La afluencia de público era inusual para un evento de música clásica. Llegué de los últimos y me tocó ocupar una de las plazas peores. Tal vez quienes se encontraban más próximos al escenario improvisado estaban sentados, mientras que yo, al igual que muchos otros que solo habían encontrado acomodo en la tribuna, estaba tumbado boca abajo mirando hacia el piso inferior. La actuación se desarrollaba en una iglesia. Se trataba de un concierto raro, por lo menos para mi cultura musical, algo así como Triple Concierto. No recuerdo por qué motivo se había organizado el evento, pero me vi impelido a asistir por compromiso. No soy un aficionado a la música clásica y después de escuchar las primeras piezas considero que en la mayoría de las ocasiones es el momento justo para finalizar, sabiendo que el resto del repertorio me sonará parecido a lo ya escuchado, por lo que me aburriré o mi mente vagará ideando mil disparates. Por supuesto, no me salgo: espero paciente a que la actuación finalice y aplaudo con más energía de la satisfacción que he recibido. Pero así de generoso soy. La verdad es que por nada del mundo voy a decir que me he aburrido o que no me ha gustado. Sonrío y digo: «Muy buenos» si me encuentro con alguien conocido. Considero que el resto de la humanidad es más entendida que yo en música y me anticipo a escuchar su opinión con mis halagos a los músicos. Hay veces que me llevo un chasco, pues mi interlocutor, sin abrir la boca, pone cara de asco, sin saber con exactitud si su expresión demuestra que se ha aburrido igual que yo o, en realidad, si es un experto, que el virtuosismo de los músicos deja mucho que desear.
El tiempo que permanecí entretenido sin fijarme demasiado en el espacio donde nos hallábamos y del público que asistía, coincidió justo con los compases de las dos primeras piezas. Después, paulatinamente, mis ojos se dirigieron al artesonado mudéjar y a los arcos de media punta armados con inmensos bloques de granito. Al fondo, en una oscuridad casi completa, se adivinaba un altar barroco y, en los laterales, otros altares con su correspondiente imagen de virgen o santo. Estimé que la acústica era perfecta cuando mi mente de nuevo se centró por unos segundos en la música. A mis lados había otros tumbados. Habían permanecido casi sin dar señales de vida, pero ya se iban rebullendo, no sé si por la incomodidad de la postura o por el desinterés del concierto. Nuestras miradas se cruzaban por un instante y desviábamos los ojos por sentirnos unos mirones. Controlaba la respiración y contenía a duras penas la picazón de mi garganta para no toser. Sabía que si comenzaba, me iba a costar parar y llamaría la atención de quienes estaban a mi alrededor. Logré contener las ganas y no fui yo el que inició el recital de toses, sino otra persona a la que le quemaba la garganta. Oí cómo desenvolvía un caramelo y se lo introducía en la boca.
Cuando me quise dar cuenta, comprobé que la gente de mi lado se incorporaba para sentarse y los afortunados del piso inferior se ponían de pie y alguno de ellos hasta salía en dirección al atrio. No me hice la ilusión de que hubiera finalizado, pues de inmediato supuse que era un pequeño descanso. Me incorporé para estirar las piernas. Algunos de los espectadores bajaban. Yo no quise desplazarme por si alguien me quitaba el sitio donde había estado tumbado. Sin embargo, sin perderlo de vista, cuando me hallaba a la otra punta de la tribuna, me di cuenta de que desde allí se veía mejor la actuación y, además, había espacio suficiente para mí, aunque no en la primera línea. Me tumbé antes de fijarme en los compañeros de al lado. Lo primero que comprobé, ya tumbado en el suelo, es que mi cabeza quedaba entre las piernas desnudas de una chica cuyo rostro no lograba ver, aunque sí su cabello castaño. Levanté la vista con el propósito de conocerlo, pero antes de conseguirlo, descubrí a una chica conocida de pie a mi lado. No me extrañó encontrármela en el concierto, porque ella era músico. Tocaba el violín. Solo había hablado con ella brevemente cuando me la presentaron por casualidad. Llegué a la conclusión de que era un poco distante por las pocas palabras intercambiadas y por su mirada altiva. No obstante, me impresionó su belleza singular y, sobre todo, el tacto suave de su cara cuando intercambiamos los dos besos habituales. Nunca había tenido la oportunidad de rozar una piel tan suave. Siempre que después coincidíamos, me preguntaba si esa mujer me gustaba o no. Sin saber si era por ese grato recuerdo táctil o por una belleza extraña y perturbadora (estoy convencido de que a muchos no les parecería especialmente guapa), o por su cuerpo desgarbado, difícil de vestir. En todo caso, me seguía llamando la atención y no la perdía de vista. Ahora me contemplaba en esa situación embarazosa. No apartó la vista de mí e, incluso, cuando comprobó que mis manos, como si se hubieran independizado de la voluntad que me regía, recorrían milímetro a milímetro los muslos de la chica entre cuyas piernas había situado mi cabeza. Avancé despacio, no tanto por el deleite del momento, sino para cerciorarme de que no había ningún impedimento en mi exploración. Para ello levanté la cabeza hacia atrás y pude descubrir su rostro. Se trataba de una chica guapa y joven. Su mirada era serena. Nada me indicó que mi proceder la molestara, al contrario, creo que la complacía. Mi discreción era absoluta. Excepto la violinista conocida, nadie más se daba cuenta del contacto que mantenía. No saber si la chica a la que acariciaba era amiga suya, me generó inseguridad por un instante, pero no aparté mis manos de sus piernas. Era posible que las dos hubieran ido al concierto y que la que estaba de pie no solo estuviera sorprendida por mi atrevimiento, sino por la licencia tácita de su amiga que me permitía saborear cada poro de su piel. Hasta es posible (quizá sea demasiada mi pretensión) que sintiera los vértigos de los celos, creyendo que las manos que recorrían el cuerpo de su amiga deberían encontrarse sobre el suyo. Lo afirmo porque cuando el concierto se reanudó permaneció de pie, ajena a la música. Las luces se atenuaron. Me sentí más confiado sabiendo que la intimidad iba a ser mayor y que mi certidumbre sobre el deseo de mi amante desconocida era completo. Mi mano escaló hasta alcanzar uno de sus pechos. Eran pequeños y lo podía abarcar con mi mano. Entretanto fueron mis labios y lengua los que se deslizaron por los muslos. No podía contener mi lujuria al estar tan próximo a su vulva, pero sobre todo era la perspectiva desde la que la contemplaba. Sus piernas se cerraron sin llegar a presionar mi cabeza. Sentía el tibio calor del rincón donde se alojaba, mientras mi mano derecha se hizo con la otra teta huérfana. Nuestros movimientos eran imperceptibles, yo solo presionaba y soltaba, respirando con suavidad, mientras percibía su excitación. En ese estado, descendí en busca de su sexo ardiente. Mi mano lo cubrió todo; presionaba y soltaba suavemente, sin forzar ni aumentar la intensidad de mis movimientos. Estuve a punto de desviar mi brazo izquierdo hacia la violinista. Creo que ella adivinó mis intenciones y se acercó para facilitar mi maniobra, pero no fui capaz de dar ese paso en el último momento. Me quedé con las ganas de haberla atraído hacia nosotros, de decirle que se echara y situarme entre las dos para continuar con el deleite, pero no me atreví. Si ya resultaba incontenible mi deseo, no estaba seguro de que pudiera soportarlo por partida doble. Tal vez fuera vislumbrar su frustración o que mi mente consideró que no debería ir más allá con la chica que estaba, pero me deslicé hacia atrás sin intercambiar una palabra con ninguna de las dos.
Aprovechando el silencio entre pieza y pieza me incorporé y me dirigí a las escaleras. Fue la primera vez que abandoné un concierto antes de que terminara.
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