Los botes de melocotón
La
vida de los niños es dura. El aprendizaje de las normas de los adultos les
resulta incomprensibles. Cuando se las explican, los preceptos se vuelven
absurdos.
Evocando
mi infancia ahora que he vivido más de la mitad de los años que me
corresponderán de existencia, solo me vienen a la mente vivencias con un final
doloroso que con el paso del tiempo no he olvidado. Me he puesto en el lugar de
los mayores, he intentado comprender el motivo de sus actuaciones, a admitir
que quizá yo hubiera procedido igual que ellos…, pero este proceso mental no ha
conseguido que las olvide por completo.
Me
resulta difícil, lector actual, relatarte la experiencia detonante de la breve
meditación con la que he iniciado estas líneas. Ahíto de golosinas que a un
precio moderado se pueden comprar ahora en los supermercados, y con dinero para
adquirirlas, te resultará extraña la congoja con la que evoco las escasas
ocasiones en las que mi madre nos abría a mí y a mis hermanos un bote de
melocotón, manjar para nosotros, niños de entonces, que con seguridad no podrás
comprender con tu óptica presente.
Decía
que los ojos se nos iban detrás de los botes almibarados y tal vez sería mejor
corregir afirmando que soñábamos con ellos, porque, no es que no hubiera botes
de melocotón en casa: había bastantes en el baúl de la alcoba de mis padres.
Allí, los coleccionaba mi madre de todos los tamaños. Os podréis imaginar que
cada vez que entraba a esa habitación comenzaba a salivar pensando en las
medias partes de la fruta dulcísima. ¡No os hacéis una idea de lo goloso que
era y sigo siendo! No creáis que el cajón estaba cerrado: podía levantar la
tapa y contar los recipientes. Así procedía: agarraba el que luciera una
etiqueta más nueva y me recreaba con la imagen que reproducía el fruto pringado
en ese espeso líquido azucarado.
No
mostraba mi madre temor de que sustrajera un bote, pues ¡cómo un niño iba a ser
capaz de retirar la tapa con un abrelatas, que era incapaz de clavar en la chapa!
Repasaba cada uno de ellos y observaba que la etiqueta de algunos comenzaba a
despegarse y sus bordes a resquebrajarse a modo de pequeñas dentelladas. El
papel aparecía blanco e irregular, como consecuencia de los muchos años que
llevaban en el fondo del arcón y del roce con otros recipientes.
La
ocasión en la que más envases de melocotón recibió mi madre fue cuando nació mi
hermana. Cada visita que llegaba a casa a conocer a la niña y a comprobar cómo
se recuperaba la convaleciente, nos traía un bote de melocotón que bien
plantaba nada más llegar en medio de la mesa camilla presidiendo el encuentro
o, bien, esperaba hasta el momento de la despedida para, probablemente, con
todo el dolor del alma, sacar del capazo colgado del brazo un enorme bulto
envuelto en papel de estraza, que no era otra sorpresa que el consabido regalo.
Yo merodeaba alrededor de los congregados mirando con descaro al objeto de
deseo. Esperaba con impaciencia a que la visita se marchara y mi madre abriera
el bote y nos repartiera un trozo a cada uno de mis tres hermanos. Sin embargo,
esto ocurría rara vez. Como no era yo el homenajeado, no me quedaba más remedio
que callar y reprimir las ansias de hincar el diente en la golosina. ¡Otro bote
al baúl! ¿Para qué querrá tantos?
Nunca
fui un niño enfermizo ni sufrí graves accidentes que me llevaran a guardar cama
y requerir las atenciones de mi madre. Como se habrán dado cuenta, tampoco,
gracias a Dios, era mal comedor, así que rara vez hubo necesidad de que mi
madre me obsequiara con una copita de quina Santa Catalina para abrirme el
apetito, ni premiar mi esfuerzo en la ingesta de alimentos con melocotones en
almíbar para completar una dieta pobre en nutrientes. Mi mal no se curaba con
estas exquisiteces, sino con escoba y algún manotazo, ya que era cabezón en la
defensa de mis ideas y en la solicitud de mis demandas. Mi madre aguantaba
hasta un punto mis pretensiones, pero, con mucha frecuencia, la sacaba de sus
casillas y acababa, cuando lograba cogerme desprevenido, dándome un azote en el
culo, al principio y, después, persiguiéndome para arrearme con la escoba de
palo en vuelo.
Como
los melocotones solo los probábamos en fechas muy señaladas, como era el día de
Navidad o en la festividad de la patrona, y yo no necesitaba cuidados
delicados, me entró envidia de mis hermanos, que alguna vez que otra caían
enfermos o se rompían algún brazo y fueron escayolados. No me digan cómo lo
lograba, pero es cierto que conseguía ponerme levemente enfermo. Intentaba
llamar la atención no mostrando la vitalidad rebosante de costumbre, no
evidenciando mis cabezonerías habituales, haciendo con mucho esfuerzo un poco
de asco a la comida, estando mohíno acurrucado al amor de la lumbre en la
cocina, quizá despreciando salir a jugar con mis amigos, no imponiendo mi
voluntad sobre mis hermanos… Hasta que conseguía que mi madre me pusiera la
mano en la frente para comprobar si tenía fiebre. Yo, inclinando un poco la
cabeza, sometiendo con humildad la cerviz a la palma de la mano de mi madre,
esperaba un veredicto favorable a mis objetivos. La mayor parte de las veces me
mandaba a hacer gárgaras porque mi temperatura era la normal, sin embargo, en
alguna ocasión surgía la duda en ella y, para comprobar si tenía fiebre, me
ponía el termómetro en la axila. Créanme si les digo que apretaba el extremo
donde estaba depositado el mercurio con un ímpetu que temí muchas veces romper
el cristal y ser ocasión de una nueva paliza por parte de mi progenitora. Por
el afán con el que exprimía el líquido conseguía que la barrita superara unas
líneas por encima de treinta y seis y medio. “Tienes unas décimas”, afirmaba mi
madre, ante lo cual, aunque con cierto recelo, admitía que necesitaba unos
pocos cuidados. Mi éxito no suponía que me abriera un bote de melocotón de
inmediato, pero era un riesgo que asumía y, si he de ser sincero, bien, porque
con una cucharadita de quina me recuperaba o porque, yo me olvidaba de mi
aparente postración y sacaba a la mínima ocasión mi auténtico ser, pocas veces
conseguí que me obsequiara abriéndome un bote de melocotón.
Mi
madre se ilusionaba creyendo que maduraría al crecer y, al comprobar que no era
así, su desesperación se manifestaba con un ímpetu mayor, ya que las barreras
pasadas, fundadas en la puerilidad propia de mi ser, cada vez servían menos
para contener su impotencia. Su argumentario me resbalaba una y otra vez: que
si no se podía todos los días andar goloseando, que no era bueno comer tanto
dulce, que luego el culo nos picaba a consecuencia de las lombrices… Retahílas
que eran una pura mentira. Llegó un día que esgrimió un argumento novedoso que,
si no sirvió para darle la razón y admitir su prohibición, sí anestesió mis
pasadas vehemencias.
-Hijo,
pero no te das cuenta de que si abrimos los botes, ¿qué tengo yo para
corresponder cuando algún familiar o vecino se ponga malo?
Me
quedé en silencio y sin palabras de réplica.
A
partir de ese instante fui consciente del inicio de mi vida adulta.
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