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3. LOS CUADROS BLANCOS

3. Los cuadros blancos

 

Le sonaba el nombre y no sabía de qué, pero en el momento en que vio un póster de una escultura en barro de un individuo muy feo y desnudo se pegó una palmada en la frente y se dijo entre dientes: «¡Claro, hombre! Este es el que salió hace poco en el periódico, en algún suplemento dominical». Estuvo a punto de darse media vuelta e ir a cumplir el cometido encargado. «¡Vaya tío más memo! ¡A quién se le ocurre representar a un tío en pelotas y encima feo y tristón!». Sin embargo, Escaleras era de aquellos que rara vez cambiaban de idea cuando se había propuesto algo y, sobre todo, si era de jaez intelectual. Si, por ejemplo, abría la Espasa-Calpe y sus ojos topaban con alguna palabra que no le decía nada y se le ocurría cerrar el volumen, luego le entraban una desazón y un remordimiento que le impedían continuar buscando ninguna otra hasta que encontraba el vocablo abandonado. Entonces lo leía con fruición, como si de su lectura dependiera la felicidad y el placer que pudiera encontrar en esta vida. Así, aunque de mala gana, se encaminó a la sala de exposiciones siguiendo los carteles indicadores de la muestra.

Buscó unas escaleras para llegar a la tercera planta, donde se encontraba la colección. Todo el personal subía en los ascensores, pero a él le daban miedo; no sabía si era aprehensión o si tenía vértigo. No le quedó más remedio que ascender en el artilugio que se elevaba en un tubo acristalado. Entró el último e inmediatamente se volvió hacia la puerta, pues no deseaba mirar al exterior. Cuando arrancó, las tripas se le subieron al cuello y se enervó. Al pararse en el tercer piso, aventuró un vistazo rápido a los edificios colindantes y comprobó que la altura era considerable.

 Antes de iniciar la visita examinó la distribución de la exposición. Ocupaba por completo la planta tercera. La colocación de los cuadros en las distintas salas seguía un orden cronológico. Antonio López comenzó a pintar en los años cincuenta y las pinturas de esa época representaban motivos de su pueblo manchego, Tomelloso. Había retratos de personas que tenían toda la pinta de ser paisanos; también familiares del pintor y personajes diversos, como una pareja de novios. Esos óleos mostraban una técnica variopinta, propia de los tanteos iniciales de un joven. Las pinturas eran dramáticas, sólidas, quietas y graves; hasta se podría decir que poseían un carácter hierático y frío, igual que si fueran momias.

En la década siguiente, los motivos más importantes eran banales y cotidianos: objetos familiares, bodegones, cuartos de baño, cocinas, neveras…, a los que había añadido unos bajorrelieves con escenas en un lenguaje simbólico. En su etapa de madurez, es decir, en ese momento, estaba en plena época creativa y los modelos se repetían. Era una obsesión apasionante, fruto de la reflexión y de la relación del artista con los motivos que pintaba. La otra faceta del autor era la escultura, a la que se dedicaba con apasionado ímpetu, obsesionado por la problemática de acercarse a la realidad desde todos sus ángulos.

El policía se quedó anonadado ante su trabajo. No le gustaban lo más mínimo los motivos, ni los colores, ni la tristeza sombría que emanaban las telas, no obstante, reconocía el arte y, sobre todo, la técnica. ¡Muchos de sus cuadros parecían más fotografías que pinturas! Admiraba la paciencia que suponía la labor de años y años para dar por concluida la obra. Antonio López era conocido por su tenacidad y aguante para rematar los lienzos. Escaleras sacó la conclusión de que incluso el hombre, hasta orgulloso, se vanagloriaba de sus cualidades. Algunos cuadros de la exposición se encontraban sin acabar, otros únicamente esbozados, con el expreso deseo del protagonista de que el público pudiera comprobar todas las facetas de la composición; se convenció aún más al contemplar que varias pinturas eran bocetos. Pero Ambrosio desconocía que eso era algo frecuente.

Con lo que no comulgó fue con las esculturas. Casi le daban miedo al asemejarse a cadáveres fríos o, quizá, a figuras de cera, impresión que aumentaba porque los cuerpos estaban desnudos, como si estuvieran esperando la entrada de un forense para practicar los cortes de una autopsia. Además, muchos tenían ojos de cristal, con lo que aún conseguían intimidar más. No le cabía en la cabeza que el artista malgastara su valioso tiempo en aquellas estatuas horripilantes. «Si es que son feas con ganas. Si por lo menos fueran de gente joven y bien proporcionada, como las Venus y los Apolos de los clásicos… Pero este no, modelos chaparros, mediocres y con cara de pocos amigos».

Salió de la muestra con más preocupaciones estéticas que detectivescas. Era una impresión desdibujada, insustancial y casi sin peso, pero agobiante por ser inabarcable en los límites necesarios para dilucidar si le había gustado o no. Escaleras se paró de repente. «Si alguien me preguntara lo que me ha parecido la exposición, ¿qué le contestaría?». Avanzó unos pasos y se detuvo de nuevo, con los ojos perdidos en las altas bóvedas del claustro del antiguo hospital. «No sé. Había un montón de gente viéndola. No te imaginas la cola para entrar. Y expone un mogollón de cuadros. Están muy bien dibujados. Algunos casi se asemejan a fotografías. Hay esculturas que se parecen a las figuras de los museos de cera. Me quedé anonadado con lo que es capaz de dibujar. Pero muy triste. No me ha gustado. Demasiada frialdad y oscuridad y tristeza. Mira que ir a pintar retretes y lavabos sucios y guarrindongos. Eso no se le ocurre a nadie en su sano juicio. Algo pirado sí que debe de estar este tío». Reinició la marcha. No. No le gustaba esa respuesta. Él no era un entendido en arte y su formación cultural era autodidacta pero muy exigua para el nivel medio de la población en general; sin embargo, era consciente de la vulgaridad y simpleza que emanaban de una valoración tan sincera. Sintió malestar consigo mismo. Era un desgraciado que no tenía derecho ni al aire que respiraba. ¡Cómo era posible que existiera alguien más burro que él! Ni siquiera en esa ocasión podría lanzar a ralentí su argumento preferido y último de que él, como policía, contribuía a crear una calma, una paz social que era el caldo de cultivo de intelectuales, científicos, escritores y artistas. Todo el mundo salía extasiado de los pabellones, con cara de una satisfacción mayor que si les hubieran dado hostias benditas y él, palurdo, que muy bien debería andar a cuatro patas, pensaba que los cuadros eran tristes. ¡Qué tendría que ver la tristeza con la expresión artística!

No iba a mejorar su autoestima con la visita a la siguiente exposición de un pintor americano llamado Robert Ryman, que era, precisamente, donde hallaron el cadáver.

El público seguía dirigiéndose a la exposición de Antonio López, mientras que a la de Ryman solo iban los que se encaminaban a los retretes, situados al lado de esa sala. No esperaba Escaleras encontrar la desolación apabullante del recinto abovedado, jalbegado, aséptico y frío del lugar, que no podía negar su pasado hospitalario. Tanto es así que, cuando los dos vigilantes encargados de la seguridad lo vieron hollar los umbrales de su intimidad, dejaron su animada charla y se separaron volviendo cada uno a custodiar su parcela. Lo miraron directamente y sin titubeos, como si valoraran a través de su apariencia el comportamiento que iba a tener durante la visita. A Ambrosio no le gustó en lo más mínimo ese descaro. No sabían ellos a quién tenían delante. Desde hacía unos años habían proliferado igual que setas esos guardias de seguridad que, armados hasta los dientes, se comportaban como si estuvieran en una película del Oeste y ellos fueran los sheriffs del poblado. Jóvenes, altos, atléticos y hasta guapos, y con un uniforme más elegante que el que ellos llevaban: eran orgullosos, chulos y provocativos hasta pasarse de la raya. No le caían bien, aunque reconocía que habían quitado mucho trabajo desagradable a la policía, que quedaba en muchas ocasiones como una institución supervisora de la seguridad privada. ¡Ya se encargaría él de ellos!

Echó una ojeada rápida al recinto. Por un momento pensó que se había equivocado y que allí no había ninguna exposición. No se distinguían los cuadros de las paredes blancas. En ese momento, comprendió por qué el público no visitaba esa sala. No cupo en sí de sorpresa al reparar en los primeros cuadros; se acercó casi hasta rozar con la nariz la tela porque le parecía inverosímil lo que sus ojos estaban contemplando. ¡Eran cuadros absolutamente pintados de blanco! ¡Todo de blanco! Como mucho alguna leve mota desperdigada en la superficie nívea.

Retrocedió hasta el vestíbulo para coger un prospecto informativo del mostrador. Mientras lo leía alguien había entrado e inmediatamente se había dado media vuelta. Cuando leyó la breve reseña biográfica del pintor se le aclararon bastantes dudas. Ese tal Robert Ryman había sido un vivales que supo aprovechar la ocasión y fijarse en la tontuna en la que había caído el arte pictórico. Si otros realizaban verdaderas barrabasadas y las exponían y se las compraban, él no iba a ser menos. Había sido medio músico de jazz, pero un día, al entrar en unos almacenes, se encaprichó de material de pintura y se compró pinceles y telas. Decía que incluso se matriculó en una escuela de dibujo, pero que enseguida se aburrió. Seguro que se dijo para sus adentros que a su edad no iba a aprovechar unas clases que le enseñarían poco. Ryman, atraído por el mundo del arte y deseando estar en contacto el máximo tiempo posible con ese ambiente, se buscó un trabajo de conserje en el Museum of Modern Art. «Como estos dos palurdos», pensó Escaleras. Esa, decía el folleto, fue su verdadera escuela artística. El trabajo rutinario de vigilante le había permitido una contemplación exhaustiva de los pintores modernos. «No como estos dos catetos que seguramente no echan un vistazo a las obras situadas a sus espaldas. Ese sí que fue un tío listo. No tendría mucha idea de arte, pero se dio cuenta de que la pintura que se exponía en su museo no parecía tan difícil de pintar y que los precios que alcanzaban los cuadros en las galerías eran elevadísimos. ¿Por qué no lo iba a intentar él?», siguió cavilando Escaleras. Ryman debió de observar con más detenimiento la técnica y los materiales empleados de los cuadros que se colgaban de las paredes y se puso a la faena. Y fue original en sus creaciones. Optó por un camino inédito y sorprendente. Pintar y teorizar sobre el blanco: lograr infinitas variaciones con un color restringido. Afirmaba que la utilización de ese color era meramente instrumental y que, por lo tanto, debía despejar a su pintura de cualquier tipo de interpretación transcendental, metafísica o metafórica. Solo la luz, como la capacidad del color, era lo interesante. Seguía diciendo —seguro que por no haber asistido a las clases de dibujo— que él no usaba la imagen o la representación, porque estas eran ilusorias. Otras dos notas terminaban de caracterizar su «pintura realista»: la utilización del cuadrado en todas sus pinturas como símbolo del equilibrio y la simetría máximos y la inclusión de su firma y la fecha como parte activa del cuadro. «¡A ver! Si no sabe pintar otra cosa, algo novedoso tuvo que inventarse para que la colección no resultara tan monótona», concluyó.

Después de recorrer ambas exposiciones, Escaleras pudo dar un mayor margen de confianza a Antonio López y distinguir la categoría de los dos artistas. «Este —pensó, refiriéndose a Ryman— es un vivales, uno que echó jeta a la vida y se dijo “pa delante”. Al otro, por lo menos, se le ve hombre de escuela, de academia, de haber pintado mucho. Y eso hay que sabérselo reconocer. A cada uno lo suyo».   

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