Las bolsas de tía Eufrasia
Arrastraba la pierna y la alpargata —de la que sobresalía el dedo gordo— por la gravilla desprendida del talud por el que discurrían las vías del tren. Se apoyaba muy tiesa en un bastón lacado. Su rostro, tapado con un pañuelo negro —toda ella vestía de luto— desprendía orgullo y astucia. Era la tía Eufrasia, viuda inmemorial, que vivía en una casa exigua al lado de la vía.
En el
pueblo se suelen olvidar los sucesos acaecidos y las personas implicadas en
ellos: ¡hay tantos que no desearíamos recordar! Pero la memoria forja la
historia con sus recuerdos, aunque nuestros ojos se orienten al horizonte del
futuro.
De la
tía Eufrasia había bastantes asuntos enterrados referentes a su etapa de esposa
viuda. Es verdad que sus robos, más bien pequeños hurtos, casi siempre de poca
monta —alguna gallina, hortalizas, prendas de ropa, algo de leña…— se
comprendían por las necesidades apremiantes que jalonaban su existencia. Aunque
otros, no tan sensibles con los más desfavorecidos, achacaban a su perversa
condición a esa fea manía de sustraer lo ajeno.
En la
lejana leyenda, que ya nadie osaba rememorar porque hubiera sido de muy mal
gusto, se afirmaba que su cojera se debió a un desgraciado accidente cuando
escalaba la pared de un corral. No se aclaraba si la invalidez fue producida
por la caída al saltar la barda o por los golpes que recibió con una estaca por
parte del dueño por adentrarse en propiedad ajena.
Pero era
leyenda. Nadie hablaba del pasado y menos para referirse a temas tan escabrosos
cuando la buena mujer había sacado adelante una prole de hijos trabajadores.
Era una
anciana a la que todo el vecindario respetaba con admiración; se sabía tener en
su justo aprecio a las personas mayores, porque son la fiel muestra del paso
del tiempo y en ellos se dibuja el perfil de nuestros venideros días.
Eso no
quitaba para que hubiera sus más y sus menos. Ya habían pasado los tiempos
peores. Era frágil y su flaco y apergaminado cuerpo se mantenía con poca
sustancia y, no siendo las propinas que repartía a los nietos, casi no
realizaba gastos.
Ahora
vivía sola. Alguno de esos nietos se acostaba en su casa, más por aliviar el
espacio de la vivienda materna que porque la abuela necesitara compañía.
Debió
ser por los años en los que a los mayores se les aseguró una pensión mensual
con independencia de que hubieran cotizado a la Seguridad Social, cuando los
vecinos, siempre de forma individual y con discreción, empezaron a quejarse de
la tía Eufrasia.
En
realidad, nadie se molestó en averiguar qué había de cierto. Los rumores se
expanden y se transforman en certezas sin el juicio sensato de alguien cabal
que intervenga para detenerlos. En los murmullos se hallan los indicios de la
maldad de muchas personas. Nadie se atrevió a preguntar a la mujer si recibía
pensión; se dio por sentado que así sería. Si el Estado corría con el sustento
de la tía Eufrasia, ellos no tenían el deber de socorrerla y se desentendieron.
Los ojos
con los que miraban a la anciana fueron más severos. En algún momento, como
tribunal inmisericorde, se fijaron inquisitivamente para no ignorar
comportamientos que hasta la fecha se le habían perdonado.
Si la
memoria y el olvido se refieren al pasado, la envidia devanea con el presente:
mala consejera que convierte en mezquina nuestra existencia. Nadie en su sano
juicio hubiera sido tan osado para desazonarse porque la viuda cobrara una
ayuda mísera. Unos y otros experimentaron un ardor extraño en el corazón que
les hizo albergar malas ideas. Las relaciones en el vecindario variaron. Ya no
aceptaron con paciencia y resignación que un día sí y otro, también, llamara a
la puerta para solicitar unos fideos que se me han acabado, un trozo de pan que
no vi al panadero esta mañana, un huevo que ya vendré a por la docena, un poco
de aceite…
La
miseria deja huellas de ruindad en el alma. La angustia no desapareció. Se
trataba de ahorrar, de no gastar, de realizar malabarismos para sobrevivir sin
tocar la caja de cartón con los billetes. No por aumentar sus ingresos,
cambiaron sus hábitos. Ni un lujo se podía regalar, ya que no hubiera existido
afrenta más perversa que caer en esa tentación. Y no era que alguien pudiera
ser testigo de un capricho. A la mujer le importaba un comino la opinión de los
vecinos. En ella no existía fragilidad y menos la inconstancia. Su vida se
jalonó con costumbres que eran hitos cotidianos: madrugar y barrer las lanchas
de la entrada, para después dar un barrido rápido al portal y unas pasadas a
las puertas y a los rincones con telarañas; ir al caño a llenar el cantarillo,
que ya surgiría algún samaritano que lo transportara; saludar y charlar con las
vecinas; comprobar qué ofrecían los tenderos; oír los pregones del alguacil;
asomarse a ver quién pasaba; comer unas sopas; sentarse en el poyo a la sombra;
arrancar las hierbas y merendar una rebanada de pan untada en aceite; y
contemplar cómo anochecía y cerrar la portezuela hasta el día siguiente.
No se
volvió a mencionar sus necesidades y hurtos. Ninguno de los vecinos pudo decir
nada en su contra en este sentido; todo lo contrario: era una mujer en la que
se podía confiar y que se mostraba dispuesta a echar una mano, si se lo
solicitaban; incluso, las madres le dejaban en custodia a sus hijos con toda
tranquilidad. Tal vez por eso, la lucha entre su descortés manía de requerir
favores y no devolverlos y su solicitud, apaciguaron los ánimos enconados hacia
la tía Eufrasia.
Los días
se fueron sucediendo, pero siempre estaba igual. Nadie sabía los años; ni ella
se preocupó averiguarlos porque los habría olvidado acto seguido.
La gente
se queja de que en los pueblos nunca pasa nada. Es verdad. El tiempo transcurre
sin que se perciban cambios transcendentales; lo normal: los viejos se mueren y
cada vez nacen menos niños. El acontecimiento más extraordinario, como es la
misa dominical, se repite con una puntualidad aburrida. Las personas dan poco
que hablar, no siendo cuando sufren arrechuchos. No obstante, atentos, descubren
detalles en apariencia irrelevantes. Así sucedió con la tía Eufrasia en los
últimos tiempos. Alguien se paró delante de su casa y en el alambre de la
fachada se sorprendió encontrar tendidas media docena de bolsas de plástico
bien estiradas… Por la tarde, la buena anciana, en el corro de costureras, se
puso a remendar los agujeros de sus bolsas.
Entonces,
comprendieron sin duda que la tía Eufrasia era una mujer muy pobre.
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