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El largo camino a Extremadura

 

Ahora quiero comunicar a mis amigos la verdad. No me importó que os fuerais sin mí. Estoy seguro de que no lo hicisteis a propósito. La duda me surge sobre las cavilaciones que mantuvisteis cuando mi ausencia se materializó. Quién de vosotros propuso dar la vuelta, quién se negó, independientemente de los argumentos que unos y otros esgrimisteis. No me importa, porque soy plenamente consciente de que la amistad que nos ha unido, a partir de ahora, ya no podrá llamarse así. No siento amargura ni resentimiento; solo tengo la certeza de que os convertiréis en un recuerdo que no me causará dolor. Seréis, más bien, un conjunto de anécdotas simpáticas, aunque, si la ocasión lo permite, quizá mencione también algunas de vuestras conductas reprobables.

En conjunto, los cuatro erais unos amigos estupendos; uno a uno, los comentarios sobre vosotros no serían unánimes. Sin embargo, no es mi intención personalizar, resaltando lo bueno y lo malo de cada uno. Prefiero conservar la armonía del grupo por encima de las discordancias individuales, porque yo mismo no soy ajeno a ellas y podríais señalarme contrapuntos que quizá se intercalaban en la partitura, generando esas mismas discordancias.

Sucedió, y ya está. Incluso cuando fui consciente de mi soledad, se presentaron perspectivas halagüeñas, impensables hasta que me encontré solo en la calle, esperando vuestra improbable llegada. Miraba a izquierda y derecha, tratando de descubrir las posibilidades que la noche me ofrecía. Eran tantas que me sentí afortunado por ser libre y por albergar esperanzas de satisfacerlas. Si tardé más en decidirme a comenzar la aventura nocturna, no fue por aferrarme a la certeza de que no daríais marcha atrás, sino por saborear anticipadamente los placeres que estaban por llegar.

He de reconocer que el viaje me ilusionaba, a pesar del largo trayecto y las incomodidades del pequeño vehículo en el que tendríamos que acomodarnos cinco jóvenes de considerable tamaño. Tal vez fuera esta circunstancia la que, al final, me privó de viajar junto a vosotros, mis compañeros de piso. Mi estrategia cuidadosamente calculada consistía en subir el último para asegurarme el asiento del copiloto, que era más amplio. Por eso, después de pasar varias horas en el pub tomando cervezas, cuando todos os dirigisteis al coche para acomodaros, yo decidí ir a los servicios.

Pensé que no tendríais que esperar mucho mientras os acomodabais en las plazas traseras y que, en cuanto llegara y me sentara en el asiento delantero, con el motor ya en marcha, estaríamos listos para salir. Sin embargo, al salir a la calle, no había ni coche ni nadie.

Me quedé mirando hacia la derecha, a la calle por la que pensaba que volveríais a buscarme, convencido de que no pasarían más de cinco minutos antes de que alguien se diera cuenta de que no estaba en el coche. Sin embargo, al no aparecer el vehículo, decidí extender mi espera un poco más antes de considerar otras posibilidades.

Más que la preocupación por que no volvierais, me azoré cuando algunos viandantes comenzaron a fijarse en mí. Parado al borde de la acera parecía un pasajero que esperaba la llegada de un autobús fantasma. Comencé a dar breves paseos antes de que alguien me avisara de que allí no se encontraba ninguna parada de transporte.

Calculaba la distancia que llevaríais recorrida en el supuesto de que todavía no hubierais notado mi ausencia. Un coche corre mucho y cada kilómetro que deja atrás era una probabilidad menos de que tomarais la dirección opuesta. Poco podía hacer y me hubiera ido si no se me ocurriera que, si me marchaba y daba la casualidad de que volvíais y ya no me hallabais, vuestro enfado sería doble. Consideré la posibilidad de entrar de nuevo en el pub a tomar otra cerveza y controlar la calle desde dentro, pero, después de estar allí varias horas en vuestra compañía, los camareros me mirarían con unos ojos inquisitivos. No había escaparates en los que curiosear, ni un banco donde descansar, solo la acera ancha y detrás el pub.

El tráfico cada vez menos denso fue otro aviso de que el tiempo transcurría, pero aguantaba, ya no considerando volver a veros, sino analizando lo que podría hacer a partir de ese momento. La vida nocturna, animada por una multitud de estudiantes con ganas de aprovechar su juventud y por numerosos bares y discotecas, era un generoso vergel oscuro donde libar. Eran tantas las flores que no me decidía por cuál comenzar. Me imaginaba de pie delante de la barra de uno de los muchos garitos, tomándome una cerveza, entablando conversación con el camarero y, de improviso, con cualquier excusa, terminaba hablando con una chica que había admirado mi noble soledad. A partir de ese momento, la conversación habría sido fluida, como si ambos continuáramos una amistad inmemorial, reanudada en ese instante sin necesidad de explicaciones sobre el largo tiempo transcurrido. ¿Por qué esa afinidad? ¿Qué corriente circuló entre nuestras simas? Sería imposible averiguarlo. O también consideré que podría ser una oportunidad para sumergirme sin miedo en un burdel. Solo, sin testigos de los tratos ni necesidad de dar explicaciones sobre la satisfacción o decepción obtenidas. Solo, audaz, con la mirada convincente y exponiendo mis irrenunciables apetencias con aplomo durante la negociación. Al final, anticipaba la insatisfacción, pero la asumía con resignación.

Me costaba decidirme cuál de ellas sería finalmente la elegida, la amiga del alma o la ramera. Esta indecisión me impedía moverme del lugar en el que debería haber subido al coche.

Por eso, os repito, no penséis que mi parálisis era consecuencia del abandono, sino de no saber con cuál de los dos placeres disfrutaría con más fruición. No era capaz de tomar una decisión.

Me puse en movimiento sin pensar. Cuando quise percatarme, estaba llegando al piso vacío que compartía con vosotros.

A esas horas estaríais en Extremadura.

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