quitó la ropa y se quedó quieto esperando sus indicaciones.
—Ahora, a la pila.
Con el jabón en la mano, se metió con él, pero sin desnudarse. Le entregó la pastilla para que se frotara por delante, sin quitarle ojo para supervisar si lo hacía bien. A continuación, ella misma lo restregó por detrás y le ordenó que bajara la cabeza. Con un cubo y un pequeño jarro le mojó el pelo, le aplicó también jabón y se lo lavó introduciendo finos dedos en sus guedejas negras. Fernando sentía el roce tierno entre el bosque de pelos y cómo sus falanges se colaban por las oquedades de sus orejas. Cuando el enjabonado finalizó, con el jarrillo le fue vertiendo agua por arriba y por todos los lados, acompañando las pequeñas cataratas con los roces delicados de su mano izquierda. Lo mandó salir y quedarse de pie sobre una piedra, mientras ella seguía pasando sus manos por la cabeza, la espalda, el pecho y las piernas hasta que su piel se quedó seca. Ella misma recogió su ropa, al tiempo que le tendió la mano para guiarlo. Fernando se dejaba hacer, tan solo pendiente de cumplir los deseos de Faustina.
Los dos subieron al carro valenciano de la familia. Dentro, seguro de que ella era su tesoro, Fernando la desnudó hasta que sus senos y sus piernas fueron solo de él. El calor que transmitía la muchacha sobre su cuerpo aterido era la brasa más deliciosa de la que nunca antes había gozado. Su piel suave y tersa se acomodaba a la de ella hasta que ambos alcanzaron una temperatura similar. Mientras, sus bocas y sus lenguas se fundían en un nido de deliciosos bocados aún con el sabor de la leche recién ordeñada. Faustina recibía feliz y excitada los abrazos del pastor. Sus manos le recorrían las infinitas piernas y afianzaba su seguridad atrayéndola hacia él por los glúteos, mientras sus labios lamían sus pezones. Ambos se entregaron el uno al otro como si en ese momento el universo se hubiera creado obra de su pasión. A partir de ese instante, el sol brilló aún con más intensidad. Faustina le ayudó a vestirse en el reducido espacio del lecho. Cuando estuvo listo, descendió. También ella salió. Lo besó con ternura y los dos se separaron.
El rebaño y los perros no estaban a la vista. Fernando se fue alejando del campamento despacio y dándose la vuelta para no perder de vista a Faustina, hasta que la distancia recorrida les impidió verse. Las ovejas seguían pastando a sus anchas. Solo los perros se le acercaron para recibir los parabienes por haber desempeñado bien su cometido durante la ausencia del amo. Fernando les dio unos golpecitos cariñosos en la cabeza, a la vez que les atusaba el pelo hacia atrás. Se quedó quieto, pensando en lo feliz que era y deseando que esas sensaciones placenteras se prolongaran durante el día. Faustina era la felicidad, el amor, la ternura, la compañera que querría para siempre junto a él, aunque, de momento, el sosiego le impedía determinar qué decisiones habría de tomar.
Su mente estuvo ocupada pensando en Faustina y cavilando sobre las sensaciones que la experiencia amorosa había dejado en ella. Se la imaginaba desenvolviéndose en el campamento, mientras el resto del clan deambulaba por el pueblo. Seguramente se encargaría de poner lumbre y de preparar la comida. ¿Estaría pensando en él?
El rebaño avanzaba hacia la parte alta del término, encaminado a la dehesa de verdes pastos. Fernando se rezagaba e intentaba detenerlas para que no se alejaran tanto. Cada paso que daba lo separaba más de la querida muchacha, pero el hato buscaba la hierba fina. Hubiera querido volver el careo otra vez para aproximarse al campamento, pero cualquiera con quien se hubiera encontrado le habría preguntado por esa extraña maniobra de cambiar la dirección a esa hora tan temprana de la mañana. Las ovejas, condicionadas por su apetencia de un alimento exquisito, lo alejaban irremisiblemente del campamento de los hojalateros.
El recuerdo placentero se fue extinguiendo y su mente solo dio vueltas sobre la manera en que Faustina entrara en su vida. Creyó que, al regresar, debía hablar con sus padres, pero consideraba los riesgos a los que se exponía tanto él como la propia muchacha. Es más, era casi seguro que la chiquilla no habría comentado nada de lo sucedido entre los dos a sus padres. ¿Cómo iba a abrir la boca para descubrirlo? Con una inquietud que fue aumentando transcurrió la jornada. Sacó las ovejas de la hondonada llana para ascender hasta el alto. Él iba primero y las ovejas, remisas, lo seguían despacio. Su deseo era coronar el peñascal y mirar a ver si aún permanecía el carromato de los quinquilleros. Tuvo que buscar el punto justo desde el cual descubrió los lavaderos y también el campamento. Se tranquilizó. Continuaban instalados. Se afanó por buscar la forma de salir del atolladero. ¿Sería oportuno dirigirse a ellos o, mejor, olvidar a Faustina?
No fue capaz de decidirse y llegó a las eras donde estaba la familia. Se colocó en el centro y los perros a los lados para detener todo lo posible a las ovejas. Con disimulo miraba a ver si divisaba a la muchacha. Emilia se desenvolvía en torno a la hoguera. Parecía que otra vez se ocupaba de cocinar. Ella se dio cuenta de que el pastor la miraba, pero no le hizo ninguna señal. Más bien se comportaba con disimulo, mientras su padre reaccionó sorprendido de la curiosidad del pastor. Fernando se fue alejando con lentitud, pero percibió que el hombre se levantaba y parecía dirigirse a su posición. Pronto perdió de vista el carro y a Faustina.
Él no sabía cómo afrontar las próximas horas. Tendría que atender a sus animales, se acostaría… Y ¿qué haría al día siguiente? ¿Y Faustina? Continuaría con sus obligaciones: preparar la cena, o audar a reparar los cacharros que les hubieran encargado arreglar. Pero seguro que a ella también le rondaría por la cabeza el encuentro con él. ¿Cómo afrontaría esas horas? ¿Olvidaría lo sucedido o estaría cavilando la forma de volverse a encontrar con él? Quizás para ella no fuera más que un episodio de una larga historia donde él no tendría cabida y que olvidaría sin más. Él no estaba dispuesto a que esto sucediera. No podía dejar pasar la oportunidad que la vida le había brindado. Se convencía de que nunca, por muchos años que viviera, conseguiría conocer a una mujer igual.
Se metió en la cama pronto. Albergaba la esperanza de que el sueño le alejara de esta preocupación o, por lo menos, le aclarara la iniciativa mejor para conseguir su objetivo. No fue así: no pegó ojo en toda la noche y su mente se hallaba más obnubilada que cuando se acostó. La única idea clara era que le urgía prepararse cuanto antes, atender a sus animales y salir hacia Fuentes Viejas. Cuando estuviera allí, ya se le ocurriría algo, o por lo menos, se conformaría con ver a Faustina.
El rebaño avanzaba con desgana, como si no aceptara salir tan temprano de la cija. Fernando miraba en dirección de los lavaderos buscando una señal que denotara la presencia de los quinquilleros. No vio humo de la hoguera y, en las inmediaciones, no oyó ninguna voz que atestiguara su permanencia. Hasta que no estuvo en mitad de las eras, no se convenció de que habían levantado el campamento. Se acercó a la lumbre para ver si aún perduraba el rescoldo, pero no desprendía calor. Supuso que el fuego no había sido encendido esa mañana y que la tropa habría marchado antes de despuntar el día. Las ovejas y sus perros lo miraban, seguros de que a su amo le sucedía algo extraño; él, extraviado en el atolladero del tormento y la incertidumbre, era consciente de que había perdido para siempre a Faustina. Se le cruzó la idea de abandonar a sus ovejas y salir detrás del carro, pero, ¿cuál podía ser la dirección de unos mercheros que recelaban de los caminos transitados?
Las ovejas pronto perdieron el interés por él, y los perros, con pasos lentos, se aproximaron hasta quedar a su lado. Él les acarició la cabeza y, mientras pasaba su mano por el recio pelo de los animales, recuperó la conciencia de la realidad. Merodeó por la era sin decidirse a alejarse hasta que descubrió un pequeño pañuelo encima de una piedra. Al principio no le llamó la atención, sin embargo, de pronto, sintió una corazonada. El blanco paño estaba sujeto por piedrecitas para que el viento no se lo llevara. Le pareció extraño que Faustina lo hubiera puesto a secar allí y no en la cuerda donde la había visto tender la colada. El pañuelo estaba seco y parecía planchado. Retiró las piedrecillas y le dio la vuelta para contemplar al derecho el bordado. Decía FAUSTINA con una caligrafía barroca. Aún perduraba el aroma salvaje de ella. Fue consciente de que había pensado en él y que esa prenda era la forma de decirle que lo echaría en falta.
Días después, cuando se recuperó de lo que todos pensaron que eran unas fiebres de Malta que le hicieron permanecer encamado una semana, aceptó la amargura y el recuerdo vivo de Faustina como compañeros inseparables de su vida.
PLANTA QUINTA
La vida se empeña en torturar al doliente, al que la desprecia, al que está solo, pero un pastor aguanta el suplicio con el estoicismo del que ha visto amanecer y anochecer cada día de su existencia y ha sido consciente de la fatiga y del descanso. Para sus ovejas era todo su cuidado. Siempre pensando en qué pastos, hierbas verdes o rastrojeras podían ofrecer un mejor careo. Él no era nadie. Se dejaba arrastrar por la monotonía del pastoreo, sin desear alivios pasajeros, que eran peores. Todos los días lo mismo. «Mejor», pensaba Fernando. «¿Qué más da?». El cariño, para sus animales; también, para sus perros. La única ternura que recibía era de ellos, que sabían agradecer los cuidados que les dispensaba.
La vida de un ser humano es intensa, y breve al mismo tiempo. En su conciencia existen fuerzas que denodadamente luchan por mantener el mundo del individuo como único. Este piensa que él forma parte de todo lo que ve y lo que solo intuye, pero sabe que sus días son una burla en la eternidad del Universo, y que su persona es una mota de polvo en la inmensa masa de la superficie terrestre, pero es consciente de su derecho a la felicidad y, si esta no llega, se afana, al menos, en evitar sufrimientos innecesarios. Fernando ha llevado una vida en la que ha predominado esta sensación. Cuando le llegó el retiro, se desprendió de sus animales, sabiendo que el futuro sería una incógnita, pues a ellos había dedicado toda su vida. En cambio, no se deshizo de sus perros; estos fueron muriendo en su compañía. Cuando falleció el último, no quiso tener más. Vivió siempre solo; su casa terminó siendo una jaula de la que salía de vez en cuando para que los demás se percataran de que vivía. Tenía una hermana menor que estaba pendiente de que no le faltara lo más esencial y de que unas manos femeninas se encargaran de poner orden y muestras de delicadeza en su ropa y comida. Ella le propuso que se fuera a vivir con ellos, o buscarle una residencia para mayores, pero Fernando, sin oponerse con brusquedad a ninguna de las dos propuestas, siguió solo en su casa. Siempre había sido una vivienda demasiado grande para una persona, pero su madre se empeñó en que el hijo soltero heredara la casa donde nació. Allí, en los inmensos corrales, había guardado las ovejas. Ahora, su preocupación era mantener en pie las paredes de adobe y que los chamizos no se vinieran abajo. Estos cometidos formaban parte de su ocupación diaria. No tenía sentido, pero no podía soportar salir al corral y ver una piedra fuera de su sitio o una teja removida. Le advertían que ya no tenía edad para subirse a una escalera y que las caídas podían ser mortales, pero se reía de esas reconvenciones. Se sentía ágil y no tenía vértigo, y si se caía, mala suerte. Ojalá se cayera y le viniera la muerte, pero ese deseo nunca lo expresaba en voz alta. Había otros que lo proclamaban sin venir a cuento en muchas ocasiones; a él no se le ocurriría llamar la atención de nadie con semejante estupidez. La vida y la muerte habían de ser un acto transcendental, íntimo, y no exigían ceremonias que desviaran la atención que merecen.
Procuraba ocupar la mayor parte del día con tareas que asumía con responsabilidad y orden, de tal manera que nunca su mente vagara desocupada y especulara con tonterías. También procuró comer mejor de lo que lo había hecho durante su vida de pastor. Cada día de la semana tenía asignado un plato diferente para la comida y la cena. Su hermana le traía preparado algo de lo que ella cocinaba en casa, pero él también había mejorado la elaboración de sus guisos. Al final de la jornada, le sucedía lo mismo que cuando pastoreaba, terminaba rendido. Era el momento más especial. Cada noche, antes de meterse en la cama, extraía el pañuelo de Faustina, guardado en el bolsillo interior de la chaqueta del traje que solo se había puesto en contadas ocasiones de su vida. Deletreaba ese nombre, lo pronunciaba en voz alta para conseguir que ese contacto íntimo con algo que había pertenecido a ella pareciera más real. Se lo aproximaba a la cara y olía la fragancia aún viva, la misma que él aspiró cuando la tuvo entre sus brazos. Este ritual le hacía dormir profundamente. Era un sueño que podía ser la antesala de la muerte y no le hubiera importado no despertar a la mañana, pero la energía vital que recorría su cuerpo no lo abandonaba y le impulsaba a enfrentarse a un nuevo amanecer. Su mente seguía siendo parecida a la de siempre; no creía que fuera muy distinta a la de su juventud. La única diferencia era que ya no aspiraba a nada y que no le importaba irse ya de este mundo; pero aceptaba la suerte que le había correspondido y se ponía en manos del destino para que eligiera el momento de dejar de existir.
Llevaba unos días con una sensación rara en el estómago: era una leve molestia en la parte izquierda. No le dio importancia: achaques de la edad. No había sufrido dolencias graves y no tomaba ningún medicamento, pese a sus muchos años. Sin embargo, el dolor no desaparecía y le empezó a molestar. Cuando se intensificó, acudió a la consulta del médico. Este le tomó las constantes vitales y comprobó que tenía la tensión muy baja. Decidió remitirlo a Urgencias del hospital. Un sobrino lo llevó en coche, acompañado de su hermana. El diagnóstico fue una inflamación de los conductos biliares y la acumulación de piedras en la vesícula. Lo dejaron ingresado en planta. No contemplaron su extirpación por su avanzada edad, así que le limpiaron los conductos y atajaron la infección con dosis altas de antibióticos. Pronto notó mejoría y pudo moverse con libertad por el pasillo de la planta. Las horas le resultaban interminables y sentía la necesidad de salir de la habitación. Caminaba y observaba a los otros enfermos postrados en sus camas. Saludaba y, si se terciaba, entablaba conversación con aquellos dispuestos a intercambiar unas palabras en la soporífera espera del alta, que todos deseaban con ahínco.
En uno de esos paseos, un celador conducía una cama con una paciente que era trasladada a planta desde Urgencias. Se fijó en ella porque en el cabecero de la camilla, en un papel, ponía su nombre: Faustina. No le dio tiempo a observar con detalle su cara, pero sintió en el alma que esa mujer podía ser su Faustina. Se quedó paralizado en medio del pasillo. Las enfermeras entraron en la habitación donde la habían dejado. Era en su planta. Sería una coincidencia sorprendente que se tratara de la misma mujer por la que había suspirado toda la vida, pero no descartó esa posibilidad. Se acercó a la habitación y cuando el personal sanitario salió, se atrevió a entrar. La mujer permanecía con los ojos cerrados. A su lado la velaba la que parecía ser su hija.
—¿De dónde sois? —preguntó Fernando.
La hija tardó en responder, sin saber por qué ese señor mayor, en pijama y bata, se interesaba por su residencia.
—Tu madre me resulta conocida —se explicó Fernando, comprendiendo que no se podía abordar de la forma que lo había hecho a unos extraños—. ¿Qué le pasa?
—No sabemos, pero parece una hemorragia interna… —le respondió afligida.
La hija se incorporó del sillón y se acercó a Fernando. En esos breves momentos, había observado a su interlocutor y le pareció un ser afable y de curiosidad no malsana. Fernando le dio cuenta de sus dolencias y se extendió al decirle que toda su vida había sido pastor. Antes de retirarse, volvió a leer el mismo cartel con el nombre de Faustina en la parte posterior de la cama.
Nunca había referido el encuentro amoroso a nadie; no lo iba a hacer ahora, y menos, a la hija de esa mujer. La primera impresión de que podía tratarse de ella se había desvanecido mientras Fernando estuvo a su lado. La enferma no se movió. Dormía como si necesitara el sueño después de muchas horas sin haber descansado. La información que recabó de su cuidadora no resultó determinante para llegar a la conclusión de que se trataba de Faustina. Tampoco podía deducirlo por sus facciones.
Esa noche, cuando reinó la calma después de los últimos cuidados de las enfermeras, a escondidas, sacó el pañuelo bordado de la chaqueta nueva que se había puesto para ir al hospital. Repitió el ritual y lo volvió a poner en el bolsillo interior con sumo cariño. Su contacto lo tranquilizó.
A la mañana siguiente, antes de que la maquinaria hospitalaria comenzara a funcionar con el cambio de turno del personal, se levantó y fue a la habitación de Faustina. Su hija había permanecido a su lado, en el sillón, toda la noche.
—¿Qué tal ha dormido tu madre? —Se interesó Fernando.
—Mal, ha estado muy inquieta y desorientada. Ahora parece que se ha quedado traspuesta.
Su rostro mostraba que no había pegado ojo.
—Si quieres bajar a la cafetería a desayunar, me puedo quedar con tu madre.
Dudó de si aceptar la propuesta, pero la acompañante del otro enfermo de la habitación la animó, comprometiéndose a encargarse de la madre si necesitaba algo.
Fernando se sentó en el sillón. No quitaba sus ojos de Faustina, que respiraba agitadamente, pese a parecer dormida. Las persianas aún permanecían bajadas y la luz que entraba del exterior era muy tenue. Uno de sus brazos, el que no tenía la vía, se encontraba fuera. Fernando fue a arroparla, pero esa mano le tomó la suya con ternura y no la soltó. La mujer continuaba durmiendo, tal vez soñando, por su agitación. La apretó a ver si conseguía calmarla. Las dos manos se entrelazaron, y ambos sintieron el ardor que fluía a través de ese puente de afecto.
Llegó la hija. Fernando se levantó del sillón y, sin soltar la mano de Faustina, la besó en la frente.
De nuevo, en su habitación, se metió en la cama. Se arropó para guardar durante más tiempo la sensación apacible que había conseguido con el contacto de Faustina.
A última hora de la mañana, en la tregua entre enfermos y médicos, después de que estos los informaran de la evolución de sus dolencias, Fernando se interesó por el estado de Faustina.
—Mal, pocas esperanzas —fue lo que consiguió decirle la hija.
Su madre había despertado. Sus ojos vivos no se correspondían con el pronóstico grave de los médicos. Sonreía, seguramente por sentir aún aliento. Incluso, quizás notara una leve mejoría gracias al efecto de los medicamentos. Pero Fernando creyó que esos síntomas había que interpretarlos como que ella evolucionaba positivamente.
Salió y anduvo por el pasillo atestado de personal sanitario y de enfermos que podían permitirse libertad de movimientos. Fernando, sin querer ser una molestia, entraba de vez en cuando a comprobar cómo se encontraba Faustina. A veces la veía con su sonrisa dulce; otras, adormecida. Miraba hacia la hija a ver si consentía que se acercara. Fernando le tomaba la mano y le daba un leve apretón. Faustina sonreía con más intensidad y lo miraba, pero sin decir ninguna palabra. Fernando desvió los ojos a su hija a ver si le explicaba por qué no hablaba.
—Ya hace tiempo que no es capaz de articular nada. Solo sonríe, cuando está bien —le explicó.
Después de la siesta, antes de que le trajeran la merienda, Fernando la visitó de nuevo. Mientras descansaba se le había ocurrido la idea de llevarle el pañuelo que ella le dejó como recuerdo. Ya no le importó que alguien más pudiera verlo y que tuviera que explicar el motivo por el que mostraba esa prenda.
—Mira, Faustina, lo que te traigo —le dijo bajito para no perturbarla.
Se lo puso a la altura de los ojos de manera que pudiera leer su nombre. Por un momento perdió la sonrisa que mostraba y a punto estuvo de soltársele las lágrimas, pero Fernando le dio la mano y le contuvo el llanto y la besó en su frente morena, surcada por profundas arrugas.
Antes de que su hija le exigiera explicaciones de lo que acababa de suceder, Fernando salió de la habitación.
A lo largo de la tarde, entró más veces. Faustina continuaba igual. Fernando pensó que su hija tal vez le pidiera que le aclarara lo del pañuelo y quisiera saber qué tipo de amistad había existido entre los dos, pero esto no sucedió. Le miró con más ternura y le cedió el sillón para que permaneciera junto a su madre. Antes de acostarse, cuando Faustina ya dormía, la besó en la frente para despedirse hasta la mañana siguiente. Le costó separarse de ella y no se decidía a salir de la habitación. La miraba y la forma de respirar no le gustó. Esas bocanadas le recordaban la agonía de sus ovejas enfermas. No pudo convencerse de que su alarmismo no estaba justificado. De nuevo se aproximó y le cogió la mano para besársela.
Despertó de mal humor por haber dormido profundamente. Calculó, por la luz que entraba por el ventanal, que ya era tarde. Se dispuso a ir a ver cómo había descansado Faustina, pero antes de encaminarse, descubrió un sobre en la colcha de la cama. Lo miró y, como carta que se sospecha que no trae buenas noticias, se alarmó. Lo tomó temeroso de la sorpresa que con seguridad se llevaría. Se trataba de una fotografía. La extrajo y la miró. Comenzó a llorar. Lágrimas y lágrimas remansadas durante toda su vida fluyeron por sus mejillas. No quiso contenerlas ni desviar su curso. Que lo empaparan, que inundaran su cuerpo y su alma hasta ahogarlo de una vez por todas. En esa fotografía aparecía Faustina cuando era una muchacha, tal cual él la conoció. Era esa chica alta, con un vestido blanco provocativo que dejaba al aire sus largas piernas y sus brazos descubiertos. Una mirada seria y segura de saber sus deseos que transmitía independencia y un amor a prueba del paso del tiempo.
Por un instante, creyó que el obsequio era un buen augurio y el premio a su acertada corazonada. Pero pronto se desvaneció al comprobar que Faustina y su hija no se encontraban en la habitación. La cama que ella ocupaba estaba hecha, dispuesta a acoger a un nuevo enfermo. La acompañante le hizo un gesto elocuente de que la muerte había visitado a su amiga durante la noche.
Pensó que también era su momento, que ahora sí ya no merecía la pena existir. Sin embargo, esa fotografía era un impulso a seguir manteniendo vivo el recuerdo de Faustina. Como buena merchera, se había alejado sin despedirse, pero dejándole cada vez que se había ido vestigios de su estela, y esta vez estaba seguro de que no tardarían en volver a encontrarse para siempre y permanecer juntos.
Comentarios
Publicar un comentario