Las tardes festivas en Laviá consisten en pasear por sus calles peatonales y por el lienzo sur de sus murallas. Lo más normal es caminar despacio charlando y algunos, comiendo pipas Vocal, la marca emblemática de la ciudad. Después se entra en un bar a tomar algo o, en verano, se deleitan con un apetitoso helado. Nosotros y la familia de mi hermana también seguimos estas rutinas. El recorrido por sus calles me permite recordar los lugares vinculados a mi pasado como estudiante de Magisterio y las esporádicas correrías que el grupo de amigos del pueblo realizábamos en la ciudad: bares donde tomábamos algo, y aún recuerdo la especialidad del aperitivo que acompañaba a la consumición. Con menos frecuencia, me doy de bruces con otros lugares, como los cines, a los que solo acudíamos si la película era muy buena; o las discotecas, en las que no podíamos entrar por carecer del dinero suficiente para pagar la entrada y solo nos colábamos cuando el portero estaba ya muy borracho y le fallaban los reflejos, o en los últimos momentos de la primera sesión, que finalizaba a las nueve, cuando la luz del local era más intensa y los primeros asistentes desalojaban la sala…
Esa tarde fuimos a un bar más lujoso y caro, pensando que merecía la pena gastarnos un poco más y disfrutar de placeres reservados para otros. El salón era espacioso y la altura, palaciega. Al entrar de la calle había un inmenso recibidor que servía de distribuidor a dependencias ocultas. Nosotros subimos por una amplia escalera ondulada que desembocaba en el enorme bar, una estancia abierta en uno de sus lados, que, con una gran barandilla protegiéndola, daba al espacioso hall. Desde allí se podía contemplar el ir y venir de clientes que se movían en todas las direcciones, al igual que los viajeros de una gran estación central de ferrocarril.
Del grupo, unos se dirigieron a ocupar una mesa en un lugar privilegiado y yo, después de haber preguntado la consumición que querían, me quedé en la extensa barra atendida por una camarera que por su atuendo desentonaba con la exclusividad del negocio. Su cara denotaba cansancio y aburrimiento. Los clientes que esperábamos a ser atendidos nos habíamos colocado en cuatro filas, dejando espacio entre las hileras. Todos tapábamos el rostro con una mascarilla, con lo cual resultábamos irreconocibles los unos para los otros. Con la ansiedad del que espera a ser atendido, aguardé a que la camarera acabara de despachar a los que se encontraban delante. Mientras, me entretenía viendo a los demás, sin perder de vista a mis acompañantes.
Mi hermana se había pedido un café con leche; mi cuñado, un descafeinado; mi hijo, una coca cola y repasando, cuando me tocó el turno, me percaté de que mi mujer no me había dicho lo que deseaba o no me acordaba. Pidiendo disculpas al que me seguía en la cola, me acerqué a preguntarla. La vi de pie saludando a mis tíos. La interrumpí para averiguar lo que deseaba. Me sorprendió que se pidiera una Coca-Cola light, refresco que nunca antes le había visto beber. Regresé lo más rápidamente posible para no entorpecer el trabajo de la camarera y, pidiendo de nuevo disculpas al que me seguía en la hilera de clientes, pedí.
Ya sentados, nos sirvieron y, de inmediato, me levanté para pagar la cuenta. La chica que me atendió me presentó, en un trozo de papel mal recortado, la suma de las cantidades correspondientes a cada bebida, escrita con bolígrafo azul. En total importaba veintitrés y pico euros; no me paré a mirar con precisión los décimos, aunque sí que me fijé en el precio de las Coca-Colas, a cinco euros, y los cafés, a tres. Me pareció excesivo el importe, pero, como sabía de antemano que el local era caro, pagué con resignación aportando veinticinco euros esperando la vuelta. Esta tardaba en llegar y observé que la camarera que me tenía que cobrar hablaba o discutía con una compañera, como si la cuenta que me habían presentado no estuviera bien. Vino a mí otra vez sin saber explicarme con claridad lo que sucedía, pero no me daba la vuelta. Entendí que había sumado mal las cantidades o que no había incluido alguna en la operación. Primero repasamos los dos la cuenta y estaba bien. Sin embargo, la chica continuaba aturullada sin ver clara la solución. Mencionó que el importe ascendía a más de treinta euros. Pacientemente, con la seguridad de que no podía alcanzar esa cifra, porque mentalmente había calculado el importe al saber el precio de cada una de las consumiciones, le propuse que comenzara de nuevo a realizar la cuenta repasando lo que habíamos pedido. No aceptó mi sugerencia y, después de unos instantes de vacilación, me devolvió el cambio según la suma inicial presentada.
Regresé sin comprender el proceder de la camarera y resignado por perder un tiempo que bien podría haber aprovechado para deleitarme con el ambiente del palaciego establecimiento. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue el espíritu contrariado con el que me recibió mi familia. Sin haber escuchado mis explicaciones, todos pusieron cara de fastidio culpabilizándome a mí del percance. Me quedé boquiabierto y sin fuerzas para convencerlos de mi inocencia, esperando que una vez transcurridos unos minutos hubieran olvidado el incidente. Así fue, cuando salimos, parecía haberse borrado de su mente el inexplicable episodio. Sin embargo, a mí me creó más incertidumbre, pues ya no solo me resultaba incomprensible el atoramiento de la camarera, sino también la estupefacción con la que me recibió mi familia.
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