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Bofetadas de tu madre


Recibes una y otra vez bofetadas de tu madre. Siempre te ha abofeteado, unas veces para que aprendieras que algo no se podía hacer, otras porque necesitaba castigarte; las más de las ocasiones, no había razones: te pegaba ya que era lo único que sabía hacer. Soportabas con paciencia el castigo, aunque no comprendieras el motivo, pero siempre te decías que era tu madre y no podías rebelarte contra ella, porque una madre es una madre.

Ahora no te pone la mano encima, sin embargo, te sientes peor que cuando eras un niño y te pegaba hasta con la garrota de tu padre. Se volvía loca, como ahora, pese a que han transcurrido muchos años y es una mujer mayor, pero, cuando se enfada, se pone fuera de sí. De niño, no te sublevabas; ahora, la sigues perdonando sin que halles en ella una leve atenuante que justifique su locura repentina. Te da miedo esa palabra e intentas borrarla y haces como que no las has pronunciado, porque una madre no se puede volver loca, aunque sigas pensando que actúa sin sentido. A estas alturas has de reconocer que tienes miedo de ella, pero, sobre todo, luchas para desterrar la idea que llama a tu propia conciencia de que no te quiere, que no le importas nada. Te consuelas especulando que puede ser verdad, pero solo durante el tiempo que tarda en aplacarse su furia, aunque sabes que las consecuencias de ella se pueden prolongar muchos días después de su estallido durante los cuales sentirás su desprecio y su rencor. Nunca supo perdonar y olvidar. Cada una de las ofensas que ella siente inunda el pozo de ponzoña que es su alma, pero no puedes olvidar que es tu madre y que te dio la vida y que la debes todo lo que eres.

Piensas esto mientras deambulas por el campo. No quieres encontrarte con nadie, porque te avergonzarías si alguien te ve en este estado de sufrimiento. Intuyes que serían capaces de adivinar toda la desgracia que te hace tan infeliz y la sola posibilidad de que sepan la verdad de tu sufrimiento, te encoleriza. Eres capaz de guardarte en lo más profundo de una cueva y esperar allí agazapado como una fiera a que el hambre te devore y te haga salir en busca de algo que la calme.

Nadie preguntará por ti, aunque desaparecieras durante una semana. Tu padre sufre callando y sin ser capaz de enfrentarse a tu madre. Nadie puede con ella. Hablar de misericordia o intentar conmoverla recordándole que eres su hijo, no serviría de nada.

Aguantas a que el sol se ponga y a que la gente se recoja. Luego, siguiendo la penumbra que proyectan las paredes, te diriges a la casa de tu tío Hermógenes. Tu tío y la tía Leocadia sí que son buenos. No es la primera vez que te acogen. Te llevan a la pequeña cocina, donde arde una lumbre acogedora que te saca el frío de los huesos. La tía pone un plato más para ti en la mesa, junto a tus primas. Todos te quieren en esa casa, no solo porque formas parte de la familia, sino porque conocen tus penurias. Ninguno de ellos se atreve a decir lo que todos piensan: que tu madre tiene mala sangre, que el tío Agapito fue un desafortunado al casarse con ella. Valoras que nadie mencione todo eso, porque no puedes aceptar la verdad.

Te quedas a dormir en el escaño de la cocina, que permanecerá caliente buena parte de la noche. La tía te saca una manta y te trae una almohada para que recuestes la cabeza. Cuando los ruidos de la casa se apaciguan, te duermes y no sueñas con nada, hasta que temprano oigas trajinar al tío Hermógenes encendiendo la lumbre. No quieres moverte, porque no sabes a lo que tendrás que enfrentarte en el nuevo día. Cuando la leña crepita y el calor te lame el cuerpo, te levantas y vas a sentarte en el banquillo junto a la chimenea. El tío te ofrece una copa de aguardiente y se sienta a tu lado, viendo los dos la danza sublime de las llamas.

¿Qué ha pasado?

Te cuesta sincerarte, pero sabes que tu tío se merece conocer todo lo que sufres. Hablar con él es como si lo hicieras con el padre al que no puedes dirigirte, ni en el que encontrar consuelo. Le dices que tu madre te ha cerrado la puerta, que no te deja entrar en casa, que lo hace cada vez con más frecuencia. Te acusa de haber cogido dinero de la caja de caudales; lo de siempre. Cree que todos sus hijos meten la mano para robarla, pero eres tú el que recibe el castigo más inhumano.

Puñetera —articula el tío.

Sabes que apenas puede contener la cólera que siente por la mujer de su hermano. Sufre por él y sufre por ti.

Te atreves a expresar con palabras la idea que ronda por tu cabeza desde hace un tiempo, la de marcharte del pueblo. No puedes seguir viviendo en la casa de tus padres, porque algún día tu madre, en un estado de enajenación, te va a matar. No tienes miedo a morir, pero no quieres obligarla a que cometa esa locura. Quizá si te vas, ella, con el paso del tiempo, se enternezca y acabe queriendo verte.

Tío, necesito dinero.

Le explicas para qué lo quieres.

La noche antes de partir te acercas a despedirte de los tíos. No hay mucho que decir. Les prometes que les escribirás dándoles noticias. El tío Hermógenes le comunicará a tu padre cómo te va en el extranjero. Se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta de pana y te da un sobre con un billete de mil pesetas, suficiente para que puedas viajar hasta Suiza. La tía Leocadia te entrega una longaniza seca para que tengas algo que comer durante el largo trayecto.

No sabes cómo agradecerles el cariño que te dispensan y no eres capaz de prometer que les devolverás el dinero. Solo los abrazas y besas a todos, consciente de que esos serán las muestras de cariño que te llevarás de tu extensa familia.

Al día siguiente, sin que tu madre haya puesto una muda limpia en tu maleta, con ella en la mano, les dice que te vas y besas en las mejillas a tu padre. Tu madre no preguntará nada; tampoco te despedirá. Te marchas arrastrando los pies, como si esperaras un repentino arrepentimiento y tu madre corriera a darte dos besos. No te atreves a mirar a ver si, por lo menos, está asomada a la puerta mientras te pierdes de vista.

En el andén, entretanto llega el tren, te apartas para no hablar con los vecinos que también van a viajar. Ya en el pasillo del vagón, antes de sentarte en el departamento, miras al huerto del tío Hermógenes. Lo ves incorporado en medio de los surcos, apoyado en el mango de la azada, con la boina calada para que no lo embiste el sol. El convoy sale de la estación y se aleja: no dejarás de observarlo hasta que la oscuridad del túnel te borra la visión del tío y del pueblo.

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