Es el primero en llegar. Trae un palo debajo de la axila izquierda. Se sienta en el banco a resguardo de una marquesina del aparcamiento que aún está a medio llenar. Se coloca en uno de los extremos, pero no apoya el codo en el posabrazos. Se echa la visera hacia atrás y guarda las gafas de sol. Es menudo y vivaracho. Sus ojos pequeños se escurren de continuo de la órbita como si fueran dos renacuajos en la copa de la mano. Desde el primer momento está inquieto, quizá temiendo ser sorprendido. Sin embargo, cada cierto tiempo deja la mirada fija en la esquina de atrás del supermercado, la parte correspondiente a los almacenes. Comprueba la hora en el móvil. Se impacienta y rebulle en el asiento. Termina por levantarse y dar un paseo, sin alejarse del banco no más de diez pasos. Regresa y vuelve a sentarse. Se echa hacia delante y apoya los antebrazos en las piernas y baja la cabeza, en actitud de pensar. Ese momento de meditación lo calma por un instante, pero la quietud le dura poco: cruza las piernas de las dos maneras posibles, sin permanecer nada más que unos segundos en cada posición. Cuando uno de los empleados de mantenimiento sale del edificio, intercambia unas palabras con él, pero no es más que una breve salutación de dos personas que se encuentran todos los días en el mismo lugar sin que entre ellas haya afinidades.
Observa de hito en hito a los clientes más madrugadores. Cuando le mantienen la mirada, desvía la cara para no enfrentarse al análisis de esos desconocidos, que se sorprenden de su figura. No saben si se trata de una persona que espera a alguien o que se ha sentado a descansar. Se extrañan, porque se convencen de que no es un comprador. Pero nadie se fija mucho tiempo en él como para sacar una conclusión certera y figurarse de quién se trata. Por demás, esos alrededores del centro comercial son también el refugio neurálgico de los estudiantes que hacen pellas de los institutos cercanos, o el enclave del primer botellón de los jóvenes durante los fines de semana, después de comprar la bebida.
Por la puerta acristalada por la que se sale al aparcamiento aparece un hombretón parsimonioso. Viste de invierno, pese a estar a comienzos de verano. No se quita un grueso y sucio abrigo de cuadros ni el sombrero mugriento que cubre una pelambrera enredada y polvorienta. En su barba enmarañada quedan restos de sustancias pegajosas y de otros detritus alimentarios. Arrastra un carrito de la compra donde porta todas sus pertenencias repartidas en la cesta y en bolsas de plástico de diferentes tamaños sujetas de las barras. En la mano derecha porta un pequeño bolso. Se trata de un caracol humano que va dejando un rastro de suciedad.
Antes de llegar a la altura del banco, El de la Vara se pone en pie y se dirige a él sonriendo afablemente. No se dan la mano ni una palmadita. El Caracol lo saluda con indiferencia. El de la Vara lo acompaña hasta el banco como si lo condujera por las dependencias de su casa hacia el salón para que se ponga cómodo, y le anima a sentarse con él. En presencia de El Caracol, El de la Vara se relaja y sonríe con alegría. La pareja departe amistosamente. Tal vez se relaten lo que han estado haciendo durante las horas del día que han tardado en encontrarse una mañana más.
Son los primeros en llegar. Siempre es así, aunque el más constante es el de la Vara. El Caracol llega después, pero su aparición es impredecible, no solo por la hora y el día, sino también por el lugar por donde surge. Duerme donde puede. A veces, si la noche está serena, en el banco de un parque; si amenaza lluvia, se embosca en cualquier techumbre que encuentre a mano: se echa un plástico opaco por encima para aislarse del agua.
El de la Vara no parecería un indigente, de no ser por esa lanza con un pequeño garfio que no sirve para apoyarse al caminar, sino para atrapar los despojos arrojados a los cubos de basura. Llega al supermercado pronto porque viaja en tren. Se para en el apeadero que no queda muy lejos, como un viajero más, si no fuera por ese palo extraño. Tiene casa en propiedad. La heredó de sus padres. Era hijo único. No se debe apañar mal pese a vivir solo, porque la ropa y su higiene personal no llaman la atención de los demás.
—A ver qué nos traen hoy —dice con ansiedad El de la Vara.
—Lo de todos los días —le responde El Caracol.
—Ya, me refiero a que a ver si hay suerte y hay mucho.
—Psss, siempre hay de sobra. Y si no, nos conformamos con lo que haya.
El de la Vara se desespera con la filosofía perezosa de El Caracol. Con sus redes formadas por palabras justas atrapa las ansias insatisfechas del otro.
—Además, si tú comes menos que un pajarito —añade para apaciguar su excitación.
Lejos de conseguirlo, El de la Vara, sin decir nada, se levanta y se dirige a los contenedores. Es imposible que los empleados hayan depositado los desperdicios, pero no confía ni en sí mismo y quiere comprobar que no hay nada en ellos.
—¿Hay alguien más? —le pregunta El Caracol cuando vuelve a sentarse junto a él.
—Nadie… Mejor.
—Pero qué ansioso eres… No te das cuenta de que todos los días nos llevamos algo.
La presencia de otros indigentes en el lugar es normal, pero no son tan asiduos como ellos. Incluso, El Caracol no se presenta todos los días. Por eso, cuando aparece, El de la Vara se alegra. Con los otros no se lleva tan bien. De hecho, el que media en esa pequeña comunidad es El Caracol: trata con todo el mundo y todos admiran su desapego en el reparto. Con su cara de filósofo y ademanes eclesiásticos impone ecuanimidad en el pequeño grupo.
Cuando ha pasado una hora larga, se cambian de banco. Salen a la avenida y se sientan en otro próximo a los contenedores. El sol les ilumina sin piedad. Con esa luz inmisericorde, sus rasgos de pobres se acentúan y quedan a la vista de los viandantes. El de la Vara se cala las gafas de sol, porque le molesta esa luz blanca descarnada. A El Caracol le falta el aire, respira con dificultad, pero no se despoja de sus ropajes. Aguanta estoicamente, como soporta el resto de las horas del día. Es cuestión de paciencia, de dejar que el tiempo resbale.
—Ya vienen —anuncia El de la Vara, que ha entrado un momento en la galería con el fin de escrutar los movimientos de los empleados del supermercado.
Los dos esperan sentados y contemplan cómo vierten en los cubos de basura los productos caducados. Los reparten en varios para que no se agrupen los buscadores. Cuando se retiran los dependientes, hay un revuelo de personas que hasta ese momento habían pasado desapercibidas. Abuelos con su bolsa de la compra se apretujan en uno de los contenedores. Son los primeros en escarbar con sus largos brazos dotados de unas manos con larguísimas uñas. Buscan en silencio, concentrados en palpar. Cuando logran asir algo, sacan el brazo con cuidado, como si la presa fuera un pez que con cualquier brusquedad pudiera soltarse de ese anzuelo de dedos descarnados.
—Vamos —El de la Vara anima a El Caracol, que se ha quedado absorto observando el proceder de los ancianos.
La admonición de El de la Vara es vana, ya que sabe que El Caracol, por su corpulencia e indumentaria, no puede meter los brazos, pero le gusta que esté a su lado, como si le necesitara para cubrir sus espaldas. El Caracol guarda en una bolsa lo que va sacando.
Cuando están en esa faena, llegan dos buceadores más a la misma sima de despojos. Se sitúan por el otro lado del contenedor. Mientras revuelven los desperdicios, no dejan de alborotar, pero apenas agarran nada. Uno de ellos es un joven en los huesos, una pena de persona. Le conocen con el nombre de Cafeína, ya que la base de su alimentación son los cafés con leche que le regalan en un kebab que se encuentra en la misma galería comercial. Su vida transcurre entre el centro, una mercería, donde se le pasan las horas muertas conversando con las mujeres en ropa interior que aparecen en la cartelería de la tienda, y el cajero automático, en cuyo suelo se echa a dormir. Hay días que no se le ve por ninguno de estos sitios y muchos de los que lo conocen se alarman por lo que le haya podido pasar. No se mete con nadie y en todos levanta lástima. Es un joven guapo que despierta la compasión de muchas mujeres que tratan de darle una limosna sin él haberla solicitado. Si se acerca, es por si entre los desperdicios hay algún lote de Petit Suisse, por los que siente una pasión infantil. El otro, sin que esto signifique que sean colegas, es El Deportista. Es un viejo que luce mallas, unas deportivas, una sudadera y una pequeña mochila donde transporta su escogida biblioteca de novelas del Oeste. Se supone que tiene casa, aunque nadie conoce su ubicación. Llega también de los primeros al centro comercial, pero su lugar preferido son los bancos de la avenida. Incluso, en ocasiones, se permite el lujo de sentarse en una de las terrazas y pedirse un botellín de cerveza. Mientras fuma, devora las páginas de la novela. Son libros tan viejos y arrugados como él mismo. Los vértices de las hojas se encuentran doblados, rotos algunos, de tanto señalar el punto en el que se deja la lectura, por lo que se puede suponer que son ejemplares que han pasado de mano en mano, o que él mismo ha efectuado múltiples lecturas. Cuando se levanta, al andar se apoya en un bastón de los utilizados para practicar senderismo. Si se acerca al muladar, es por envidia. Rara vez se lleva nada de lo que se saca. Como mucho, algún periódico deportivo atrasado.
—No alborotéis —les dice El Caracol a los de la otra parte del contenedor, como si fuera el padre prior de esa orden de pordioseros.
Por un momento, todos cesan de buscar y posan sus ojos en esa cara venerable, después desvían la mirada para fijarla en los otros. Se observan como si fueran gatos, extraños unos a otros. Saben que, de no ser por El Caracol, no tardarían en sacar las uñas.
Cuando están seguros de que no queda nada de provecho, cesan su batida.
—No dejéis nada tirado —les ordena El Caracol.
De mala gana devuelven al contenedor lo que no les sirve y ese acto de arrojar les supone un esfuerzo moral grande.
Todos se llevan algo en el reparto. Incluso El Deportista, pese a no haber encontrado ningún periódico, acepta un paquete de cuatro botellines de cerveza. Desencaja las botellas del cartón y las mete en la mochila, donde quedarán amortiguadas entre sus novelas ajadas.
—Tienes que comer cosas de sustancia —le recrimina El Caracol a Cafeína—. No te das cuenta de que el café es malísimo, si no tienes algo en el estómago.
Le da un paquete de ocho yogures de frutas. Cafeína se le queda mirando, como si no entendiera lo que le dice el viejo. Se retira sonriendo sin llevarse nada.
—No te dije que sobraría —termina enfadándose con El de la Vara—. A ver qué hacemos con todo esto.
El de la Vara mete en una bolsa de plástico lo que le parece bien. El Caracol, que le sientan mal los lácteos, se guarda una bandeja de embutido y una cuña de queso de oveja, pese a anticipar que la digestión sería pesada, pero no puede resistirse a ese manjar.
El de la Vara se apresura para tomar el próximo tren que lo devuelva a su casa, El Deportista camina por el bulevar hasta la zona soleada, donde se sentará en un banco a continuar devorando novelas del Oeste, mientras se bebe el primer botellín de cerveza; Cafeína sigue el mismo rumbo que el anterior, pero se da media vuelta y deshace parte de lo recorrido, hasta que se detiene sin saber por qué, como si hubiera olvidado el lugar al que se dirigía; Caracol se levanta con dificultad del banco, tarda en enderezarse y, antes de ponerse en marcha hacia las afueras, observa cómo los abuelos continúan su búsqueda. Les deja en el banco lo que ellos no han querido. Sabe que vendrán inmediatamente a recogerlo. Así es, los que menos han conseguido, se aproximan con cautela a coger sus sobras. Después, los abuelos, como si hubieran pasado por las cajas registradoras del supermercado, se encaminan a su casa con las bolsas repletas de productos de deshecho.
El centro comercial sigue aprovisionando a estos menesterosos y a todos con sus estanterías colmadas. Y la peluquería, poniendo guapas a las mujeres; y el salón de manicura, creando obras de arte en las uñas; y los solarios, torrando las pieles blancas; y el centro de estética, eliminando vello; y la inmobiliaria, vendiendo propiedades; y las boutiques, proporcionando vestidos que resaltan los cuerpos; y la agencia de viajes, llevando a destinos lejanos; y el banco, repartiendo dinero para ser gastado en el centro comercial; y los restaurantes, ofreciendo menús tentadores… Una Arcadia donde se puede sentir la felicidad por un instante, ya que todo está al alcance.
Es por la mañana, ya casi mediodía, cuando todos los buscadores han conseguido el pan de cada día. El resto de la jornada no tiene mucho interés: toman el sol, ven la televisión, echan una partida de cartas, charlan con sus amistades… Un día más para todos. Pronto llegará el domingo y descansarán, porque el centro comercial cesa su actividad. Y el lunes comienza la semana: otra vez lo mismo. El transcurso de la vida es monótono. Solo se altera unos instantes cuando alguno se va al otro barrio, lo cual suelen considerarlo como una suerte para el finado: “Para lo que pintaba ya…” Son solo palabras hueras, que no reflejan la verdad, ya que ninguno quiere morirse. A su manera encuentran un sentido a su vida que les permite luchar por seguir con su existencia.
El otoño se despidió antes de tiempo. Todos los días eran húmedos. El agua rezumaba por el suelo y ascendía por los zócalos; un viento constante se mecía alrededor de El de la Vara. Se protegía con una pelliza amarillenta, cuyo cuello llevaba levantado a modo de barrera. También se había enfundado un sombrero de lluvia, ya que no le gustaban los paraguas. Aunque el asiento del banco estaba seco, permanecía muy poco tiempo sentado. Prefería recostarse en la pared. Miraba todo a su alrededor, pero sus ojos se fijaban en la esquina por donde habían de aparecer los empleados de mantenimiento con los carros de la basura. Los desperdicios seguían siendo los mismos; no así los que los aprovechaban. Continuaban acudiendo los abuelos con buena salud y El Deportista, protegido con un impermeable con el que tapaba la mochila con sus novelas del Oeste. Hacía tiempo que no se veía a Cafeína.
—Lo habrán internado en algún centro —especula El Deportista, hablando por hablar.
Ninguno de ellos se preocupó por El Caracol. Llevaba un tiempo sin dejarse ver, pero no se extrañaron. No era muy habitual que abandonara la ciudad, aunque alguna vez desaparecía.
—Fui a visitar el cementerio donde descansan los restos de mis padres —le oyeron decir en ocasiones cuando le preguntaban por su vida después de estar un tiempo ausente.
El de la Vara era el que más echaba de menos la compañía de El Caracol. No se puede decir que mantuvieran una relación de amistad franca, pero El de la Vara estimaba que, por lo menos, él se podía considerar confidente, porque más de una vez le había confesado que lo que más temía era morir en cualquier parte y que no lo enterraran en la sepultura familiar.
—¡Una vez muerto, qué más da adonde a uno lo metan! —se extrañaba El de la Vara por este asunto tan pusilánime.
El Caracol no entraba a debatir esta cuestión, pero su deseo era reposar junto a aquellos que le dieron la vida. No contaba nada de particular de sus padres, si bien se le notaba que estaba muy unido sentimentalmente a ellos.
Una mañana, cuando el centro comercial se adornaba con decoración navideña y no paraban de sonar villancicos machaconamente, se presentó El Deportista a la zona de espera de El de la Vara.
—¿No te has enterado? —le dijo casi alegre a El de la Vara.
—¿De qué? —le respondió receloso.
—El Caracol, lo enterraron ayer. Murió en el refugio de transeúntes.
Y El Deportista se dio media vuelta en busca de la zona más cálida del bulevar sin quedarse a ver su reacción.
El de la Vara permaneció inmóvil, observando cómo se alejaba cojeando El Deportista. Cuando fue capaz de moverse, se dirigió al apeadero a esperar el tren sin llevarse nada en su mochila. Tardó mucho tiempo en volver al centro comercial.
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