5. La jaula de pájaros
A
través del cristal sucio del automotor observaba cómo la imagen de El Escorial
aparecía y desaparecía de su vista. No sabía si era un monumento palatino o un
monasterio. Por una parte, lo asociaba a Felipe II y pensaba que tenía que ser
un palacio. Sin embargo, no comprendía por qué lo relacionaba con monjes y, por
tanto, con un convento. Determinó que el siguiente fin de semana que librara
convencería a su esposa para visitar el monumento. «Si es que parece mentira la
vaguería que nos domina; lo tenemos aquí mismo, al lado, y no somos capaces de
visitarlo. Igual que la Cruz del Valle de los Caídos. Es una verdadera
vergüenza. A cualquiera que se lo cuentes se harta de llamarte vago e inculto».
Esas decisiones repentinas de Ambrosio no se llevaban casi nunca a cabo o, por
lo menos, no de forma inmediata. Prefería no pensarlas ni comentarlas con
nadie. Había una coletilla que odiaba con desesperación: «A ver si… A ver si
cualquier día nos damos una vuelta por El Escorial, a ver si quedamos un día y…
A ver si llevo el coche a que me miren… A ver si hago intención y compro… A ver
si llamo por teléfono a… A ver si… Siempre igual: a ver si…».
Nunca
había realizado ese trayecto. Cuando el convoy se detuviera, esperaba divisar
una vez más las cúpulas y las torres, pero no fue así. La estación era una
calcografía de la de Villalba. Sin embargo, al emprender la marcha, una nueva
panorámica del monumento se vislumbraba entre la frondosidad de los árboles.
Hacía
muchísimo tiempo que no viajaba en tren y saboreaba con deleite aquella
sensación olvidada: el traqueteo, la incomodidad de los asientos, las
conversaciones banales con los compañeros de al lado, las miradas melancólicas
al paisaje y a los viajeros que los vagones recogían o dejaban en los andenes,
la zozobra de no saber si se habría perdido el billete cuando lo solicitara el
bigotudo revisor de mal talante y pocas palabras, el nerviosismo de la salida y
la llegada a destino… Sensaciones cercanas que se juntaban a otras nociones
transcendentales mucho más alejadas en el tiempo, pero que también acudieron en
tropel a su mente: la idea de que la vida era un incesante viaje, que siempre
se encontraba en el tren, que el tiempo solo se paralizaba y se hacía presente
en el duermevela del cabezazo que se da en el transcurso del trayecto… Era una
obsesión repetida cada vez que subía al tren. «La vida es un viaje constante».
Esta sentencia le había servido de niño tanto para cuando después de las
vacaciones regresaba al colegio de los hermanos maristas e iba deprimido ante
la inmensidad del túnel trimestral que estaba delante y que impedía vislumbrar
las próximas vacaciones como cuando regresaba eufórico al pueblo ante la
perspectiva de unas largas vacaciones que parecía que nunca iban a terminar.
Entonces, cuando estaba pletórico, se sosegaba y pensaba que esta vida es un
continuo viaje y que, como un soplo, pronto se volvería a encontrar dentro del
compartimento de regreso al colegio. Esa obsesión agobiante y no muy propia de
un niño, esa filosofía perduraba aún: en ese instante iba camino de Salamanca,
pero, cuando quisiera darse cuenta, enseguida volvería a estar en ese mismo
tren de vuelta a Madrid. La sentencia le daba seguridad y una aproximación
bastante realista de las posibilidades de todo en esta vida y también la
suficiente entereza para apreciar cada momento como un don que había que aprovechar
y agradecer, no importaba a quién.
Llevaba
poco tiempo en el Cuerpo de Policía y hasta entonces no se le había encomendado
ninguna misión que implicara viajar a otra población. Lo mandaban a Salamanca, donde
vivía el hombre asesinado. No era muy habitual proceder de esa manera, pero en
el «caso del diputado», como lo llamaban los periódicos, el comisario jefe
estaba más despistado que una chiva en un garaje. Las comunicaciones y
colaboraciones entre distintas comisarías de diferentes ciudades eran
habituales y necesarias para el esclarecimiento de muchos casos; sin embargo,
no era muy usual que un inspector fuera a meter las narices en una comisaría
que no era la suya. Eso lo sabía y no esperaba mucha colaboración de los
colegas charros. Su superior se lo había advertido:
—Escaleras,
tú a lo tuyo; cuanto menos pises por las dependencias de Salamanca mejor para
conseguir los objetivos de la misión.
No
le gustaba la orden ni mucho menos el caso en el que estaba trabajando. Le daba
mala espina. Cuando el comisario serpenteaba en las diligencias y picoteaba en
distintos lados era porque no tenía puñetera idea de nada y, entonces, lo que
hacía era delegar subrepticiamente en sus subordinados las investigaciones,
convencido de la inutilidad de las pesquisas por la inmunidad de los
trasgresores o el asesino, como en este caso. Se lavaba las manos y entregaba
los legajos del expediente a la jauría de inspectores, deseosos de labrarse un
prestigio profesional que en la mayoría de los casos quedaba eclipsado ante la
clarividencia astuta del gran comisario. Como de costumbre, Ambrosio pensaba
que, en ese reparto, a él le había tocado la peor parte. Su esposa se lo había
echado en cara cada vez que le dirigió la palabra desde que le comunicaron el
traslado urgente a Salamanca hasta que salió, no directamente hacia la ciudad
del Tormes, sino a Madrid, donde debía recibir las consignas de última hora.
—Papanatas,
eso es lo que eres. Y encima te hacen dar un rodeo hasta Madrid… Seguro que es
para reírse de ti una última vez.
Por
eso, cuando tomó el tren en Norte y pasó de nuevo por Villalba, camino de
Salamanca, se acordó de otro viaje tonto cuando cumplía el servicio militar.
Realizaba unas maniobras con su compañía por la zona de Sigüenza; habían
permanecido durante toda la semana y regresaban el viernes por la tarde a
última hora al cuartel. Él estaba muy nervioso porque no sabía si le iba a dar
tiempo a coger el tren para disfrutar del rebaje de fin de semana. Sin embargo,
lo que más rabia le daba era que, siendo de cerca de Sigüenza y encontrándose a
pocos kilómetros de casa, lo obligaban a realizar un recorrido de más
doscientos kilómetros para dejar el armamento y volver al sitio de partida…
Algo parecido sintió esa mañana cuando se levantó a las seis para ir a tomar un
tren que pasaría a las diez por donde residía.
La
locomotora se adentraba en los límites de las provincias de Madrid y Ávila. La
jara, el matorro y el follaje bajo fue transformándose en vastas extensiones de
pinares que se repartían entre roquedales y pronunciadas y sucintas hondonadas
que vertían torrentes de agua saltarina formando azudas en su curso. La vía
daba vueltas siguiendo las laderas de las lomas más suaves, pero de pronto el
convoy era devorado por mortuorios túneles que regurgitaban al poco el
indigesto reptil de metal. A medida que se acercaban a la capital amurallada,
el paisaje se vistió de luto a consecuencia del fuego y el frío perpetuos, que
anulaban cualquier vestigio de vegetación que no fuera el espartano piorno.
Ambrosio
disfrutaba del paisaje que se movía por su ventana: las vacas pastando, el
conejo que se apartaba asustado del ruido infernal de la máquina, el aguilucho
con sus vuelos concéntricos, el balanceo de las redondas copas de los pinos,
las casetas de los desaparecidos guardagujas, los postes de teléfono… Se sentía
perdido en un goce inconsciente del que le costó salir. Esos desplazamientos
eran tan distintos a los que realizaba en los trenes de Cercanías que casi
había olvidado el placer de viajar cómodamente en ferrocarril. Solo cuando
pasaron la capital abulense, los encinares y las sensuales piedras y llegaron a
la monotonía de las tierras trigueras, primero de la Moraña y después de los
campos de Peñaranda, pudo espabilarse de la dulce modorra en la que había
viajado y ordenar mentalmente la información recabada del asesinato del
diputado. Hasta entonces, su cerebro había sido un hervidero a consecuencia de
la incomprensión y el desorden de los datos sabidos del caso, que le habían
llegado como si su cabeza fuera una papelera y sus compañeros y jefes se
hubieran entretenido lanzando con la intención de encestar.
Escaleras
no sabía que el fiambre del Reina Sofía era un personaje tan famoso. Cuando
examinó las fotografías del cadáver, se hizo a la idea de que podía ser hasta
un extranjero. Solo un poco antes de comunicarle la misión que debía cumplir en
Salamanca, se enteró de que el asesinado era un congresista del PSOE. En ese
momento le pusieron al corriente de los datos que eran seguros del caso y de
ese personaje. No le entregaron ningún documento que resumiera la información
del difunto. El diputado había sido elegido por la provincia charra desde las
primeras elecciones democráticas. Además de su cargo electoral, se dedicaba a
la docencia en la Facultad de Bellas Artes. Era catedrático de Teoría del
Dibujo.
Aparte
de esa pequeña reseña biográfica transmitida oralmente y de unas breves
recomendaciones, el comisario jefe le había entregado una fotografía de medio
cuerpo del diputado. Era un retrato de hacía unos años, pero le aseguraron que
esa imagen no desmerecía de la del presente. Escaleras sacó el retrato como si
fuera la foto de una novia y lo observó con ánimo de captar el temperamento del
finado, pero, bien por vergüenza a que alguien lo sorprendiera examinando la
figura de un hombre, bien porque no encontraba la concentración necesaria para
tal examen, la colocó de nuevo entre el calendario de bolsillo de 1993.
Muy
pronto el tren dejó los campos de cereal de la tierra de Peñaranda y siguió el
curso del río Tormes a partir de la estación de Babilafuente. Se quedó con este
topónimo debido a que le sonaba como a acertijo o palabra propia de un
trabalenguas y porque, en el pequeño jardín situado al lado de la parada, había
un espacio acotado con un extenso alambrado, a modo de una gran jaula, en el
que se revolvía y revoloteaba un enjambre de aves de muy diversos colores.
Pensó Ambrosio que, de no haber sido policía, quizá le hubiera gustado el
oficio de jefe de estación. Se imaginaba con su traje azul y su gorra de plato
levantado el enhiesto palo con trapo rojo, que se parecía a un rodillo de
amasar, y silbando y tocando la campanilla para dar salida a los trenes. Le
hubiera encantado que lo destinaran a un lugar como ese de Babilafuente,
pequeño y con escaso tráfico de convoyes y viajeros, rodeado de una vegetación
exuberante, con grandes árboles y situado en una colina desde la que se
vislumbraba a lo lejos la población. Pasaría el tiempo leyendo y viendo llover
a través de los grandes ventanales y, cuando escuchara el ulular del viento,
arrimaría las manos a la estufa para calentarlas. A ratos, saldría a observar y
a hablar con sus pájaros y se adentraría en la jaula, y los canarios y
jilgueros se posarían en su palma…
El
trazado de la vía hasta llegar a Salamanca transcurría paralelo al cauce del
río. No se imaginaba que el Tormes poseyera un caudal tan considerable. Pronto
aparecieron las huertas fértiles de la vega donde trabajaban grupos dispersos
de hortelanos. Casi sin darse cuenta, los murmullos de los viajeros se
transformaron en exclamaciones de alivio por la llegada a destino, y, antes de
que la locomotora frenara, los hombres bajaron los bultos de los maleteros.
Para Ambrosio el viaje había pasado como una estrella fugaz y no conseguía
desperezarse del dulce ensueño que lo había acompañado a lo largo de todo el
trayecto. No deseaba salir de ese apacible limbo o, por lo menos, no de un modo
tan brusco. El tren paró con una sacudida.
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