Ir al contenido principal

El laberinto del páramo


Absorto, fijó su mirada en el camino blanco que ascendía por el valle. La empinada cuesta le supuso un intenso esfuerzo al comienzo. La mañana amenazaba lluvia. Solo pretendía dar un paseo para estirar las piernas. Cauto, se armó de un paraguas por si arreciaba el aguacero. Antes de alcanzar la cota más alta, a su izquierda se presentó el camino real, cuyo cauce estaba despejado de la maleza que habitualmente lo invadía. Cambió de plan: ya no cruzaría la llanura en línea recta hasta alcanzar la fuente. Pensó que, si torcía a la izquierda por la ruta que normalmente no estaba libre, el recorrido sería circular y se adecuaría al tiempo que deseaba dedicar a realizar ejercicio. Siguiendo esa senda, esperaba hallar el camino que unía el pueblo bajo con el pueblo alto. Como era previsible, hubo de abrir el paraguas para protegerse de la lluvia. De momento, en esa dirección, le daba de espaldas.

El cielo era gris; solo se adivinaba, en su blancura, el algodón de alguna nube que parecía mecerse a ras del suelo. Toda la bóveda celeste dejaba caer una llovizna fría. La temperatura descendió, aunque con el movimiento, no le molestaba. La humedad de las semanas anteriores había propiciado una otoñada muy exuberante; las parcelas verdeaban como praderas. A ambos lados del camino surgían viñas plantadas no hacía muchos años y los montones de piedras que los labriegos levantaban al arar. Hierbajos desmesuradamente altos a ambos lados del camino contemplaban al viajero. El silencio era absoluto; la lluvia leve caía sobre la tierra mullida y los pájaros se habían refugiado en los valles bajos.

Esperaba encontrarse a alguien: un cazador, otro caminante, quizá algún labrador, si bien no era momento de realizar ninguna labor hasta que el terreno no se oreara. Silencio. Dejó de pensar y su imaginación se contrajo hasta desaparecer. Solo él, andando, hasta alcanzar el cruce donde tomaría el camino de vuelta. No tenía prisa, no iría a misa. Hasta la hora de la comida había tiempo. Pero ese cruce de caminos tardaba en aparecer. Las rodadas de los tractores dejaban un trazado de hierbas, unas secas, otras aún vivas, por las que pisaba para evitar el barro pegajoso que se iba originando en las partes desnudas.

Miraba a lo lejos. No descubría si no eran las muertas torretas del cableado eléctrico que cruzaba el páramo. Otras parcelas en barbecho exponían con temor su desnudez; en ellas, el frío y el silencio se acrecentaban. Las matas aisladas transmitían una sensación de abandono, como si el labrador se hubiera olvidado de meter el arado en ellas, o estuvieran castigadas en un irremediable purgatorio. Por fin consiguió entrever un espacio blanco en el que suponía se encontraba el cruce. Sí, allí, dos caminos. Se cambió al otro. Una falsa percepción le hizo creer que descendía con suavidad y que no tardaría en llegar al pueblo bajo. En esos momentos, hubo de inclinar el paraguas hacia adelante para que el agua no le diera en la cara. Sin ser la lluvia de mucha intensidad, a fuerza de caer había conseguido que toda la tierra se convirtiera en un barrizal. Ya no era fácil hallar dónde pisar sin que las botas se hundieran en el fango. Ahora, el esfuerzo para avanzar era mayor. El paraguas abierto era una pared contra la que había que luchar. Lo aportaba para comprobar si aparecían señales de que el pueblo bajo se hallaba cerca. Pese a creer que ya había transcurrido un tiempo razonable para conseguir completar la vuelta, el castillo, testigo aislado que marcaba la altura en el valle, no aparecía. Continuó un poco más. Nada, la fortaleza se había hundido en la honda laguna verde del páramo. Se detuvo. Miró en todas las direcciones. Desconcierto. ¿Seguro que había tomado la ruta correcta para regresar? No, se convence de que se ha equivocado. Mira la parte dejada atrás, a los lados y también a la meta a la que se dirigía. ¿Cuál era la dirección correcta? No lo sabe. Está perdido, solo. No hay nadie, ni un cazador, ni un agricultor que le puedan ayudar a orientarse. ¿Se da media vuelta hasta encontrar el cruce y regresa por el camino ya recorrido, o se aventura a continuar en la misma dirección, o desviarse a la izquierda o la derecha?

Mira el cielo gris cercano en busca de un resplandor dorado para orientarse con el sol. No halla el menor destello en esa densa masa que envuelve la llanura. Hasta entonces, el hambre no se había despertado, pero en medio de esa incertidumbre, proclama con aullidos su presencia. Acalla ese temor, convenciéndose de que es pronto para notar su amenaza. Continúa avanzando en la dirección que llevaba. Se pone nervioso cuando en un punto surgen dos caminos. El de la derecha da la sensación de que se desvía; el de la izquierda se adentra en una zona en declive en el que la maleza y los arbustos abundantes dificultan avanzar. Este es el camino que elige.

Ahora, a sus botas se adhieren unos mazacotes de barro que le impiden levantar los pies. La densa vegetación del que parece un antiguo camino le puede herir la piel de las manos y la cara, pero si sube a las tierras que lo bordean, quedará atrapado en el fango de los surcos… No deja de levantar la mirada en busca del castillo del anhelado valle del pueblo bajo. No cree posible lo que está sucediendo. Él, que tantas veces se ha vanagloriado de su buen sentido de la orientación, tanto en el espacio, como en la vida… Ahora, perdido. Sin nadie que le eche una mano. Solo en su desesperación, asfixiado en su propio sudor, empapado con esa lluvia pertinaz que cala en silencio. Sucio de arriba a abajo…

Sí, allí, entre la neblina, parecen ser las almenas de la torre de homenaje. Avanza unos metros y, poco a poco, la silueta de la fortaleza emerge ante sus ojos. 



Comentarios

Entradas populares de este blog

El carnicero se echa un cigarro

Las vistas urbanas permanecen inmutables pese a las remodelaciones que de vez en cuando los ayuntamientos emprenden. Llevo viviendo más de treinta años en esta ciudad y puedo asegurar que las inmediaciones de la iglesia de La Asunción siguen igual que las vi la primera vez: las palmeras ya se erguían en su afán por emular la alta torre, en los bancos de metal se sentaban las madres mientras vigilaban los juegos de sus hijos, y los viejos a contemplar el ajetreo comercial de las calles del centro y de las tiendas de alrededor… Hoy la iglesia permanece intacta, y la plaza, con sus arriates verdes y sus bancos ocupados, son los mismos. Lo que ha cambiado son la frecuencia de los ritos religiosos que se celebran en el interior del recinto eclesiástico. Estas reflexiones me surgieron después de la conversación que mantuve con el dependiente de una carnicería, cuyo establecimiento se ubica en la pequeña plaza situada al lado de la iglesia. Había entrado en la biblioteca a dejar un libro

Sara

  — Seguro que este cabrón no llama. Eso ya me lo sé. Las últimas señoras y hombres solitarios abandonan la carnicería con sus compras para el fin de semana. Los odia y, a la vez, le dan risa. Ellas, sorprendidas: esas horas y sin comida. Ellos, con la angustia de estar sin víveres para el sábado y el domingo, y tener que tomarse bocatas aceitosos y menús baratos en bares de mala muerte, o discurrir cómo apañárselas con los huevos que aún quedan en la despensa. Está harta. Desea escapar. Recoger y fregar todavía. ¿Es que no tiene fin este jodido día? El sonido de la caja registradora le parece la batería de Judas Priest; las voces de las clientas para pedir vez, gritos del cantante de Iron Maiden; el cuchillo afilando, un solo de guitarra; la voz del jefe, chillidos de Keen Murgy y la respuesta de las empleadas, el coro de espectadores que le responden que las deje en paz. Estaba dispuesta a lanzarle cualquier día un mazacote de carne picada. Qué imbécil es el pobre. Se limpia l

9. EL ALTO, EL BAJO Y EL GORDO

  9. El alto, el bajo y el gordo   Eran las doce pasadas. Entraron en el despacho del decano y en ese momento sonó el teléfono. Severino se sentó en un sillón frailuno y los otros en sillas de madera noble, un tanto incómodas, en opinión de Ambrosio, como si las hubieran dispuesto delante de la mesa del mandatario con el ánimo de que los visitantes abreviaran sus exposiciones y demandas. La estancia era bastante oscura, teniendo en cuanta la luminosidad de los pasillos. Las únicas ventanas por las que entraba la luz se situaban casi al borde del techo y su presencia no lograba iluminar las apagadas paredes en las que colgaban sombríos cuadros que Ambrosio consideró decimonónicos; sin embargo, al acostumbrarse sus ojos a las tinieblas, comprobó que sus motivos eran abstractos. La mesa del despacho se asemejaba, por sus dimensiones, a la de un billar. Pese a su amplitud, a Severino le parecía faltar sitio donde ubicar todo el material. La pared frontal estaba ocupada por una gran b