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Último tren


La sala de espera estaba iluminada con varias lámparas que, colgadas del techo, se acercaban a los viajeros. Era una luz intensa y cálida comparada con la escasa luz de los andenes. Éramos muchos los que allí nos hallábamos. En mi caso, esperaba la conexión del nocturno de Santander para llegar a Ávila; la intención de los otros me era desconocida: no sé si aguardaban a que se abriera el despacho de billetes o familiares que los recogieran. Mi mirada se dirigía alternativamente a la taquilla acristalada y al andén, donde en cualquier momento había de tomar el tren. En la estación se habían juntado muchos nocturnos que se dirigían al norte: allí, detenido, estaba el que tenía como destino Irún y La Coruña; también el Rías Bajas, el Rías Altas y el mío, El Cantábrico. Los maquinistas habían descendido de la cabina y departían entre ellos. De vez en cuando miraban hacia la oficina del jefe de estación, esperando la orden de reanudar la marcha. Como la parada se alargaba, también habían bajado algunos viajeros que estiraban las piernas.

A lo lejos la noche era negra y nerviosa. Se oía ulular el viento húmedo de un temporal que se había anunciado con tiempo. La estación protegía de la inclemencia exterior. Estaba en la falda de una sierra de granito. Sin embargo, nada más salir, los trenes se enfrentaban a una serranía alta, con su paisaje pelado y atravesado de profundos cañones por donde se enfilaba el viento en su loca carrera.

Nadie sabía las causas por las cuales se había producido esa retención. Yo cavilaba que era a consecuencia del temporal; tal vez el trazado férreo hubiera sufrido un desperfecto, pero era nada más que una especulación.

Durante la espera observé, entre los pasajeros, una presencia inusual de empleados del ferrocarril, pero por la edad deduje que se trataba de jubilados. Unos estaban sentados, otros se atrevían a entrar en las dependencias administrativas, aunque regresaban al poco tiempo a la sala o salían al andén de la vía primera, donde se paseaban mirando también a los convoyes detenidos. Tal vez buscaban la cara conocida de algún maquinista al que saludar. Estos ferroviarios mantenían una calma inquietante. Sus rostros reflejaban las contrariedades intrínsecas al funcionamiento de la red. Seguramente, en su larga trayectoria de trabajadores, se habían hallado en circunstancias parecidas muchas veces. Era cuestión de tener fe en el propio sistema, en su capacidad para regenerarse.

La espera en una estación, sin saber cuánto tiempo habrá de permanecer uno detenido, resulta desesperante, porque no se hace uno a la idea de cuándo se partirá ni los motivos por los que el tráfico se ha interrumpido o un tren tarda en aparecer en su destino a la hora prevista. Los empleados no aportan ninguna información: «viene con retraso», dicen como mucho...

No era la primera vez que me encontraba perdido y solo en la noche en una estación, pero no recordaba ninguna anterior en la que mi situación fuera peor. El viaje había sido un suicidio; lo supe nada más decidirme a pasar el fin de semana en el pueblo. Estaba cumpliendo el servicio militar y esa noche, sobre las nueve, habíamos regresado al cuartel después de una semana terrorífica de maniobras en una zona apartada de la provincia de Guadalajara. Uno de los motivos para huir del regimiento era olvidar las experiencias inhumanas que habíamos tenido que padecer bajo las órdenes de unos mandos incompetentes y borrachos. El regreso se había complicado por las lluvias y el denso tráfico para entrar en Madrid y por unos conductores inexpertos que se habían perdido en la complicada periferia. Durante todo el trayecto en la caja del camión, aterido de frío y bamboleado como un pelele por las maniobras bruscas, no dejé de pensarlo. No podía aguantar dos días más en el cuartel. Así que cuando llegamos, comprobé si me habían asignado algún servicio durante el fin de semana. Estaba libre, aunque no me habían puesto en la lista de los que disfrutaban rebaje. Me maldije, aunque no me di por vencido. Busqué al suboficial al mando de la compañía y le pedí permiso para ausentarme. Tuve que insistir, pero al final me autorizó. El primer objetivo lo había cumplido; faltaba el segundo: conseguir llegar a coger el último tren que salía de Madrid. El tiempo del que disponía era muy justo. Tomé un cercanías que me llevó hasta esa estación. Allí debía realizar transbordo y coger el correos que se dirigía a Santander, el último en partir de la capital. Me apeé apresuradamente para sacar billete y me encontré con el despacho cerrado.

Había pasado media hora desde que llegué. Mi temor era que en cualquier momento la circulación se reanudara y no me diera tiempo a tomar mi tren. Calculaba si podría subirme, aunque fuera sin billete. Era difícil, si observaba movimiento, que pudiera cruzar las vías por el pasadizo subterráneo y alcanzar el tren. Tal vez lograría poner un pie en el estribo del último vagón, con el peligro de caer a causa de la velocidad que ya habría alcanzado. Probablemente, quienes allí se hallaban también zozobraban en ese mar de dudas al igual que yo.

Entre los viajeros —sentados o moviendo sus maletas por el vestíbulo— y los empleados de ferrocarriles, activos o jubilados, que observaban el panorama, destacaba en el centro un círculo de niños. Me pareció extraña su presencia a esas horas, durante el tráfico nocturno de trenes. Jugaban entre ellos con desidia, como si esa excursión se estuviera alargando más de la cuenta y ya hiciera mella el aturdimiento de una larga jornada. Los empleados que se dejaban ver entre los viajeros soportaban la situación con estoicismo. Su cara reflejaba una fatiga sempiterna, como si su oficio no se rigiera por un horario determinado y siempre tuvieran que estar a disposición de esa deidad viaria que requería el servicio continuo de quienes forman parte de su particular mundo. Se movían sin que se pudiera adivinar el cometido que llevaban a cabo, imperturbables ante el olor a gasóleo quemado que inundaba ya la sala de espera donde nos hallábamos.

Algo que me incomodaba sobremanera era que vestía aún el traje militar. En el petate había metido la ropa de calle. No había querido perder tiempo en cambiarme; además, anticipaba que para llegar desde Ávila a mi pueblo debería realizar autostop y los soldados despertaban mejor la solidaridad de los conductores. A esas horas se unían a la incomodidad del traje la fatiga del regreso y el sueño acumulado tras las maratonianas jornadas de maniobras. Los bancos estaban ocupados; tampoco los perdía de vista para poder sentarme si quedaban libres. Deseaba descansar unos minutos para aliviar la presión que notaba en la planta de los pies.

De repente la taquilla se abrió. Un montón de gente se arremolinó, aunque se formó una cola espontánea. Yo me encontraba el séptimo. No era una posición tan mala teniendo en cuenta los viajeros que estaban esperando un billete. Consideré que en unos minutos tendría el mío y podría abandonar la estación y ocupar mi sitio en el tren. Sin embargo, mis ilusiones fueron vanas. La cola no avanzaba y pronto nos dimos cuenta de que nadie despachaba. Muchos se sintieron frustrados y abandonaron la fila. Me quedé paralizado, incapaz de ocupar los puestos libres que se abrían delante de mí. Fueron unos momentos de angustia. En ese instante pensé que todo el esfuerzo realizado por coger ese tren para huir del cuartel no había servido para nada. Me hacía la idea de que debería pasar la noche allí, tirado en el suelo, esperando el amanecer, sin decidir si continuar el viaje o regresar a Madrid.

Avancé instintivamente para comprobar que era cierto que nadie despachaba. A mi lado permanecía otro viajero tan desconcertado como yo. Los dos nos miramos sin que pudiéramos emitir una palabra. Ambos escudriñábamos a través de la cristalera. Un dependiente envejecido iba y venía sin ponerse delante de la ventanilla a atender. Antes de retirarme, esta se abrió. El empleado que despachaba era el mismo que no paraba quieto momentos antes. Me adelanté sin que los que esperaban se percataran del cambio de situación, de manera que quedé detrás del otro viajero que como yo no se había retirado. Pidió un billete y se lo dieron. En cambio, cuando dije mi destino, el empleado me echó una mirada furiosa, afirmando que El Cantábrico no paraba en Ávila. Tardé en reaccionar: me quedé contemplando la techumbre metálica de la estación, como si esta se estuviera desprendiendo, no como consecuencia de la fuerza del viento, sino como si una enorme grúa la levantara lentamente. Cerré los ojos, intentando sacar fuerzas para afrontar este nuevo contratiempo. Respiré con calma el aire impregnado de gasóleo quemado.

Será desde hace poco, porque siempre ha efectuado parada —Intenté no perder la calma para no complicar más el trato con el empleado.

No puedo despachar un billete a un destino que no existe.

Me detuve a escudriñar al viejo. No parecía inexperto, pero no me convenció. No me retiré de la taquilla, pese al nerviosismo de quienes esperaban detrás de mí.

Si quiere, suba al tren y hablé con el revisor —me aconsejó como última posibilidad.

No me quedó más remedio que irme sin billete, porque los trenes se estaban poniendo en movimiento.

Había comprobado previamente que El Cantábrico se encontraba en la cuarta vía. En ese momento mi preocupación era cogerlo a tiempo. Corrí desesperado para no perderlo, pues me pareció que se ponía en marcha. Con las prisas, antes de lanzarme a uno de los estribos, intenté verificar si me hallaba en el andén correcto, pero no encontré indicio que me lo confirmara. Tampoco pude asegurarme de que el tren que avanzaba despacio era mío. No me quedó más remedio que subirme sin saber si iba a llegar a mi destino.

Deambulé por el convoy en busca del revisor y no lo encontré. En cada momento se me presentaba un problema insoluble: no era posible que no hubiera nadie que controlara el pasaje. Otra posibilidad, pensé, era que el revisor se hubiera escondido y no desease afrontar las quejas de los viajeros por el retraso.

Me acomodé en un compartimento vacío. Al caer sobre el mullido asiento, se manifestó toda la fatiga que hasta ese momento había estado latente. También me resultó imposible abrir los ojos para que el sueño no se apoderara de mí. Era consciente del riesgo que corría si me dormía y no despertaba a tiempo de apearme. No obstante, aunque solo fueran unos minutos, sí que me quedé traspuesto.

El billete —oí al mismo tiempo que la puerta del compartimento se desplazaba con un estruendo seco.

No sabía por dónde empezar para explicar mi situación: si decirle que nada más subir al tren lo había buscado para que me emitiera un billete y no lo había visto, o directamente decirle que viajaba sin él.

¿Para este tren en Ávila? —le pregunté lo primero, sin embargo.

Afirmó con un leve movimiento de cabeza y me dio la impresión de que desconfiaba de mí. Se trataba de un empleado más bien joven, con cara lampiña. No me gustó nada su mirada imperturbable y sus ojos separados por un estrecho entrecejo. De sus labios pocas sonrisas se escaparían, por lo menos en su jornada laboral.

Me pareció oportuno explicarle mi situación antes de terminar reconociendo que viajaba sin billete.

¿Y el billete? —No me dejó que hablara.

¿No me puede emitir uno?

No me respondió, pero vi que sacaba de un bolso de cuero sujeto al cinto un talonario para rellenar el formulario. Mientras lo hacía percibí que sus rasgos faciales se relajaban y me tranquilicé pensando que todo se arreglaría.

Son 150.

Me quedé pasmado. Tenía la certeza de que era un precio excesivo. Los trenes correos eran más caros, pero ni mucho menos podía valer eso.

¿Cómo van a ser 150? —le reproché sin contenerme.

Es el importe del billete más la multa por viajar sin él.

Antes de responderle, quise que reparara en mí, pues dudé de que tratara así a un soldado que cumplía el servicio militar obligatorio, cuyo sueldo mensual era precisamente esa cantidad. Me parecía increíble que hablara en serio.

He intentado sacar billete, pero no han querido despachármelo, porque me decían que no paraba en Ávila y, en todo caso, me recomendaron que subiera y hablara con usted —Trataba de demostrarle que no había ápice de malicia en mi proceder.

El revisor continuaba con el talonario y con el bolígrafo en la mano, sin cambiar los rasgos adustos de su rostro y sin decir nada.

Son 150.

Lo que el cuerpo me pedía era zarandear a ese pelele con uniforme azul a ver si dejaba su tozudez. Lo miré desafiándolo, pero en sus ojos no asomó ni una pizca de miedo, ni el menor atisbo de compasión.

Me di por vencido. Era consciente de que no tenía esa cantidad, pero no se lo reconocí al instante. Saqué el dinero que llevaba en la cartera y lo comencé a contar con parsimonia, dándole tiempo a que contemplando mi penuria se compadeciera. No daba señales de tener prisa. Estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario hasta que reuniera las 150. Le ofrecí todas las monedas.

Son 150.

No tengo nada más.

Aparentemente se fue cerrando la puerta corredera sin enfadarse ni despedirse. Me quedé sin saber qué pensar. A lo mejor, aunque no me lo expresara, me perdonaba y me dejaba viajar en paz. Sin embargo, estuve con una zozobra continua. Intentaba olvidarme de mi situación. Miraba por el cristal por el que chorreaba agua y temblaba como consecuencia de las rachas de viento que regularmente azotaban a los vagones. Pese a notar el calor del radiador, estaba aterido. Tampoco perdía de vista el corredor levemente iluminado por el que se marchó el revisor, esperando que regresara en cualquier momento.

Los kilómetros pasaban. Vislumbraba el cartel de alguna estación que rápidamente sobrepasábamos, por lo cual podía calcular el tiempo que quedaba para llegar. Me fui tranquilizando. Era cuestión de minutos que el tren se detuviera en Ávila. Me asomé inquieto a la ventanilla. En el cielo había aún espesas y negras nubes, pero también titilaban estrellas. Incluso, me atreví a pronosticar que el viento no soplaba con tanta intensidad como lo había hecho en la sierra. Me animé al considerar que, por lo menos, el tiempo era mejor.

Antes de sentarme, bajé mi petate. En unos minutos llegaría. En ese momento, me entró de nuevo el sueño. Involuntariamente me dejé caer en el asiento y cerré los ojos, pero nada más que por placer, anticipando que podría dormir dentro de un rato en mi cama. Por esa razón no vi al revisor hasta que abrió la puerta del compartimento.

Me acompaña…

No me dijo a dónde nos dirigíamos, pero lo intuí. Los dos nos situamos en el espacio de entrada al vagón. Durante el tiempo que permanecimos de pie, guardando difícilmente el equilibrio, no intercambiamos palabra alguna. Yo me había encomendado a lo que el destino me reservara. Antes de que el convoy se detuviera por completo, el revisor abrió la puerta para buscar al jefe de estación y le hizo una señal de que quería hablar con él.

Este joven ha viajado sin billete —le dijo sin el menor sentimiento hacia mi persona.

Me coloqué la boina negra reglamentaria con la intención por segunda vez de dejar claro que era un quinto. Creo que es de las pocas veces que me he sentido más orgulloso de mi etapa militar. El revisor subió al vagón y me dejó en manos del jefe de estación.

¿De dónde eres? —me preguntó cuando nos quedamos solos en el andén.

Le respondí y comencé a contar lo que me había pasado. Percibí que me escucharía con gusto, pero quería dirigirme lo antes posible a mi pueblo.

Tengo que buscar a alguien que me lleve —le dije en cuanto pude meter en mi discurso la preocupación principal.

Bueno, por esta vez, que pase. No voy a dar aviso a la Guardia Civil —intentó mantener la formalidad inherente a su cargo, aunque era claro que se trataba de un buen hombre que se ponía en mi lugar.

Le di las gracias con todo mi corazón. Era el reverso del estirado revisor. Su comprensión era lo primero positivo que me sucedía en esa aciaga jornada. Intenté convencerme de que era una señal positiva de que mi suerte había cambiado y que no tendría dificultades para llegar a casa.

Atravesé de punta a punta la ciudad hasta llegar a la salida. No se veía a nadie y los coches que circulaban eran escasos, si bien me atrevía a extender el brazo con el puño recogido, señalando con el pulgar la dirección a la que me dirigía. No quería desperdiciar ninguna oportunidad. Era posible que, si el conductor era del pueblo, me reconociera y parara. Era un viernes noche y di por sentado que habría gente de fiesta. En mis cálculos contaba con que algún paisano se hubiera desplazado a la capital a tomar algo y regresara a esas horas.

El hielo paralizaba la ciudad y, bajo las farolas, el aire gélido vibraba. No me importaba el frío: estaba acostumbrado. Me preocupaba no ver movimiento. No era tan tarde. En una ciudad, aunque sea pequeña, siempre hay alguien desvelado. Casi me avergonzaba por deambular yo solo, no respetando las leyes de la noche.

Me supuso media hora llegar a las afueras. Me situé a la altura de una gasolinera, cuyas luces eran el límite de la iluminación y la oscuridad absoluta. No era la primera vez que realizaba autostop en ese mismo lugar y siempre me habían parado. Sin embargo, era consciente de que las circunstancias eran diferentes. De noche, era más improbable que los conductores se arriesgaran a detenerse, pero lo peor era que no había circulación. En el intervalo de un cuarto de hora solo pasaron delante de mí dos coches; en el siguiente, uno. Tres coches en total. Estaba perdiendo el tiempo. En ese espacio habría recorrido andando tres kilómetros. Me puse a caminar, siempre pendiente del ruido de un motor.

La noche y la absoluta oscuridad ocupaban el espacio a medida que el resplandor de la ciudad quedaba atrás. Era demasiado consciente de mi soledad. Sin embargo, no reinaba el silencio. Oía multitud de sonidos, unos conocidos, otros, imprecisos. Un mundo vivo secreto desarrollaba sus hábitos cuando los demás dormíamos. Esa orquesta desconocida me envolvía en un miedo sordo. Temía ser asaltado por los perros que ladraban o enfrentarme a una piara de jabalíes. Llegaba a percibir el aleteo de pájaros que se agitaban en la oscuridad. Con esa sensación de peligro avanzaba y a veces me salía de la calzada. Hasta mis propios pasos y mi jadeo al respirar me resultaban inquietantes. Me sentía desfallecer. Los pies, hechos trizas, se movían por los impulsos del miedo. Tenía que recorrer esa distancia; no me cabía otra posibilidad, ya que no pasaba ningún coche.

Cuando me encontraba a un kilómetro del pueblo y ya había divisado las tenues luces del alumbrado público, sentí el ruido de un motor. Me aparté todo lo que pude por miedo a que el conductor no me viera y me atropellara. Para mi sorpresa se detuvo. Me acerqué a hablar con él. No lo reconocí.

¿Quieres que te lleve?

No, gracias. Estoy ya llegando y no merece la pena.

El caritativo hombre puso cara de incomprensión y se fue. A esas alturas no podía rendirme. Después de doce kilómetros caminando era una cuestión de pundonor recorrer los dos que me quedaban para llegar a casa.

La bajada final fue grata. Poco a poco sentí la familiaridad de lo conocido gracias a la titubeante iluminación de las farolas. No me importó que los canes locales ladraran; sus aullidos eran vítores con los que me recibían después de la caminata desde la capital.

Cuando mi madre me abrió la puerta, no le di muchas explicaciones. Le dije que se acostara. No me sentía con fuerzas para contar mi desgracia y mi mala suerte. Era tanto mi malestar que no era capaz de soportar la compasión. Callé estoicamente, como he callado durante mucho tiempo, porque no encontré las palabras redentoras que me permitieran olvidar ese viaje ni el año, tres meses y un día que estuve bajo la disciplina militar. El cuartel y aquel tren nocturno eran el trasunto de mi vida en los mejores años de mi juventud: incomprensión de una realidad que se regía por la anarquía del sinsentido y unos mandos inhumanos, transfigurados en seres iracundos, cuyo objetivo era amargarme.

Aunque me gustaría, no puedo olvidar a ese revisor cejijunto y envarado que me pedía mi sueldo por escapar durante unas horas de los muros del cuartel. Tampoco lo perdono: ojalá siga condenado a viajar siempre en esos convoyes y sea tragado por el abismo de la oscuridad.

Me tomé un vaso de leche antes de acostarme. Con el estado de excitación no pude conciliar el sueño hasta el amanecer. 

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