6. La ducha con Hortensia
Le
habían reservado una habitación en el hotel Río Tormes. Nada más apearse buscó
un taxi que lo condujera allí. Llevaba únicamente un pequeño bolso de equipaje,
que el taxista no colocó en el maletero.
—Lo
puede meter con usted en los asientos.
Cuando
le dijo la dirección, el conductor, un hombre gordinflón y parsimonioso, de una
edad indeterminada pero rayana con la jubilación, lo miró con cara de
incredulidad.
—¿De
negocios o viene a la Universidad?
—¿Cómo
dice? —le replicó perplejo Ambrosio.
—Le
pregunto que cuál es el motivo de la visita a la ciudad, ¿o viene de turista?
—Sí,
eso, de turista; por conocerla.
El
gordito lo miró sin preocuparse del tráfico, como calculando la solvencia del
cliente cuando Ambrosio repitió por dos veces el destino. Tenía la impresión de
que en la cabeza del conductor no cabía su imagen como usuario de un hotel de
lujo.
—Se
hospeda en lo mejorcito de Salamanca —le había dicho el comisario cuando
escuetamente lo informó de los pormenores de la misión.
Nada
más comunicarle esta deferencia, se avergonzó y enterneció pensando que sus
jefes lo consideraban en su justa valía; es más, se alegró de que la Dirección
de la Policía tratase a cuerpo de rey a sus funcionarios. No obstante, tanta
zalamería y atenciones lo aturdieron y se le puso la mosca detrás de la oreja.
¿Cuál sería el motivo de tanta ostentación?
—Pues
porque usted dice que viene en plan negocios, pero yo le juraría a cualquiera
que tiene pinta de policía. ¡Claro, que es una bobada!
—…
—Bueno,
usted no se moleste, porque a mí se me ocurre cada cosa que para qué.
Le
habían proporcionado cierto dinero en efectivo como dietas. Al ver la cantidad
que marcaba el taxímetro, lo buscó para abonar el importe justo, pero no logró
reunir la moneda fraccionaria exacta, por lo cual le entregó un billete de mil.
—¿No
tiene suelto? —se encaró otra vez con el policía.
Ambrosio
se disculpó con palabras sumisas, como si el taxista estuviera a punto de
soltarle un soplamocos por ir por la vida sin calderilla. Con tal de salir del
coche y perder de vista al malhumorado hombre, Ambrosio le perdonó cien pesetas
que no lograba reunir para completar el cambio, aunque exploró repetidamente en
la guantera, en una caja de puros donde tenía los billetes a modo de cofre, en
el monedero y en los múltiples bolsillos que se repartían tanto en dirección
norte y sur como este y oeste de todas las prendas que lo cubrían.
Las
habitaciones de los hoteles aún conservaban para Ambrosio cierta atracción,
como símbolo de la vida de ostentación y disipación que llevaban los ricos. No
sabía que los centros hoteleros no eran frecuentados por estos, sino por
asistentes a los múltiples congresos que sobre las más heterogéneas actividades
se convocaban a lo largo del país y por algunos turistas japoneses que de vez
en cuando se dejaban caer por esos lares. Ambrosio solo se había hospedado en
una ocasión en un hotel de lujo. Fue en Canarias, durante su viaje de novios. Había
sido un obsequio del restaurante donde festejaron el enlace matrimonial. Los
recuerdos de esa estancia hotelera estaban relacionados con actos
multitudinarios en la piscina, con concursos de mises y místeres, con bailes en
los jardines y con comilonas en los salones. Sin embargo, apenas conseguía
rememorar los recuerdos de la intimidad del tálamo nupcial, no siendo los
reproches de su mujer por descansar unos instantes mientras se quitaban los
bañadores y se duchaban ante el jolgorio general y los primeros acordes de la
orquesta que amenizaba la velada en los jardines que circundaban la
macropiscina donde habían pasado la jornada, olvidando por completo la
inmensidad de la playa que lamía los mismos setos del hotel. Ambrosio aguantaba
estoicamente y sufría con discreción los sinsabores de las insolaciones, el
asco al cloro de la piscina, el ridículo por no saber bailar sambas y la
vergüenza por lucir una blancura nívea, pues no osaba traspasar los escuetos
límites del círculo de sombra que proporcionaba la sombrilla. Pero se consolaba
pensando que cuando llegara el momento de retirarse a sus habitaciones, como
había visto en las películas de la televisión, podría gozar de la presencia de
su joven esposa; sin embargo, cuando llegaba ese momento, era tal la fatiga
acumulada en la dura jornada y tan mala la digestión por la pesadez de la cena
que las fuerzas que les quedaban apenas llegaban para desnudarse y asearse
antes de meterse en la cama. Su mujer se abrazaba a él tiernamente y no pasaban
cinco minutos cuando ya dormían como angelitos. Él, que había anhelado la noche
de bodas y los días de la luna de miel con desesperación mucho antes de que
supiera la fecha del enlace; él, que había envidiado la convivencia solitaria
de los matrimonios; él, que lo único que deseaba en esos momentos era estar a
solas con su mujer, se veía envuelto en una red de amistades con otras parejas
también recién casadas, cuyas conversaciones giraban alrededor de la
celebración matrimonial y con las que se había creado una trama de compromisos,
citas y encuentros que, al final, en la agenda de cada día, no había hueco para
ellos mismos.
—Hay
que aprovechar estos días, qué sé yo cuándo volveremos a vernos en otra igual —decía
ella.
El
hotel se ubicaba en el mismo centro de la ciudad, al lado de la plaza Mayor. El
edificio mostraba por fuera un rostro vetusto pero elegante, con ese aire de
soberbia que adquieren las construcciones con el paso de los años. La gran
escalera con balaustrada que conducía a la puerta principal reafirmaba la
grandiosidad del edificio.
Ambrosio
se dirigió a recepción para solicitar la llave de la habitación reservada a su
nombre. Lo atendió una joven vestida con un traje azul, como si fuera la
azafata de una compañía de aviación, tan solo le faltaba el gorro. El mostrador
se asemejaba a la barra de un pub. Dentro había varias recepcionistas
que se ocupaban de diversos clientes como si fueran camareras. Tendió la mano
esperando que le entregaran una llave dorada, pero en su lugar recibió una
tarjeta magnética, parecida a la del banco que llevaba en la cartera. Ambrosio
debió de mirar con cara de compasión a la recepcionista, de la que esperaba un
trato individual y cariñoso, interrogándola con los ojos sobre la utilidad de
tal artilugio. Probablemente, para evitar poner en evidencia su ignorancia,
Hortensia, según rezaba la insignia de su chaqueta azul, ordenó a un mozo que lo
condujera a su habitación.
—Fermín,
¿puede acompañar al señor a la 302?
El
tal Fermín sí que encajaba dentro de la imagen que era de esperar de un
botones, aunque fuera mayor. Era un hombre con una edad incalculable. Lo mismo
podía tener cuarenta y cinco años como sobrepasar los sesenta. Era muy delgado
y su cara era totalmente inexpresiva, como la de alguien que ha visto y experimentado
todo lo que la vida le puede mostrar y proporcionar, actitud vital que
únicamente se encuentra en los ancianos y en los trabajadores de la hostelería.
Daba la sensación de extrema higiene con su pelo corto y bien recortado y un
cutis que era afeitado dos veces al día.
El
camarero introdujo la tarjeta magnética por una ranura situada a la altura de
la cerradura y empujó la puerta. Ambrosio se quedó boquiabierto. Buscó una
moneda de cien pesetas y se la entregó a Fermín. Ni cuando le dio las gracias
cambió el rictus amorfo de su cara.
Las persianas estaban bajadas y Ambrosio fue a
elevarlas. Corrió las cortinas y advirtió que podía salir a una pequeña
terraza. Desde allí oteaba la algarabía que de la plaza Mayor. Regresó a la
habitación e intentó apagar las luces, pero había tantas llaves que le resultó
difícil desconectar todas. En su manipulación tocó el timbre del servicio e inmediatamente
sonó el teléfono. Del otro lado del auricular creyó oír la voz de Hortensia y
Ambrosio no encontró las palabras adecuadas para disculparse por su torpeza. En
lo sucesivo se cuidó mucho de toquetear las llaves de la luz. Descubrió con
júbilo el manejo de una especie de perilla que encendía y apagaba una lámpara
de mesilla, con la que se apañó mientras se alojó allí.
Le
estuvo dando vueltas y vueltas, pero no conseguía que del grifo del lavabo emergiera
ni una gota de agua caliente. Nunca había visto uno con una palanca. No se
preguntó cómo se utilizaría porque era un manejo obvio. Lo movió de abajo
arriba y manó un chorro que le salpicó. Sin embargo, era incapaz de conseguir
que saliera agua caliente. Llegó a plantearse que no hubiera en las
habitaciones, pero le parecía impensable que un establecimiento de esa
categoría no incluyera ese servicio. No se atrevió a preguntar por teléfono en
recepción, ante la eventualidad de que le contestara Hortensia. Mientras
curioseaba por la habitación comprobando el estado de los armarios, los
distintos tipos de perchas, el escritorio con cuartillas y sobres con el
membrete del hotel, no dejaba de darle vueltas al asunto del agua. Volvió al
lavabo y no cejó en su intento hasta que averiguó para su sorpresa que la
palanca no solo se movía de arriba abajo, sino también en sentido horizontal,
de tal manera que si la giraba a la derecha surgía agua fría, pero si la
deslizaba a la izquierda, era caliente. ¡Eureka! ¡Qué contento se puso! «Es
que, con estas modernidades, hasta que se acostumbra uno pasa tiempo», se dijo a
sí mismo.
A
partir de entonces tuvo mucho cuidado en la manipulación de interruptores,
botones y cofres de seguridad; casi no se atrevía ni a cambiar de canal de la
televisión, cuando, jugando con el mando, presionó uno y aparecieron en la
pantalla puntos parpadeantes, lo que le llevó a pensar que el dominio de todos
los servicios que ofrecía el hotel le resultarían inalcanzables por su torpeza.
Se
introdujo en la bañera y desenroscó la llave del agua caliente. Dejó que
corriera, sin mirar si derrochaba o no. Otra cuestión habría sido si se hubiera
duchado en su casa. Allí, con un sentido irreprochable del ahorro, hubiera
sopesado y calculado en qué momento podía abrir el grifo para que coincidiera
la salida del agua con el fin de la operación de desnudarse. Sin embargo, en el
hotel no le cobrarían más porque tardara en ducharse veinte minutos. Casi
estuvo a punto de animarse para darse un baño, pero esta idea no sobrepasó el
análisis ético-ahorrador de Ambrosio. El chorro le golpeaba directamente sobre
la cabeza. Cerró los ojos y permaneció inmóvil mientras el agua fluía
rápidamente por los valles y altozanos de su cuerpo. Caía con fuerza sobre la
bañera y el chapoteo lo relajaba. Se echó hacia atrás el flequillo para que la
corriente del líquido elemento corriera por su pelo como si fluyera por
minúsculos surcos. Tomó un pequeño sobre hermético de gel de baño y lo repartió
por la cabeza y por sus partes. Frotó y al punto una espuma blanca y suave le empapó
el pelo del pubis. Acariciándose los testículos, el pene se puso erecto. Vertió
más gel para lubrificar. No le fue necesario fantasear con Hortensia, porque solo
con unos cuantos vaivenes de su mano hubiera provocado un borbotón de semen, no
obstante, procuró sosegarse y recrearse en la sensación tibia de los muslos y
el ardor de la vulva de Hortensia. No llegó a palpar los pechos, ni a recorrer
la suave espalda, ni a saborear el dulzor de sus labios, ni la sal de su piel,
porque su mano sacudió imperceptiblemente el capullo y se perdió en la humedad
del placer.
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