Chino
Me
puso de nombre Chino. Fue Carlos. En el poco tiempo que viví mis únicos amigos
fueron él, las vacas y un inmenso choto que se llamaba Palomo. Un poquito más
tarde, casi al final de mis días, tuve otro amigo que era hermano de Carlos.
Entraba alguien más de vez en cuando en nuestro establo, pero no entablaba
relación, ya que mi presencia pasaba inadvertida.
No
me acuerdo del día en que nací, sin embargo, sé que éramos muchos hermanos,
cinco. De todos ellos, el único que sobrevivió fui yo. Los demás, antes de que
les salieran los ojos, los mataron. No me puedo lamentar de su breve
existencia; ya quisiera yo haber corrido suerte semejante. A ellos les
propinaron un cogotón y en paz, o, tal vez, los arrojaron a un pozo, pero yo…
Me
parió una gata de largos bigotes y hocico pequeñito y muy achatado. Yo heredé
esos rasgos que me dieron un aire oriental, como muy bien supo identificar
Carlos al bautizarme. Nos parió en el sobrado de una casa deshabitada, en una
pequeña cesta con retales. Permanecí con mi madre unas semanas más después de
abrir los ojos, hasta que crecí lo suficiente para ingerir alimentos. Mi
existencia, desde el principio, estuvo cargada de soledad y desolación. Estaba
solo y aburrido en la cama materna, no podía jugar; únicamente dormitaba y daba
breves paseos de reconocimiento por los alrededores, sin alejarme del círculo
de seguridad establecido por mi madre, recelosa de que me pudiera suceder algo
semejante a lo de mis hermanos. Por lo demás, ella no se separaba de mí, no
siendo eventualmente para buscar comida. Parecía triste y su tristeza se
reflejaba en su cara melancólica.
La
separación definitiva de mi madre, pues nunca la volví a encontrar, fue un duro
golpe, pero imagino que para ella fue todavía mayor. Me cogieron cuando mi
madre estaba ausente. Mi nuevo hogar fue un establo en el que no había ningún
gato más. Me hallaba rodeado de enormes vacas con inmensas ubres; un poco más
lejos, unas chotas, que algunas veces mostraban un incipiente deseo de jugar
conmigo, pero que pasaba rápido a indiferencia ante el cansancio y el hambre
que sentían después de estar toda la jornada pastando en el campo. En el otro
extremo se encontraba el Palomo, un toro que al principio me causaba temor por
lo grande que era y la brutalidad y fiereza de sus movimientos. Al él no lo
sacaban a pastar: pasaba todo el día encadenado a la pesebrera. Únicamente le
soltaban para darlo de beber dos veces al día en una pila que se hallaba dentro
de la misma cuadra. De vez en cuando traían alguna vaca para que la cogiera.
Entonces se mostraba nervioso; mugía y trataba de escarbar, como si quisiera
romper la cadena. Fuera, —alguna vez me asomé a curiosear cómo procedía—,
esperaba la vaca, a la que sujetaban con un ramal para frenar el lanzamiento
que el Palomo realizaba sobre ella. Rara vez lo dejaban lamer a un poco a su
compañera. Enseguida lo animaban a que la montara otra vez para que el
apareamiento fuera más seguro. Después, como el Palomo se negaba a entrar en el
establo, lo apaleaban hasta que regresaba a su pesebre. En el fondo era sumiso
y obediente, era bueno. Era ya muy grande y pensé que tal vez le quedara poco
de vida, pues su destino era el matadero. Quizá, presintiendo este inminente
final, no comía mucho pienso compuesto con el fin de no cargarse de carnes;
solamente con la paja se atrevía a meter buenos bocados. Poco a poco intuí que
no era tan peligroso como la apariencia quería mostrar. Era juguetón, con los
ademanes propios de un ser de su tamaño y naturaleza. Creo que comprendió que
con el único que podía pasar el rato era conmigo, un ser que abultaba menos que
una de sus pezuñas. Casi sin percatarme, ante la soledad que nos rodeaba, nos
fuimos acercando hasta fraguar amistad. Me subía a su pesebre y desde allí
observaba los brincos y las tainas que tiraba. Se acercaba a olerme con cuidado
al principio, con miedo, y resoplaba con suavidad para no desplazarme. Nunca
sufrí el menor percance, a pesar de que me movía debajo de él. Conseguida su
confianza, alguna vez que hacía mucho frío, me subía a dormir encima de sus
lomos.
Mi
existencia en ese lugar, a pesar del Palomo, fue penosa. No es difícil
comprender que esa pocilga no era apropiada para mi forma de ser: los gatos
somos escrupulosos e impecables en nuestro aseo. Pero, ¿cómo iba a ser riguroso
con mi higiene rodeado de mierda? Las vacas defecan y orinan sin parar y todo
lo manchan. Lentamente fui perdiendo mi dignidad de gato, pero no por culpa
mía. Me esforzaba por mantener mi limpieza, mas era imposible. Cuando andaba o
corría, pese a mis reflejos felinos, no podía evitar los obstáculos múltiples
que encontraba por doquier a cualquier sitio que me dirigía y terminaba por
mancharme. Como consecuencia de estas condiciones de vida, me entró ¡sarna!,
¡se me cayó el pelo de la cabeza! Ya no me podían acariciar ni cogerme en
brazos. Cuando intentaba conquistar a alguien para que me atusaran, se retraían
ante mi aspecto. Me decían palabras afectuosas que no comprendía, pero no podía
subirme a su regazo y lamerlos.
No
recuerdo ninguna vez que haya ronroneado, como no fuera al Palomo, pero los
gatos ronroneamos a las personas cuando están sentados al amor de la lumbre. En
el establo era imposible; siempre andaban corriendo y de prisa y, cuando
ordeñaban, lo hacían con una máquina que me asustaba y, además, estaba
pendiente de que me ofrecieran un sorbo de leche para apaciguar el hambre.
No
he de reprochar nada a mis amos. Carlos y su hermano me querían mucho y, si no
hubiera sido por mi sarna, que temían que les contagiara, seguro que me
hubiesen acariciado. Incluso, hasta puedo comprender, y perdonar —la vida era
dura—, al amo que me mató. Me consta que él se avergonzó delante sus hijos por
haberme sacrificado. Todos pasaban dificultades y vivían hartos de trabajar.
Estaba
muy delgado y había crecido poco para mi edad, pero mi presencia era agradable:
blanco y sedoso, mi pelo parecía de algodón suave y mullido igual que una
esponja. No comía mucho y sufría hambre de continuo. No había desarrollado las
habilidades para cazar, por lo cual necesitaba que me proporcionaran alimento.
Ingería de todo y, en alguna ocasión —no me quedaba más remedio, el ansia de
comer era tan apremiante que no dejaba lugar a los escrúpulos—, probé los
gránulos destinados a las vacas. Lo que más apreciaba era la leche que me
ofrecía Carlos; sin embargo, no siempre ordeñaba él. Cuando lo realizaba su
padre, no me echaba nada. Muchos días me los pasaba en ayunas por no recurrir
al pienso de las vacas. Cuando traían comida para los perros —pan, casi
siempre—, compartía las sobras con ellos: me respetaban y no hubo jamás ningún
conflicto. Ratones y pescado, casi nunca los saboreé. Todo en mí era
antinatural. En breve tiempo me convertí en un bicho raro: mi apariencia era
felina, no obstante, muy pocas costumbres compartía con la raza.
Mi
muerte se produjo de forma violenta. Quien me mató fue el padre. Los hechos
ocurrieron una mañana al amanecer. Ante todo —quiero dejar las cosas claras—,
debo confesar mi culpa: hacía mis necesidades de manera desordenada y
repetidamente me habían maldecido por realizarlas en la harina de las vacas. El
humor del padre debía ser peor ese día y, al percatarse de mi falta, me propinó
un gran puntapié que me estampó contra la pared. De inmediato oí voces, riñas…
Padre e hijo regañaban a consecuencia del percance que acababa de padecer. Me
tumbé en la paja gimoteando y sufriendo convulsiones. Carlos me puso leche a
mis hocicos. En seguida comprendió que mi final era cuestión de segundos y me
cogió y acarició sin reparos; la lástima era mayor. Me dejó con cuidado en el
montón de pajas y yo me sumergí en un sueño eterno. Allí morí. Por fin recuperé
mi honor usurpado por el designio de la miseria de unos seres condenados al
trabajo y a permanecer en una tierra que solo produce berceas, cardos y
chaparros.
Comentarios
Publicar un comentario