Nada más salir a la calle de la caliginosa madriguera en la que se encontraban, al quedarse solo con Chus —Seve, Paloma y Bárbara se habían despedido simplemente dejando caer el nombre del ignoto bar al que se dirigían—, pronto se percató el servidor del Estado de que rozaba los límites del abismo nocturno que se cernía sobre su espíritu, y se sentía desamparado y perplejo de la mano de un personaje turbio y escurridizo en esas lides. Escaleras se hallaba frente a la persona que podría revelar la solución a ese intríngulis, sin temor de que nadie los pudiera interrumpir; no obstante, cierto pavor lo embargaba. Si una ciudad, aunque sea relativamente pequeña como Salamanca, es un laberinto para el forastero, por la noche se transforma, con la oscuridad y las desfiguraciones de la iluminación escasa, en un caos peligroso en el que el foráneo se ve envuelto en un mar de temores, pero, si además tu guía es un explorador de las cloacas, entonces el pánico es un aliado vigilante que convierte la atención en atalaya donde se otea todo lo desconocido y se analizan los menores ruidos.
La noche persistía en su serenidad, perezosa de despertar a sus hijos, el viento y el hielo. No obstante, un pequeño pariente revoltoso, una brisilla, cortaba con su gélido filo la cara de los noctámbulos al doblar algunas esquinas, penetrando en las profundas entrañas y anidando en sus vísceras.
Chus se abrigó bien, sin dejar resquicio por el que pudiera abrirse paso el helado vientecillo, y Escaleras, más desafiante en su postura erguida, bloqueaba el frío adoptando una gallardía sobrehumana. Especulaba sobre el antro al que se dirigirían, doblegando su voluntad a los deseos turbios del confidente. El camino, bajando callejuelas inhóspitas en las que los únicos seres vivos que aparecían eran los perros husmeando en los cubos de basura, se le hizo una eternidad hasta que fueron a parar a una plazuela con escuálidos arbustos y unos bancos podridos y llenos de carcoma donde se concentraba una docena de bares de los que salían unas vibraciones musicales que se amortiguaban en la noche. El policía se tranquilizó al regresar a un lugar en el que volvía a encontrarse con jóvenes que pululaban entre un bar y otro con tranquilidad.
Por cortesía, Chus le preguntó si quería ir a donde había quedado con sus amigos, cualidad distintiva de su esmerada educación, aunque él dejaba entrever que no era lugar de su devoción.
—No. Adonde tú quieras. Vamos adonde suelas ir.
—Vamos a la Bastilla, que está aquí al lado —eligió el pueblano sin mostrar tampoco un gran entusiasmo, como si le diera lo mismo uno que otro.
En el antro escaseaba la iluminación. Las paredes eran de ladrillo visto y la decoración medieval. Ballestas, espadas, escudos nobiliarios y otras armas pendían de la pared. Del mostrador al alto artesonado ascendían viejas columnas de madera y entre una y otra colgaban pesados faldones de terciopelo negro. Las cortinas, marrones, oscuras y mugrientas, estaban deshilachadas y agujereadas por quemaduras de cigarrillos. El suelo de baldosas rojas se encontraba encharcado y recubierto de vidrios provenientes de vasos y botellas rotos que no se habían molestado en recoger. El artilugio más llamativo era una desguazada guillotina que noche tras noche era esquilmada por los parroquianos y de la que quedaba ya solo el armazón de listones carcomidos. No había mucha gente en el local, los pocos clientes se hallaban desperdigados por los rincones, sentados en bancos frailunos y arcones desequilibrados. Nadie atendía en la barra y solo un disyóquey desgalichado con una carlanca en el cuello, subido en un púlpito y concentrado en su tarea de seleccionar la música, parecía de la casa. Esperaron en silencio hasta que una muchacha vestida de riguroso luto que arrastraba sus vestimentas por los suelos se situó a su altura con una mirada incapaz de centrarse en ellos. Su estado era deprimente y a duras penas se mantenía erguida a causa de su fragilidad. Repitieron las mismas consumiciones, pues, según explicó el estudiante, solo bebía Martinis. La camarera punki se demoró en servirlos, ya que no encontraba la botella y era incapaz de coordinar su mente con las destrezas simples de cortar una rodaja de limón y añadir hielo al vaso. Ambrosio no la perdía de vista y sintió una profunda lástima. Cuando pagó con un billete de mil y ella le dio la vuelta de cinco mil, se los reintegró sin que la chica tuviera la suficiente fuerza expresiva de agradecerle su honradez.
—La Charo anda muy colgada —le explicó Chus, como si supiera todas las flaquezas de la muchacha—. Es una pena encontrarse con personas tan degradadas física y psicológicamente, pero el mundo de la heroína conduce a estos estados sin remedio.
Se refería a ella como si ya no fuera posible su redención y estuviera condenada prematuramente a un final trágico. En el fondo, de su juicio se desprendía un respeto religioso hacia su opción vital. Era una mártir de la colectividad, de la juventud, del éxtasis inalcanzable del placer y de la evasión de la prosaica cotidianidad. ¿Por qué no sentir, incluso, cierta veneración por alguien que ha apostado por algo sublime? Aquellos drogatas eran el modelo equivocado que la sociedad exponía como paradigma de lo que no era una solución a la hora de despreciar la cruda realidad y como tal cumplían a la perfección su rol.
—Es muy difícil mantener el tipo en el universo de la droga si te relacionas con personas que se mueven en ese entorno. Al principio, las alucinaciones y el bienestar son evidentes. Es el sumun de la libertad, sobre todo cuando los alicientes y las metas por los que todos luchan en este mundo se devalúan o se pierden; entonces, la juventud y la vida no ofrecen posibilidades y es indiferente el riesgo ante la felicidad momentánea que, como un canto de sirena, se insinúa en un pico. Si con anterioridad la búsqueda de deleites menores o de evasión ante las pequeñas frustraciones de la vida se ha realizado con el alcohol o con los simples canutos, es presumible que se dé un paso más allá, cabalgando sobre un mítico Pegaso que trasladará al jinete a paraísos fabulosos. Y es fácil sumirse en la incertidumbre del futuro cuando los desengaños afloran pronto —se explayó con un tono depresivo y sincero el joven.
—Parece que conoces bien este ambiente de la droga —reconoció Escaleras.
—Ya ves. Como creo que podrás conocerlo tú por tu oficio.
Efectivamente, no se extrañaba de nada Escaleras, aunque para él el enfoque del problema fuera diferente. En cierta medida, no comulgaba con la visión del estudiante. Para él, hablar del mundo de los estupefacientes era hablar de violación de la ley, y consideraciones como las del alumno de Psicología eran pamplinas. Por su oficio y por su trato cotidiano con los drogadictos, le resultaba inconcebible dar la menor importancia a esas circunstancias atenuantes, ya que no le merecían ninguna conmiseración, sino el desprecio más absoluto. Se había forjado la opinión clara de que eran unos vagos y unos maleantes que procuraban no dar ni golpe y que traficaban con componentes ilícitos o robaban y asaltaban a individuos decentes y trabajadores para juntar el dinero necesario para sus dosis. De todos modos, no le quedaba más remedio que reconocer varias verdades irrefutables que se afianzaban de modo evidente: transgresión de las leyes y drogas eran dos elementos inseparables desde hacía una década, y las estadísticas cantaban, si se consideraba que la inmensa mayoría de los reclusos estaban privados de libertad por delitos relacionados con los narcóticos.
Otra idea se iba abriendo paso de manera contundente y era que resultaba una tarea infructuosa su erradicación al verse desbordados por la avalancha de nuevos maleantes. Las cárceles no eran suficientes y, sin embargo, el enfado de la población con el aumento de la delincuencia resultaba cada vez más opresivo para el estamento policial, que se veía entre dos frentes: la presión política y el descontento social con su labor. Para colmo, no siempre los jueces apoyaban las actuaciones de la policía. Tampoco los estimulaba la deficiente legislación al respecto, al no permitir procedimientos eficientes para combatirla, temiendo bagatelas constitucionales. Otro aspecto era que no contaban con muchos efectivos para su lucha, así que, mientras hubiera demanda de drogas, existirían narcotraficantes sin escrúpulos y mafias dispuestas a forrarse para ofrecerlas. Y en esta vertiente el desánimo era generalizado porque, si ya la contienda contra el tirado drogadicto era imposible de erradicar, la persecución de los grandes contrabandistas era algo perdido de antemano. Ahí la investigación se detenía ante el poder y los mecanismos de protección de los ricos capos del negocio.
No consideraba el detective una pérdida de tiempo esa charla. Vislumbraba que era un intercambio de impresiones positivo a través del cual fructificarían revelaciones más concretas sobre la investigación. Dejaba que Chus se explayara, reafirmando sus comentarios con gestos que, sin manifestar una opinión semejante, daban a entender que le eran muy esclarecedores. Del mismo modo, la postura condescendiente de Ambrosio era una demostración sincera del interés con el que apreciaba la vida del joven, pues intuía que él mismo no se libraba de ese mundo turbulento. Otras cualidades no adornarían al inspector, pero sí podía presumir de la capacidad de escuchar con atención y de sentir curiosidad enseguida por las vidas ajenas. El conflicto surgía cuando las confesiones que le hacían eran excesivamente personales y sinceras, ya que entonces se veía obligado a contar sus propias intimidades, como si le urgiera demostrar a su confidente que él no se encontraba exento de angustias y problemas similares. Aunque, cuando llegaba a confesarlas, se sentía defraudado al comprobar que con frecuencia no lo escuchaban. Por eso era muy cauto en esas circunstancias y, a pesar de no saber muy bien cómo reaccionar, prefería no abrir la boca al sospechar que lo que realmente querían esos atormentados interlocutores era que se los atendiera de manera egoísta para que se pudieran desahogar a sus anchas.
Lo único que era como Dios mandaba en el local era la música, con un sonido perfecto a pesar del exagerado volumen. La mayoría de las composiciones le eran desconocidas y se prodigaban grupos musicales españoles que también le resultaban absolutamente ignotos. De todos modos, no le molestaban. Las canciones eran idénticas a un cortafuegos de armonía que aislaba la conversación íntima que mantenían, limitando su charla a un ámbito personal, aunque a su lado estuvieran otras personas. Chus le hablaba a gritos y se le secaba la garganta, que suavizaba dulcemente con pequeños sorbos del Martini.
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