Cada día desconfío más de mí mismo. Me siento mal. No sé por qué este malestar me ha alterado tanto, pero intuyo que tiene que ver con la sacudida del constructo mental que ha regido mi vida hasta el momento. No es la primera vez que un principio que creía incuestionable se viene abajo fruto de mi inocencia. No voy a repasarlos todos para no abrumar al lector con mis miserias. Me imagino que cada uno tiene las suyas y ha de lidiar con ellas.
—¿Me podéis representar el mapa de España? —planteé en la primera ocasión en la que me encontré con dos profesores de Geografía e Historia.
Estábamos sentados tomando algo en la terraza del único bar del pueblo, en una de esas pocas tardes en las que los duendes de los antiguos moradores vuelven a reunirse para tratar de no perder las raíces que les conectan con el lugar donde nacieron.
La pregunta les dejó perplejos. Con seguridad imaginaron que les estaba metiendo en un atolladero de salida incierta. Primero se lo exigí al que se sentaba a mi izquierda; después al que se situaba a mi derecha. Ambos dibujaron con el dedo sobre la mesa el mapa que mentalmente yo tengo de mi país, que, como anticipaba, era la misma que tienen todos los españoles.
—¡Ah, pero ese dibujo no corresponde a España!
—Es cierto, pertenece a la península Ibérica: a España y Portugal —reconoció al instante el primer dibujante y corroboró el segundo.
—También habría que excluir Andorra —añadió este último.
—Lo mismo sucede con el mapa de África, que aparece representado más pequeño de lo que es en realidad —desvió el núcleo inicial de la conversación el de mi izquierda—. Cuanto más al norte o al sur del Ecuador, en el mapamundi de Mercator, mayor es la alteración de ciertos países. Estados Unidos, Rusia y Noruega son ejemplos de esta distorsión…
Era una manera de eludir por qué en la mente de los españoles el mapa de nuestro país incluye a Portugal.
Fue una lástima que esta cuestión la planteara al final de la tertulia, cuando el cierzo despuntó y nos dejó helados a la concurrencia. Sin embargo, apuré mis posibilidades de ahondar en el asunto.
—Pero esto es muy serio. Afecta a la percepción de la realidad. Si algo tan básico, como es el contorno geográfico de nuestro país, es irreal, supone una concepción falsa de la tierra que consideramos nuestra —aduje, intentando que la conversación se extendiera.
—Pues claro, es el relativismo, la percepción individual que cada uno de nosotros tenemos de lo que nos rodea —dijo el profesor de mi derecha, como si fuera un tema claro y menor lo que planteaba.
Al quitar importancia a este asunto que tanto me había afectado, me cohibí y no me atreví a añadir nuevas ideas sobre el tema.
—Y con Guinea sucede lo mismo… —terció mi compañera. Pese a haber sido una colonia y una provincia española durante bastantes años, ha desaparecido de nuestro imaginario colectivo. Incluso no sabemos cómo se produjo la descolonización. Ni se la menciona en los libros de historia.
También les sorprendió este asunto no tan lejano y capital, como es la pérdida de parte del territorio.
—Probablemente no se hayan desclasificado los documentos de la época —intentó justificar que fuera un asunto del que no se habla el de mi izquierda.
No quise entrar en polémica en algo que no era de mi incumbencia. Me traía al pairo la descolonización de las colonias africanas, y también la de las americanas.
La temperatura había descendido bruscamente y ya era hora de sobra de ir a cenar. Los dos profesores de historia se levantaron a la vez, con lo cual la tertulia se suspendió sin llegar a abordar la cuestión que a mí me preocupaba. Fue la última reunión del grupo. Al día siguiente, cuando me encontré con el profesor de mi izquierda, me anunció que adelantaba la vuelta porque quería reunirse con una de sus hijas; el segundo, no apareció a la hora habitual por la tarde en la terraza.
Seguramente son obsesiones personales y las conclusiones a las que llego sean falsas, pero no puedo dejar de pensar en ellas.
El mapa de España, en su lado izquierdo, no es una línea más o menos recta que desciende por la franja costera del Atlántico. Nuestro Atlántico gallego acaba en La Guardia, en la desembocadura del río Miño. A partir de este punto, la linde debe girar hacia la derecha, a tierra interior, recorriendo el perfil de las provincias de Pontevedra y Orense, y descendiendo desde Zamora, hasta llegar a Huelva. No es un mapa tan redondo ni tan grande como la imagen mental que tenemos todos, pero es el verdadero, el que no queremos ver. Si quitamos Portugal, nos queda un país chato, irregular y mucho más feo. Es como si nos hubieran dado una dentellada. Sin embargo, no creo que sea una cuestión estética la que nos lleva a engañarnos a nosotros mismos. Lo importante es la propia concepción de nación, no de entidad geográfica. La idea uniforme, y que mira al ombligo madrileño, negando la inmensa y casi circular periferia, impuesta por el centro político de nuestra nación es falsa. España no es el centro —ni Madrid ni las Castillas—, sino la vitalidad adormilada de sus provincias y regiones circundantes. A todos nos han inoculado una España geográfica y políticamente falsa.
Estas son algunas de las cuestiones que me hubiera gustado debatir con mis colegas de tertulia, pero no quisieron entrar en la discusión.
Tal vez el próximo verano tenga la oportunidad de sacar de nuevo el tema, o quizá ya no me preocupe tanto como ahora, porque haya descubierto otro principio inamovible apócrifo que me atormente en esos momentos.
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