Garabatos
Estábamos
sentados en una mesa alargada en el bar. A mi lado se situaban Sergio y
Primitivo, dos muchachos del pueblo un poco más jóvenes que yo. Aunque no
formaban parte de la pandilla de amigos, todos convivíamos en los estrechos
círculos de la vecindad. Departíamos mientras tomábamos una cerveza. De vez en
cuando me gustaba estar con ellos sabiendo que agradecían mi compañía. Los dos
eran un poco apocados y siempre he sentido inclinación por los más débiles. En
este caso, no era una cuestión de posición económica ni social, pues todos
compartíamos el mismo estrato y nuestras familias tiraban adelante con similar
esfuerzo. Con el tiempo, a medida que fuimos creciendo, los dos amigos no
lograron el potencial que conseguí yo. No es que sea una lumbrera, pero ellos
se quedaron atrás. Quiero explicar esto. No eran menos inteligentes y que no
fueran capaces de captar los rudimentarios conocimientos que el maestro no
trasmitía en la escuela. Más bien, su apocamiento era consecuencia del escaso
apoyo de sus padres para abrirse paso en la vida. Supongo que sería esto,
porque no eran más feos que los demás, en un mundo rural en el que los galanes
solo podían ser los protagonistas de las películas o los forasteros que
llegaban al pueblo. No sé si me equivoco, pero intuyo que terminaron creyendo
que eran unos patanes de tanto repetírselo sus padres. Me imagino que estos, en
el fondo, temían que sus hijos se escaparan del redil materno y pretendieron
manejarlos a su antojo, no dejando que con libertad corrieran las aventuras y
los peligros de la juventud, de tal manera que, en pocos años, se les quedó una
marca bobalicona que no lograron borrar ya nunca y que, con el paso del tiempo,
fraguó de tal manera su personalidad que, en vez de vencer los condicionantes que
los habían marcado, estos los fueron atenazando hasta convertirlos en un
garabato de miembros y nervios retorcidos y oxidados. Sus piernas se habían
contrahecho y su piel avejentada había adquirido un polvoriento tono ferroso.
Lo único que permanecía intacto de su inteligencia era la capacidad de generar
y entender la ironía y los segundos sentidos de las palabras y frases. También
eran conscientes de las diferencias que se habían producido entre nosotros,
considerándome a mí un privilegiado tocado con la mano caprichosa de la
Fortuna. Ese contraste se manifestaba no con la envidia, sino con una
admiración indefinida que a veces me halagaba y me hacía pensar que yo era más
listo, sabiendo a ciencia cierta que no era así, pero cuantas más alabanzas
recibes, más te acabas endiosando.
—¿Qué
pasó el otro día con tus primas? —me inquirió Sergio, mirándome con una
dibujada media sonrisa curvada.
Sabía
a qué se refería. Estando con ellas, nos encontramos con él. Sergio tan solo
las observó. No sé si vislumbré una mirada libidinosa, pero, aunque así fuera,
estoy seguro de que no había ningún peligro, pues era consciente de que el
pobre muchacho nunca sería capaz de insinuar un ademán de admiración o
pronunciar un piropo. Sin embargo, Sergio captó un leve gesto que les hice en
señal de prevención, sin saber con exactitud el significado con el que cargué
el mensaje, aunque indudablemente hacía referencia a que estuvieran alerta por
su idiosincrasia bobalicona. En ese momento no me percaté de que él se enterara
de ese gesto, pero estaba claro que sí.
—No
sé a qué te refieres —me hice el loco para indagar hasta dónde quería llegar
Sergio.
Primitivo
me miraba con una sonrisa picarona y en sus ojos podía leer la satisfacción que
le producía que Sergio me hubiera pillado en un renuncio.
—Sí, sí… —insistía sonriendo y brillándole los ojos sin aportar nuevos detalles.
No
sabía qué pretendía. En estos instantes supuse que la razón por la que me
requería explicaciones no era otra que haberlo menospreciado de manera sutil al
prevenir tontamente a mis primas.
—Sergio,
por favor, ¿no insinuarás que te hice un feo delante de mis primas? —le dije
poniendo una cara que estaba a punto de enfadarse por considerarlo tan mal
pensado.
Cambió
el semblante al oír mi recriminación y no sé si conseguí que se quitara esos
pensamientos acusatorios. El mismo Primitivo también borró la sonrisa sorda con
la que seguía la conversación. Estuve a punto de iniciar el recuento de las
veces que habían recibido mi apoyo y cómo siempre los saludaba con fervor y
hablaba con ellos cuando se terciaba, pero no lo hice porque en el punto exacto
del comienzo de mi disertación me asaltó la duda de que ya lo habrían olvidado
o, incluso, de que no era muy elegante por mi parte sacar a colación para
defenderme de una acusación cierta una serie de testimonios que no venían al
caso.
El
silencio que se produjo era síntoma claro de que la tensión no se había
relajado. Fui yo el que tomó la iniciativa de la desescalada con una pregunta
que nos alejara de la cuestión anterior, como si fuera mejor dejarla en punto
muerto y que cada parte sacara las conclusiones que le parecieran oportunas.
—¿Qué
tal en la cantera? ¿Hay trabajo? —le pregunté a Primitivo para dejar a Sergio
que acabara de rumiar los flecos del diálogo anterior.
Primitivo
adoptó el tono serio habitual que utilizaba cuando se hablaba de estos asuntos.
Lo hacía no solo porque era la actividad con la que contribuía a la economía
familiar, sino porque era muy comedido a la hora de hablar de asuntos privados,
y el dinero y el volumen de encargos eran temas lo suficientemente importantes
como para no manosearlos con alguien ajeno a su entorno íntimo. Siempre me dejó
perplejo esa capacidad de no hablar de lo que no querían, tanto el uno como el
otro, y de la seguridad con la que hallaban las evasivas para no tocar ciertos
asuntos. Me hizo sentir ridículo con su discreción. Viendo el dominio con el
que se relacionaban socialmente, me enervaba, pues me consideraba inferior a
ellos. En esos momentos me costaba contener la presa de mi generosidad y
respeto, creyendo que no merecían tantos miramientos.
—¿Piensas
que somos tontos, no?
La
pregunta de Sergio me dejó descolocado otra vez. Fijé mis ojos en él para que
mi mirada fuera la mejor respuesta a su recriminación. Le hice ver que me
estaba faltando al respeto con esa insinuación, mientras buscaba ganar tiempo
para pensar en la réplica.
La
incisiva fijación de mis ojos en su rostro chupado le hizo bajar la mirada y
mostrar una sonrisa que le dejó entreabierta la boca en la que pude apreciar la
falta de varias piezas dentales.
—Pero,
Sergio, por favor, ¡cómo puedes pensar que creo que eres tonto después de
tantos años de amistad!
Estas
palabras acabaron de convencerlo de que me dispensaba un trato que no merecía.
Se quedó aturdido, pero, viéndole que volvía a beber del botellín y distender
su postura corporal, me convencí de que la tirantez estaba a punto de
desaparecer. Primitivo también se relajó y los tres sonreímos como si los
momentos anteriores no hubieran existido.
—Bueno,
un poco tonto sí que creo que eres…
Esas
palabras salieron de mi boca impulsadas por alguien que no era yo.
¡Cielo,
trágame!, pensé en ese momento echándome pestes por mi poco juicio.
Los
dos se quedaron paralizados, como si necesitaran cerciorarse de que lo que
acaban de oír era cierto y no producto de su imaginación. Sergio me miró serio.
Tuve la impresión de que empezaba a hacer pucheros si no encontraba la fórmula
para romper la tirantez.
—Quiero
decir que todos somos un poco tontos en ocasiones.
No
estaba seguro de que con mi pronunciamiento se amortiguara la sentencia que lo
había hecho enfadar, pero, para mi sorpresa, sí que obtuvo éxito, porque todos
volvimos a sonreír.
Llegué
a casa con una tensión que anticipé no me permitiría dormir bien esa noche. Mis
padres y mis hermanos se habían acostado ya. Mientras me ponía el pijama me
convencí de que había veces que era preferible no salir a dar una vuelta por
los bares.
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