11. El barrio chino
El
inspector se sorprendió de los problemas de circulación de la ciudad. Jamás se habría
imaginado que una población tan exigua pudiera llegar a estar tan colapsada.
Pensaba que ese problema era solo patrimonio de las grandes urbes, como Madrid.
Arturo
conducía el coche de una manera un tanto irregular y anárquica: volvía la vista
hacia Escaleras constantemente; agarraba el volante con una mano o simplemente
no lo sujetaba —¡sin manos!, como se decía cuando de pequeño se quería
demostrar la pericia en el arte de montar en bicicleta—; aceleraba y frenaba
bruscamente sin alterar su calma, no así la del policía ni la de Celestino,
que, aunque no hizo ningún comentario, no dejaba de supervisar las maniobras del
conductor. A todo eso, había que añadir la poca confianza que proporcionaba el
vehículo, no por sus muchos años o por su nulo pedigrí, sino porque le hacía
falta una buena puesta a punto: la suciedad de todos los cristales impedía casi
adivinar lo que se situaba enfrente, el espejo retrovisor era minúsculo y, para
aminorar aún más la visibilidad del cristal trasero, colgaban muñecos que se
balanceaban al compás de los acelerones y frenazos.
No
le gustaba a Ambrosio viajar en los coches de nadie y, cuando lo hacía porque
no disponía de otro medio, muy pocas personas lograban infundirle la confianza
suficiente como para despreocuparse de los aconteceres de la conducción. Pero
el mayor temor e inseguridad se lo provocaba el montarse en los asientos
traseros; desde allí no controlaba las maniobras del conductor y se sentía
perdido. En aquella ocasión, a esas sensaciones había que añadir la
claustrofobia y el hallarse desorientado debido al desconocimiento de la ciudad
y de las calles por las que circulaban.
—¿Conoces
Salamanca o es la primera vez que vienes?
—Vengo
por primera vez. Me habían dicho que era muy bonita y también que había mucha
marcha por la noche con los estudiantes.
—Y
a todas las horas. En esta ciudad, a cualquier hora del día te encuentras a
gente de juerga. Lo mismo da un lunes que un martes. ¿No ves que los alumnos no
tienen ningún control de los padres? Pues hacen lo que les viene en gana.
Cuando llegan a casa no hay ni madre ni padre que les pida responsabilidad —comentó
Celestino, no sin un deje de amargura, posiblemente originado en cierta envidia
infantil por verse él privado de tales libertades.
Abandonaron
la avenida de Alemania, una gran calle con doble carril de circulación, una de
esas arterias con edificios altos, sin personalidad, tan del gusto del régimen
franquista, empeñado en proporcionar en los años sesenta un aire de modernidad
a las capitales de provincia, y se adentraron en las callejuelas de la ciudad
antigua. En las aceras, el trasiego de las gentes era denso y los transeúntes
invadían el asfalto, por lo cual se debía circular con mucha precaución. No lo
entendía así Arturo, que no aminoró en absoluto la velocidad. Incluso, no se
sabe bien si por mostrar su habilidad o por gastar alguna broma, le dio por
asustar a peatones que atravesaban la calzada o que paseaban invadiendo el
arcén. Si veía a alguno no muy atento a las vicisitudes del tráfico, se lanzaba
acelerando hasta él y en el último metro frenaba en seco. El pobre peatón
dirigía una mirada de cordero degollado hacia el conductor, mostrándole
agradecimiento por sus reflejos y pidiendo disculpas. El piloto, para aumentar
la gracia, se llevaba las manos a la cabeza y gesticulaba con cara de horror
ante la desgracia que podía haber causado. Esas chiquillerías le hacían gracia
a su colega, no al policía, aunque pretendía aparentar normalidad exhibiendo
una sonrisa de compromiso.
—Bueno,
llegamos al famoso barrio chino.
En
realidad, ese célebre conjunto urbanístico, centro del comercio carnal y nido
de delincuentes y gitanos, ya no existía. Todavía se veían pequeños bares con
las puertas abiertas para que se secaran los pisos recién fregados. Desde la
calle solo se vislumbraba en ellos alguna bombilla de color rojo dentro de un
panorama general de penumbra, que parecía mucho más densa contemplada a la luz
del mediodía; incluso se podía dudar de la decencia y pureza de algunas mujeres
que merodeaban cerca de portales con escaleras tortuosas y empinadas, pero lo
que quedaba no era más que un pequeño retazo de lo que fue en épocas pasadas.
El barrio, casi sin darse cuenta una población —que antiguamente deseaba con
fruición que pasara el tiempo de Cuaresma para, atravesando el Tormes, ir a
buscar a las meretrices a la otra orilla— había ido perdiendo su personalidad.
Como muestra de distrito marginal que fue en otros tiempos, aún perduraba en
una de las lomas una serie heteróclita de casetas y chabolas.
Si
bien las construcciones modernas habían borrado el aire paupérrimo de esa zona
centro de la ciudad, no se había conseguido apartar a individuos malencarados
que merodeaban por los alrededores. Dos mundos diferentes se entremezclaban por
sus despejadas calles: vecinos decentemente vestidos y otros con harapos, o mujeres
con faldas de colores chillones o de riguroso negro, y con boina oscura los
hombres. En la misma acera se podía observar caminando a una universitaria con
fular al cuello y a una mujer con una pañoleta sujetando el pelo, sacudiendo el
polvo de un trapo después de haberlo quitado de los muebles; o a un gitano con
sombrero de ala al lado de un joven con un pañuelo rojo cubriendo su cabeza a
semejanza de ciertos piratas peliculeros… Sin embargo, lo que más abundaba eran
los niños, como si el índice de natalidad fuera superior en ese barrio que en
el resto de la ciudad. Jugaban a pillarse alrededor de una fogata que habían
prendido en los solares pelados de lo que fueron quizá viviendas de amigos o
primos…
Aunque
el coche no merecía tantos miramientos, Arturo se cercioró repetidamente de que
lo aparcaba bien y sobre todo de que no dejaba ninguna puerta sin cerrar con
llave. Y, antes de separarse de él, miró en las cercanías por si había algún
mocoso merodeando.
Eran
casi las tres de la tarde y a esas horas la afluencia de público era muy
escasa. Celestino se acercó a una ventanilla estrecha situada a una altura
bastante considerable para el enano profesor, el cual hubo de alzar las manos
para depositar las monedas. Arturo se sacó un monedero del bolsillo con ademán
de pagar su comida. Lo mismo pretendía realizar el policía, que desconocía el
sistema de acceso a esos locales universitarios.
—¡Venga
ya! —dijo Celestino, despreciando el ofrecimiento de los otros—. Otra vez será
al revés.
El
policía, con todo, cuando le entregó un cartón a modo de entrada, le dio unas
agradecidas y sinceras gracias por su amabilidad y generosidad.
Como
si fuera un self-service, los tres pasaron delante de pilas y enormes
bandejas y de ellas les fueron sirviendo las viandas que ofrecía el menú del
día. Escaleras se situó el último con el deseo de observar cómo era el
funcionamiento de la repartición. Cuando estuvieron listos, decidieron en qué
parte del comedor se iban a aposentar. Mientras se dirigían cuidadosamente hacia
los grandes ventanales para no verter la comida, el policía se percató de que
algunos alumnos reconocían a los profesores y cuchicheaban al mismo tiempo que
se reían.
Se
acomodaron los dos docentes uno al lado del otro, dejando el sitio de enfrente
para el invitado, que, por un momento, se perdió los dichos y las ocurrencias
que no cesaban de proferir sus dos amigos, mientras contemplaba el panorama que
se le ofrecía a través del inmenso cristal. A esas horas un tibio sol
proyectaba de lleno sus rayos luminosos sobre los cristales y la temperatura
ascendía rápidamente como si a su lado hubiera una invisible hoguera. En
lontananza, destacaba un apéndice urbanístico, feo y vulgar, erigido en una colina.
En medio, el Tormes, con lento avance, se extendía en un cauce tan ancho que
sorprendió al inspector, que nunca había imaginado que ese río poseyera tal
caudal. En la ribera, se levantaban filas de majestuosos árboles que, a
trechos, ocultaban el agua; una iglesia o ermita cobijaba un embarcadero con
las barquichuelas amarradas a un destartalado muelle. Desde allí, sentado
plácidamente, vislumbraba el ocioso vivir de la ciudad universitaria: en unos
campos de arena se disputaba un partido de fútbol o de rugby; siguiendo la
corriente, dos piragüistas competían por alcanzar una meta imaginaria y los
coches circulaban con pereza por las carreteras de circunvalación. Junto a la
alameda se distinguían las figuras de dos burros que pastaban sin levantar sus
belfos de la hierba.
Los
profesores se percataron de que el invitado se hallaba abstraído contemplando
la panorámica del río. Se echaron una mirada de complicidad sin que el
inspector los viera. Les costaba admitirlo, pero el policía les caía bien; era
simpático con ese aire desgarbado a pesar de su robustez corporal y del gran
cabezón que sostenían los anchos hombros.
Era
cierto. La bondad —o la, según otros, estupidez— de Ambrosio era proverbial. El
inspector era alto y robusto, pero para nada daba la sensación de rigidez o
envaramiento. La cabeza era una gran masa redondeada, sin embargo, esa esférica
mole pelirroja proporcionaba placidez a la expresión que se desprendía de su
persona. No era agraciado en las líneas faciales: la nariz judía, idéntica a la
de un mochuelo; los ojos anodinos, de color verde, como los de los gatos, mas
la mirada limpia y transparente. La frente, al igual que un páramo, surcado por
dos profundas cuencas; los labios rosados y frescos eran la puerta de una boca
coronada con dientes separados y mellados. No era fácil para Ambrosio, con ese
semblante, con esa fisonomía, con la amenaza de ese cuerpo, dar confianza a los
demás. Aun así, bastaba una breve conversación para que todos los reparos y
miedos iniciales desaparecieran de inmediato. Era afable y cortés; educado sin
llegar a ser remilgado. A veces, con una cara demasiado seria cuando escuchaba;
ahora bien, al instante se suavizaban las estrías de su rostro y un espíritu
risueño iluminaba la mirada sincera y tranquila de sus ojos de búho.
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