Las atracciones de feria se sucedían unas detrás de otras en una gran avenida de cachivaches luminosos que llenaban el espacio de sonidos fragmentados, algunos chirriantes. Con todo, se soportaban los ruidos porque las caras alegres de la gente compensaban las molestias. El gentío se repartía entre las tómbolas, las pistas de coches de choque, las tabernas, las norias, los carruseles… En cada una de las atracciones había gente, pero a todas se podía entrar sin necesidad de esperar colas. Probablemente, se estaba llegando al final de las fiestas patronales y todo el mundo estaba agotado.
El paseante se desplazaba sin prisa, observando a cámara lenta todo lo que sucedía a su alrededor. Avanzaba y la avenida no acababa. Se asombraba de la extensión infinita de tantas atracciones, dispuestas en dos filas que se prolongaban sin fin. En ese recorrido sintió la ambivalencia que siempre le asaltaba ante el reto de subir a la torre en ruinas, que quedaba a un lado no muy alejado de esa rúa. Era consciente de los peligros que asumía al adentrarse en esa construcción inestable, pero no deseaba rendirse al miedo. Cada vez que subía, los derrumbes eran mayores, la senda más reducida, casi inapreciable porque se iba borrando en la penumbra que envolvía la ascensión.
Los tramos que quedaban al aire hacían inevitable que el abismo se hiciera presente y la única manera de seguir avanzando era no mirar abajo, sino arriba, a los peldaños inestables de madera carcomida. Incluso, a veces, la secuencia de los escalones no era continua, sino que había que avanzar de dos en dos, al haberse desprendido alguno. Se llegaba a plataformas donde terminaba un tramo de escaleras y el siguiente no existía, por lo que había que agarrarse a los hierros incrustados en la pared que habían servido para anclar la estructura de madera.
Finalmente llegaba a la cumbre, pero no era el campanario lo que encontraba, sino una pequeña puerta que comunicaba con los dormitorios del colegio donde estuvo internado de niño. No merecía la pena el peligro al que se había expuesto para llegar a ese destino inesperado. Sin embargo, en esta ocasión, aunque albergó las dudas habituales sobre si subir o no, y pese a estar de fiesta, también se decidió a adentrarse en la torre en ruinas. Las dudas y el temor al peligro no lo sorprendieron, porque eran los ya experimentados en otras ocasiones. Por eso subió anticipando los obstáculos habituales, con el convencimiento de que debía afrontar ese reto.
Las telarañas y el polvo creaban una pátina que desfiguraba los bloques de piedra y los peldaños desgastados. Al llegar a una altura intermedia, se topó con unos andamios cuya estructura metálica era una tela de araña que impedía avanzar por el trazado de siempre. No se amilanó; en ese enredo férreo, camuflada, descubrió una escalera por la que se ascendía. Se encaramó hasta plantarse en los tablones que coronaban el andamiaje.
—¿Dónde
vas? —le paró un obrero al que no había visto.
—Quiero
subir a la torre.
—No puede ser, los dos pisos superiores han
sido privatizados —puso de excusa el albañil para impedir el paso.
Se quedó en silencio, como si necesitara un tiempo para entender lo que le decía el operario y examinar el sitio invadido por ese amasijo de hierros amarillos. En esa observación, efectivamente, contempló que en el piso superior se habían efectuado una serie de reformas e, incluso, se vislumbraba que estaban muy adelantadas, pues se estaba rematando un alicatado en las paredes. Las plantas superiores ya no producían esa sensación de derrumbe inmediato gracias a la consolidación de la obra que se estaba realizando.
—No creo que tarden en ser vendidas —terminó de decir el obrero, al mirar hacia abajo y contemplar las plantas en ruinas que quedaban más abajo.
Descendió sabiendo que sería la última vez que visitaba la torre. ¿Fue un alivio? No se puede afirmar que el paseante creyera que ya no correría más peligros al no tener posibilidad de subir al edificio. Sin embargo, se alejó de mal humor, al pensar que el dinero de unos pocos conseguía arrebatar los bienes que eran de todos, aunque fuera una torre a punto de derrumbarse en la que cualquiera que se adentrara podría precipitarse al vacío.
Tal vez por esta razón continuó pasando de atracción en atracción, con una pesadumbre que no había sentido al comienzo del recorrido. Llegó a lo que parecía el final. Le sorprendió encontrarse con un inmenso foso y dudó de que también fuera un espectáculo más de los feriantes, pero no cabía ninguna otra posibilidad, ya que no recordaba que formara parte del paisaje urbano. Lo inédito era que no comprendía su sentido ni en qué medida podía servir de diversión al público. Tal vez por esto recorrió con curiosidad el gran cubo gris. Todo él era de un hormigón pulido. En el fondo había una pileta. Se enteró de que se trataba de un servicio de lavandería donde se podía lavar a la vez la ropa de muchísimas personas. Las dimensiones de la caja eran descomunales para tal fin: cabría una colada de muchas toneladas.
Se quedó perplejo mirando con detalle las paredes suaves donde adivinaba ovas finísimas. Se sentó con el deseo de observar lo que sucedía. Había algún espectador más. Se le arrimó una chica morena. Le extrañó que se aproximara tanto. En esos momentos lo que le llamaba la atención también era la salida, por una pequeña puerta ubicada en la esquina del cubículo, de personas que descargaban montones de ropa en la pileta central. Desde el borde estrecho en el que se había sentado tan solo vislumbraba figuras empequeñecidas, ya que la altura era considerable desde su punto de observación. Entraban a por más ropa y la volcaban. El montón que se iba originando era inmenso, pero insignificante en proporción a las dimensiones del cuadrado. No tenía sentido llenar con agua, aunque solo fuera la mitad, ese receptáculo para lavar tan poca ropa. No lo podía entender.
En esas cavilaciones se encontraba, cuando por la misma puerta aparecieron unos niños de ocho a diez años. Calculó que podían ser doce o quince. Todos vestían igual: una sola pieza azul, cuya pernera quedaba por encima de las rodillas. Eran un grupo alegre y divertido. Al poco, formando una coreografía perfecta, comenzaron a saltar sobre la ropa y a tirarla por los aires, pero con una armonía sincronizada. Le sorprendió su destreza, aunque se convenció de que el espectáculo no le aportaría ninguna novedad más, así que, mientras los muchachos seguían con la colada, se levantó. Y junto a él, la chica que había permanecido a su lado. El borde del foso era muy estrecho y la posibilidad de caer a él le hizo avanzar arrimado a la pared, en la que se apoyaba la cubierta de esa lavadora gigantesca.
Sintió alivio al salir. Andaba junto a la chica. Los dos en silencio. Mientras deshacían el camino, miraba de soslayo su cara. Era guapa, no escandalosamente bonita. Le resultaba agradable, una belleza tranquilizadora. La única duda que le asaltaba era si entablaba conversación con ella. Era consciente de que debía decir algo, lo mínimo: preguntarle su nombre. Sin embargo, le inundaba una pereza invencible. Se sentía dichoso estando a su lado en silencio, sabiendo que la muchacha no se separaría. No obstante, estaba seguro de que ella no abriría la boca, por lo que se convenció de que debía ser él quien iniciara la conversación. Avanzaban, decía adiós a conocidos, pero no se dirigía a ella.
En la mitad de la avenida se encontró con un grupo de amigos. Se paró a saludarlos. En ese momento, uno de ellos se puso a hablar con la chica. La vio tan despierta y risueña que le sorprendió su cambio de actitud, ya que con él había permanecido seria y concentrada, aunque no retraída. En ese momento sintió celos. Era probable que ella terminara liándose. Cuatro palabras y dos gracias iban a ser suficientes para conquistarla. Sintió una rabia incontenible, aunque continuó departiendo con el colega como si no le importara nada de lo que sucedía. Al poco, la chica se puso a charlar con el mismo entusiasmo con otro de sus amigos, mientras él continuaba hablando con ese amigote pesado, al que hacía un tiempo que no veía. Estuvo tentado de alejarse del grupo, pero tuvo miedo de que, al irse, ella no lo siguiera. Finalmente, de manera discreta, se apartó de ellos y se fue a acostar.
Caminó despacio hasta llegar a su casa. Durante el trayecto siguió pensando en esa muchacha y culpándose por ser tan idiota por no haber aprovechado la ocasión que se le había presentado de entablar conversación. Le molestaba que, después de haber estado sus cuerpos rozándose, sin que ninguno de los dos se apartara, ella se pusiera a hablar con cualquiera y no le prestara atención. Pero merecido lo tenía, terminaba reconociendo, porque no solo habían sido los roces, sino también su mirada suplicante, que le había invitado a abrazarla.
Era tal su malestar que en el último momento, delante de su casa, con la mano en el pomo de la puerta, dudó si entrar o dar media vuelta en busca de la muchacha.
Entró sin hacer ruido para no despertar a sus padres. El rumor del amanecer se podía percibir en la penumbra del pasillo. Se metió en la cama, pensando que no tardaría en quedarse dormido. Sin embargo, la inquietud continuó azuzándolo. No podía descansar con esa carga de culpabilidad. Era verdad que, por miedo, por pereza, por inseguridad —a saber por qué—, no había dicho nada a la chica, pero, reflexionando, lo achacó a que, aunque era guapa, era baja y le hubiera gustado que fuera más alta… También estuvo ponderando que sus posibilidades de ligar con ella no eran tantas como él se había imaginado y que, si le hubiera hablado, lo más probable es que le hubiera dado calabazas. Así que se convenció de que había procedido correctamente. Incluso, si ella hubiera estado interesada, la relación hubiera fracasado, porque él no estaba seguro de estar plenamente enamorado… Se acabó durmiendo.
Al despertarse, hubo de apresurarse para no llegar tarde a clase. Aunque sentía mucho sueño, agradeció que volviera la monotonía de los días de entre semana: llenaría las horas con el tedio y el esfuerzo exigente del estudio y la paciencia para oír las lecciones de los profesores. No tuvo tiempo más que para sorber una taza de café con leche y colgarse la mochila con su material escolar. Salió corriendo de casa; el coche del vecino, que lo acercaba al instituto, lo estaba esperando.
Al pasar delante de la parada de autobuses, la vio otra vez: sus miradas se cruzaron con claridad. La chica portaba una abultada maleta y de su hombro colgaba un bolso grande. Volvió la cara para continuar mirándola; ella también mantenía firmes sus ojos sobre él. Antes de perderla de vista, llegó el autobús y pudo ver cómo introducía su equipaje en el maletero.
No contaba con esta broma del destino. ¡No había sido suficiente con la desolación de la noche anterior, que ahora, cuando creía que comenzaba ilusionado la jornada, le abofeteaba una vez más con la aparición fugaz de esa misteriosa muchacha! De nuevo sintió atribulación y cómo su ánimo decaía.
Se bajó del coche a las puertas del instituto, pero no tuvo fuerzas para soportar a los profesores todas las horas de la mañana, que se prolongarían sin fin. Era siempre el vértigo. El vértigo a la eternidad, a caer desde una torre cuya ascensión no tenía ningún sentido, a resbalar hacia un abismo tenebroso donde expiar las culpas, a unirse a una persona cuyo amor aventuraba ser un misterio insondable...
Se alejó hasta llegar al promontorio ajardinado donde se sentó en un banco mirando el horizonte abierto y lleno de una luz cegadora, esperando que la claridad del cielo le borrara la pesadumbre.
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