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El callejón La Sardina

 

Al Comisario le costaba subir la tanda de escaleras por la que se accedía a ese callejón empinado, antro de prostitución y gula marinera. Hacía mucho tiempo que no acudía allí, aunque ese barrio había sido su ojo mimado.

Desde que soy comisario, nadie podrá afirmar que en La Sardina se ha cometido un delito, ni tan siquiera un insignificante hurto —se vanagloriaba el prestigioso policía.

Era verdad. Todos lo veneraban. Él les había establecido los principios por los que se habían de regir, asegurándoles que, siempre que los respetaran, la policía no metería sus largas narices entre esos edificios enfrentados, que compartían cuerdas atadas a los balcones en las que tendían sábanas y toallas, muchas sábanas y toallas, y trapos de cocina, muchísimos trapos de cocina. Las primeras, porque las camas se utilizaban; los segundos, porque se manchaban de tanto servir sardinas.

Era un distrito pobre, cuyas fauces amenazaban a la ciudad moderna en su mismo corazón, enfrente del ayuntamiento. Era un barrio marinero que no quería oír el oleaje del mar, sino la respiración febril de la ciudad. Repartidas en cada fachada había tabernas, donde servían sardinas asadas, y pensiones, en las que un enjambre de mujeres se ganaban la vida ejerciendo la prostitución. Eran dos focos de atracción que conseguían llenar el callejón de clientes que saciaban el apetito a primeras horas de la mañana. Una ración de sardinas con una frasca de vino; una mujer, o un mancebo, si el frenesí obnubilaba la mente. La satisfacción de dos placeres juntos era infinita. No importaba el orden: primero, las sardinas; después, el magreo. O, al revés, después de la cama, las sardinas.

El callejón era una fiesta de olores. Predominaba el de las sardinas asadas, ya que las humaredas se quedaban adheridas a las paredes y a esas mismas prendas colgadas. Pero también se percibían las emanaciones sutiles del trabajo del sexo. Confundidos ambos efluvios, embriagan los sentidos de los concurrentes.

Hacía tiempo que el comisario no levantaba sus posaderas de la silla frailera. Como el director de un banco que desde su despacho controla el movimiento del dinero entre las manos de sus empleados, él dirigía a sus hombres como si se tratara de marionetas que él manejaba aflojando o apretando los casi invisibles hilos que eran sus etéreas órdenes. Pero en esta ocasión supo que tenía que hacer acto de presencia. Necesitaba enterarse de quién había osado saltarse los principios por los que se habían regido durante cuatro lustros.

El coche se había aproximado al barrio a velocidad moderada, como si en él viajara una autoridad que no admitía brusquedades en sus desplazamientos. Se subió a la acera, donde la policía municipal había creado un espacio expedito delimitado por vallas herrumbrosas. Le habían tenido que ayudar mientras ascendía. No le importaba que le tendieran el brazo y que la gente lo contemplara cómo levantaba el pie con dificultad para salvar el desnivel. Era consciente de que los vecinos lo observaban. Quería que supieran el esfuerzo que estaba realizando para llegar hasta ese apestoso callejón. No iba de mal humor, pero prefería que se imaginaran que difícilmente contenía su enojo. Superado el tramo de escaleras, apareció la subida adoquinada, en la mitad de la cual se arremolinaban sus hombres. Antes de continuar, se detuvo, para coger aire y mirar las ventanas, en las que había mujeres asomadas, y las puertas de los bares, desde donde los clientes ponían sus ojos en su figura inmóvil. Los portales permanecían cerrados. Suponía que habían echado la llave para que nadie pudiera acceder. Cuando sus hombres se percataron de su presencia, abandonaron el cadáver que custodiaban y acudieron a auxiliarlo para que pudiera avanzar. De repente notó un brío que le impulsó a sacudir las manos que se prestaban a servir de apoyo. Quería recorrer solo esos metros. Se detenía delante de cada grupo de personas y los miraba. Antes de desviar sus ojos, ellos se metían en los bares y ellas cerraban los postigos. No quería testigos de su encuentro con ese cadáver. Sus compañeros se apartaron y lo observaron cómo meditaba delante ese hombre con un disparo en la nuca. No había charco de sangre a su alrededor.

Levantó la cabeza y fue posando su mirada en cada una de esas puertas y ventanas cerradas. ¿En cuál de ellas lo habrían disparado? Sabía que sería difícil averiguarlo. Allí, donde lo hubieran sorprendido, habrían borrado las huellas del crimen. Tampoco sería esencial saber en qué garito, y no merecería la pena perder tiempo en realizar esas pesquisas. Podía haber sido en cualquier tasca o burdel, sin que el dueño del local tuviera responsabilidad. Y un muerto trae mala reputación; mejor que lo maten en la calle, que no es de nadie y es de todos. Nadie ha sido testigo y todos han visto cómo el asesino se ha acercado a él y a escasa distancia ha disparado su arma. Lo mismo da que haya cuatro testigos o doscientos, seguro que nadie reconocerá al atacante.

Un estibador —le respondieron al leve movimiento del mentón de El Comisario dirigido al tendido—. Un mal tipo, dedicado al tráfico de personas…

Esperó sin estar seguro de qué es lo que debía hacer ya allí. No quería marcharse tal como vino, todos ocultándose de él, igual que hijos que esquivan la presencia de un padre autoritario, avergonzados de una falta imperdonable.

Dejó el centro de la calle y descendió con lentitud por la pequeña acera de la derecha. Se detenía en cada umbral, esperando que alguien saliera y lo saludara. Estuvo tentado él mismo de empujar para comprobar si la puerta estaba trancada, pero no se atrevió. Detuvo con la mirada a los suyos, que parecían dispuestos a forzarlas. No deseaba ninguna violencia. No le importaba que sus hombres contemplaran su impotencia y se convencieran de que ya no era nadie en el barrio.

Buscó el apoyo de su auxiliar, pero antes de emprender la bajada, se volvió para llevarse un último recuerdo de la callejón de La Sardina; todo seguía igual: las sábanas, las toallas, los trapos de cocina tendidos, pero el callejón estaba vacío y esa mañana no olía a pescado. En ese momento, se convenció de que había llegado al final, de que no merecía la pena continuar arrastrándose en un mundo que estaba cambiando y que no entendía.

Nada más sentarse en su dura silla de madera, rellenó la solicitud de retiro y uno de sus hombres la llevó al Gobierno Civil.


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