Salió de la habitación hacia la cocina a vaciar el cenicero en el cubo de basura y a beber un vaso de agua. Allí, en bata, estaba Jara con Javi preparando una suculenta pizza. Llevaba tiempo estudiando y necesitaba estirar las piernas. Intercambió unas frases con ellos y les dejó que continuaran a lo suyo. Jara le caía bien; el novio, no tanto. Regresó a su habitación, que compartía con Tina. Vivía en un piso de estudiantes. Era época de exámenes y había que apretar para dedicar tiempo a todas las materias. Se sentó en su mesa y se enfrentó a los apuntes de clase. Después de otro rato, cuando comprendió que su imaginación se imponía a la concentración para retener los contenidos, se levantó y se dirigió otra vez a la cocina. Antes de llegar, se topó en el pasillo con dos extraños. Supuso que eran conocidos de Jara, posiblemente amigos de Javi, por lo que no se sorprendió de la soltura con la que se movían por el piso. Se saludaron e intercambiaron unas breves palabras. Después del descanso en la cocina, regresó a su habitación y descubrió a estos intrusos tendidos transversalmente en su cama. Tina, su pareja, continuaba sentada en su mesa. No necesitaba descansar con tanta frecuencia como su compañero, que cada poco rato tenía que estirar las piernas y beber agua, constantemente bebía agua. Se sentó sin decir nada a esos dos extraños. Intentó concentrarse, pero con su presencia le resultaba imposible. Chito buscó la cara de Tina y, con la mirada, le preguntó si sabía quiénes eran esos dos que tan plácidamente se hallaban tendidos en su cama. Su respuesta gestual fue tranquilizadora. Debía considerar natural su presencia en su cuarto. Él aceptó con resignación esa situación extraña que no comprendía. Procuró continuar estudiando como si esos dos no se hallaran a sus espaldas, pero le resultaba imposible centrarse en los apuntes de Historia de la Lengua, que era la asignatura que estudiaba en esos momentos. Sin que le oyera moverse, uno, el más alto, que era muy delgado y con un rostro chupado, se había situado delante del equipo de música. Sonaba Force majeur, un disco de Tangerine Dream. Sin consultar, levantó el brazo del tocadiscos y paró la música. Cuando extraía el vinilo con la intención de poner otro, Chito no lo permitió.
—Pero tú de qué vas… —le reprochó al altirucho, que desde el primer momento le cayó mal.
El intruso se quedó quieto ante la actitud tan brava del estudiante. Le miró a continuación. Sus ojos estaban cargados de mala leche.
—Déjame en paz, tío. Pasa de mí, que no quiero hablar contigo —le recriminó con desgana.
Sus palabras se quedaron flotando como si las hubieran hinchado con aire, igual que si fueran globos.
—Parad —intervino Tina con la intención de imponer una tregua.
Sin embargo, por la actitud de su compañera, Chito interpretó que se disculpaba por él por su reacción al no permitir manipular el equipo de música, que había logrado reunir comprando pieza a pieza con mucho esfuerzo, al igual que la colección considerable de discos.
Chito salió de la habitación con la mente perturbada. No quería dar un espectáculo delante de su compañera. El peso de la culpabilidad le aturdía, sobre todo porque no aceptaba que se hubiera comportado mal. ¡Habían sido esos dos tipejos descarados los que habían entrado en la habitación sin pedir permiso, se habían tendido en su cama y se atrevían a meter sus manos en el equipo de música!
Al salir, comprobó que no reconocía el piso. Lo que eran tres habitaciones pequeñas y una cocina minúscula se había transformado en una gran vivienda de planta baja. Sus dependencias eran espaciosas y los techos muy altos, aunque en ellas no había muebles. Reinaba una penumbra perturbadora. Por las habitaciones pululaba una fauna urbana variopinta: punkies, yonquis, pasotas, rokers… Todos parecían estar en una fiesta de alcohol, droga y sexo, aunque el ruido era atenuado. La mayoría se encontraban tirada en el suelo, sobrellevando una resaca vergonzante. Sin saber de dónde le salía el ánimo suficiente y a pesar del espectáculo esperpéntico, sintió deseo de unirse a esa orgía decadente. Deambuló por la casa buscando a alguien con quien compartir la alegría, pero todos estaban para el arrastre y nadie le prestó atención. Al comprobar que no pintaba nada en ese lugar, salió de la casa. Al instante, se percató de que esa vivienda se hallaba en su pueblo. Aún era de noche, pero no se atrevió a recorrer las calles por miedo a que alguien lo reconociera. No se alejó demasiado, deambulando por las eras y los pajares de la periferia.
La noche se le pasó muy rápidamente. Cuando el día despuntó y el sol comenzó su andadura, se halló en la calle donde estaba la casa de sus padres. En el momento de divisarla, se dio cuenta de la vestimenta que llevaba: una sábana blanca que le recubría el cuerpo desnudo, como si se hubiera escapado de una película romana o de un desfile de carnavales. En el instante en que era consciente de su imagen, su padre le divisó cuando se dirigía a la cuadra; también su madre estaba en el umbral de la puerta. Esta lo vio y salió corriendo hacia él llamándolo. Chito se dio media vuelta y huyó con la esperanza de que creyeran que se habían equivocado al identificarlo y así evitar dar unas explicaciones poco creíbles de su presencia en el pueblo cuando debía estar en Salamanca. En su huida, la sábana resbalaba de su hombro y tropezaba con ella. Se angustió con la eventualidad de toparse con algún vecino que lo reconociera. No se paró hasta dar con la casa de la que había salido hacía unas horas. Ya dentro, cerró asegurándose que era imposible abrir la puerta desde fuera.
La luz de la mañana entraba a raudales por las ventanas. Se sorprendió de que no hubiera nadie. Además, no quedaban señales de la fiesta apoteósica. Olía a limpio y a aire fresco de la mañana, como si la acabaran de ventilar. En la cocina espaciosa, descubrió una chica que le dio la impresión de que lo esperaba.
—¿Dónde está Tina? —le preguntó, aunque estuvo a punto de pedirle primero una explicación de la transformación sufrida en la casa.
Chito se asustó ante la eventualidad de que su compañera también hubiera desaparecido entre la maraña de asistentes a esa convocatoria, o peor aún, que estuviera liada con alguno de ellos.
—A mí qué me preguntas… —le respondió despectivamente al tiempo que le señaló una habitación con la puerta cerrada.
La actitud de la desconocida parecía confirmar sus inquietudes.
Con cautela y temor a que fueran verdad sus sospechas, abrió la puerta. En el cuarto había bastantes personas tumbadas en el suelo durmiendo. Entre esa gente, se hallaba Tina, dormida y sin arropar. La despertó y se alarmó en la transformación de su aspecto. Se había cortado el pelo, luciendo una media melena; además, su cabello era liso y se había dejado un largo flequillo.
—¿Qué quieres? —Parecía molesta por la presencia de su compañero.
Chito no respondió y salió de la habitación hacia la cocina, donde ahora se encontraba el individuo alto, serio, con cara de mala hostia, que se había atrevido a tumbarse en su cama y a tocar su equipo de música.
Sin abrir la boca, se abalanzó sobre él dispuesto a pegarlo, pero antes de ponerle la mano, se detuvo. No podía. Daba saltos esquivándolo. La chica permanecía allí. Ambos se reían. En ese instante fue consciente de que el responsable de todas las alteraciones que estaban sufriendo era ese altirucho con mirada despectiva y altanera. Se sintió impotente, incapaz de anularlo. Sin embargo, al mismo tiempo, supo que ese extraño tampoco podría dominarlo. Ese personaje se le revelaba poco a poco. Así se convenció también de que todas las personas, incluso Tina, estaban bajo el hechizo de este individuo descarado. Los dos se quedaron parados, uno frente al otro, y el tiempo se detuvo, como si estuvieran condenados a permanecer así toda la eternidad, enfrentados en una lucha en la que no habría victoria, sino una tregua tensa y vigilante. En esta tensión, Chito notó que sus fuerzas y voluntad flaqueaban, y se recostó en el fregadero. El forastero malvado sonrió como si disfrutase con la agonía incipiente. A punto de quedar abatido, Chito comprobó que los rayos solares que entraban por un ventanuco impactaban contra la cara de ese ser despreciable. Sus ojos le parecieron de cristal y sin pupila. La luz solar los hería hasta conseguir que se transformaran en dos pequeñas cuencas acuosas. Chito supo que el poder de influjo residía en su mirada, pero, a la vez, era su punto débil. Sin pensarlo, se concentró para conseguir lanzar una fuerte patada en sus ojos. Cayó al suelo del golpe y quedó inmóvil.
—¡Aaaah! —gritó Tina despertando a todos.
Unos a otros se miraron interrogándose sobre lo que había sucedido y preguntándose dónde se hallaban, como si hubieran estado durmiendo durante mucho tiempo y despertaran fuera de su entorno.
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