14.
Los lamparones de café
La
cafetería se ubicaba en el mismo edificio del complejo universitario. Era un
lugar muy amplio, pero bastante desangelado. La barra se situaba al fondo del
vasto salón y las pocas mesas existentes se encontraban al lado del mostrador.
En el resto del espacio no había nada, salvo dos futbolines que a esas horas
estaban sin jugadores.
—Se
ve que los chicos ya se han marchado —dijo Celestino mirando un gran reloj de
cocina que presidía el frente donde se levantaban las estanterías que
soportaban las botellas.
Era
cierto; faltaba poco para las cuatro, hora a la que comenzaban las clases del
turno de tarde. En la barra no había nadie. El público que se repartía en el
local eran jóvenes que se hallaban enfrascados en discutidas partidas de mus.
El camarero los vio entrar nada más cruzar el umbral de la puerta, pero
permaneció sentado encima del arcón frigorífico. No se incorporó hasta que
calculó que los tres se habían puesto de acuerdo en lo que consumirían y lo
hizo con desgana, realizando un enorme esfuerzo con el que no había contado de
antemano. Con cara de fastidio y reflejando en su rostro fatiga e indolencia,
casi sin despegar los labios murmuró:
—¿Qué
va a ser?
Antes
de que ninguno de los intrusos contestara, adelantó tres platillos con
cucharillas y sobres de azúcar anticipando lo que habrían de pedir.
—Un
café solo, uno con leche y un descafeinado para mí… ¿Y no os apetece una
copita? —les preguntó Celestino, dando a entender que se enfadaría si no
aceptaban la ronda—. Venga, ponnos unos chupitos de licor de manzana.
Al
tabernero, que había iniciado la maniobra de tirar los cafés, no le sentó bien
lo de las copas, temiendo que le dieran las uvas con esos tres con pintas de
ser unos pelmas. Por ganar tiempo, mientras acababa de salir el café de la
máquina, sirvió el licor. Echó tan poco que Arturo le reprendió para que no
fuera tan rácano. Con esto, cuando se quiso dar cuenta, el café que salía de la
cafetera rebosaba en las tazas. No se molestó en repetirlos, sino que se
dirigió a la pila de fregar y desocupó una pizca. Luego vertió tanta leche que
también se derramó, yendo a parar al platillo y mojando el azúcar. Arturo, a
pesar de la precaución de tomar los primeros sorbos con una cucharilla para
vaciar un poco el recipiente, al menor despiste que tuvo se llevó la taza
chorreando a los labios dejando en su jersey unos lamparones que no se notaron
mucho por ser aquel de color oscuro.
Después
de ese delicado servicio, el camarero regresó a su asiento predilecto, la tapa
de la cámara frigorífica y, para entretenerse, previendo que no llevarían
prisa, encendió la televisión con el mando a distancia, pero le salió el tiro
por la culata porque, no bien se había aposentado, el inspector, temiendo que
alguno de los profesores se adelantara a pagar, extrajo un billete de mil
pesetas y le pidió por favor que se cobrara. Ni para eso el buen mozo mostraba
ímpetu. No obstante, una pequeña lucecita brilló en sus ojos al descubrir que
solo necesitaría realizar un trayecto si llevaba el cambio directamente.
—Hay
que ver qué rápido eres —le comentó Celestino al inspector, dejando entrever
que agradecía esos detalles de desprendimiento. Arturo, del mismo modo que si
estuviera a la cuarta pregunta, corroboró la admiración de su compañero, pero
con una leve mueca de sorna, como si quisiera decir que por él esa generosidad
se podía repetir muchas veces.
A
Escaleras se le subieron los colores en el momento que oyó esos comentarios. No
sabía muy bien por qué, pero, de vez en cuando, su vergüenza se manifestaba ruborizándose.
No le agradaba en absoluto que los demás observaran esa debilidad, que él
suponía que era una muestra de irresolución. Se enfadaba consigo mismo, mucho
más si le sucedía por motivos nimios, como el que le acababa de ocurrir. «¡Si
es que en el fondo soy un papanatas!», se atormentaba, pensando que esas
reacciones perturbaban la eficacia de su trabajo. Algo similar le ocurría si
alguien lo felicitaba por la circunstancia que fuera; inmediatamente un arrebol
sin freno recorría su rostro para aposentarse en las mejillas y no desaparecer
hasta pasados unos instantes eternos. Ambrosio Escaleras Arriba casi llegó a
preferir que no lo alabaran ni le hicieran cumplidos, tan solo por evitar la
sensación de sonrojo que le asaltaba igual que al niño al que descubren
haciendo una picia.
Se
produjo un forzado silencio tras los cumplidos por su generosidad. Para él fueron
unos momentos de tensión, no así para Arturo, que se entretuvo en mover con un
afanado interés la pizca de café con leche que le restaba en la taza, como si
le hubiera molestado horriblemente descubrir que la mitad de la masa de azúcar
se hallara sin desleír. Celestino sonreía y sus ojos glaucos brillaban echando
chispas de malicia. El policía miraba a uno y a otro, sin poder averiguar el
porqué de su euforia. Se hacía a la cuenta de que la risilla del profesor era
producto del espectáculo que él les ofrecía con su vergüenza infantil. Y, por
supuesto, Arturo no se percató ni mucho menos de que su delicada tarea de
disolver el azúcar pudiera ser el motivo de esa sonrisa sardónica.
—No
sé cómo formular la cuestión —Ambrosio era incapaz de apartar la mano izquierda
de su mamola, que acariciaba en esos momentos, alternando con el rascado que se
efectuaba en la nuca—, me refiero a que antes, no sé quién de vosotros ha dicho
algo así como que el diputado Eustaquio si mantenía su cátedra era porque le
permitía estar en contacto con los alumnos; bueno, mucho más concretamente, con
las alumnas…
Celestino
no se pudo contener más y soltó una carcajada que trató de frenar en la punta
de sus escuálidos labios con la mano, como si hubiera regurgitado una flema y
la tratara de sujetar en un pañuelo moquero. Los otros dos interlocutores se
quedaron de piedra al observar tal desmesurada reacción, sobre todo Arturo, que
aún continuaba inmerso en su afán de deshacer el azúcar y no se había percatado
de la exaltación de su compañero. Sin embargo, no fueron capaces de convencer a
Celestino de que soltara prenda de lo que le hacía tanta gracia.
—…
venga, tú continúa, que esto no es nada. No tiene en absoluto que ver con lo
que estamos hablando.
Sin embargo, al inspector le costaba más que
nunca precisar los términos de su discurso, pues la certidumbre de que el
canijo profesor se reía de él era obvia. No obstante, intentó superar su
inseguridad y no tomar muy en cuenta esos imprecisos temores que, a medida que
pasaban los segundos, se desvanecían.
—En
realidad, no tiene mucha importancia…
—No
te cortes. Pregunta lo que quieras. Perdona estos… estos incisos —lo animó el
profesor viendo al policía apocado.
—Estaba
diciendo… —retomó una bocanada de aliento con la que imprimirse la valentía
necesaria para expresarse con claridad— que antes habéis dicho que a Eustaquio
le gustaban mucho las alumnas. ¿Qué me podéis decir de este asunto?
—¡Hombre!
¿A quién no? —Al rostro ovalado de Celestino regresó de nuevo esa sonrisilla
picarona y sus ojos desprendían chiribitas de gusto. El inspector se temió que
otra vez el canijo docente se pusiera en plan cuchufleta—. Si es que no puede
uno por menos. ¡Cómo se va a quedar uno impávido observando esos turgentes
pechos cuando te quedas mirando cómo suben una escalera o cómo la curva que se
inicia en la tripa trazando una ondulada línea se pierde en la entrepierna! ¡Por
Dios! ¡Si con eso no hay nadie que no se extasíe! —Y casi arrugaba el entrecejo
enfadándose solo con la posibilidad de que alguien no fuera capaz de admirarse.
Así lo entendieron dócilmente los otros dos, ante el temor a una contundente
reprimenda del casi enojado profesor si se atrevían a formular una opinión
contraria—. Hay que reconocer que algunas alumnas están de requetechupete. Se
encuentran en una edad en la que la vida y la fuerza de la naturaleza hacen
virguerías con ellas. Están plenas, a rebosar de vitalidad y de feminidad: esos
culos redondos, prietos como morcillones, esas caderas delicadas y los senos
firmes… ¡Mejor dejarlo aquí!
Los
tres callaron un momento reflexionando en la rotunda verdad que el profesor
había emitido.
—Sin
embargo —tomó la palabra Arturo, relamiéndose los labios con los gránulos de
azúcar empapada y mal disuelta antes de proseguir—, aunque es verdad que ahora
las chicas se encuentran en una edad en la que todas son hermosas y jóvenes,
eso no implica que se nos vaya cayendo la baba tras el rastro de su perfume por
los pasillos o nos acerquemos hasta sus asientos en las aulas para aspirar el
aroma embriagador que se desprende de su delicado cutis. Pienso que hemos de
ser bastante más discretos. Que no somos de piedra es obvio y a nadie le amarga
un dulce, y estas chicas son un bombón. Sin embargo, insisto, creo que es muy
arriesgado dejarse liar en las redes acarameladas que alguna de ellas tiende en
torno a ciertos profesores, sabiendo que muchos se ponen como la seda cuando se
les acercan. Pero lo peligroso no es solo esto, sino que se puede perder el
control y ofrecer una confianza que sobrepasa los límites respetuosos que son
dados entre alumno y profesor. Otro asunto es lo que pasa a veces entre unos y
otros. Eso entra ya dentro del terreno de la intimidad, pero, desde un punto de
vista personal, para mí no es ético. Qué queréis que os diga…, pero algunas
licencias, ciertos comportamientos que están en la mente de todos no es que no
sean legítimos, es que me resultan hasta vergonzantes. Será que soy de otra
generación y que mi apreciación de la realidad es sensiblemente diferente a la
que impera en estos días, pero a mí, sinceramente, no me caben en la cabeza.
—¡Ay,
Arturo! Tú y yo ya no pintamos nada en este berenjenal. Lo nuestro ha pasado a
la historia. No te digo que apruebe ciertas actitudes, pero, a mí, en general,
me dan envidia y te lo expreso sinceramente. ¡Quién pudiera tener unos años
menos! O, más simple aún, ¡quién no tuviera compromisos! —Y en el rostro del
pequeño Celestino se dibujaron unas arrugas de tristeza.
Habían
apurado casi del todo las copas de licor de manzana. El inspector callaba y
dejaba hablar a los dos profesores, que continuaron perorando acerca de la
conveniencia o no de mantener unas relaciones espontáneas, directas y amistosas
con sus alumnos. Cuando Escaleras Arriba sintió que la discusión bajaba
enteros, de rondón, inquirió:
—Y
Eustaquio, ¿qué relaciones en concreto mantenía con sus alumnas?
Aunque
la pregunta era inevitable, los enseñantes no la esperaban tan de sopetón. Los
dos fijaron su mirada en la del otro, interrogándose sobre el aprieto en el que
los situaba al abordar una cuestión tan delicada y que, incluso en el propio
ámbito universitario y entre compañeros, se soslayaba, como si nadie deseara
meterse en asuntos del prójimo. Los dos bajaron la cabeza en señal de
abatimiento, expresando cierto malestar. El inspector, adivinando el
retraimiento de sus interlocutores, de la misma manera que si estos se hubieran
dicho a sí mismos «hasta ahí ya no podemos llegar», creyó oportuno recordarles
veladamente que se encontraba investigando un asesinato y que cualquier detalle
le sería de mucha utilidad, pero dijo esta advertencia sin la pomposidad de lo
oficial, sino como si él mismo fuera un compañero de facultad que compartía con
ellos el comedimiento, respeto y defensa que todos los miembros de una
institución se debían. La información que a él le proporcionaran solo la
utilizaría para resolver el caso y, por supuesto, sería secreta y confidencial.
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