—… en realidad, solo los molestaremos unos momentos para formularles unas preguntas.
A la faz de Escaleras regresaron la serenidad y el equilibrio muscular proporcionados in extremis por el hallazgo súbito de la palabra y la expresión justa, que lo ayudaron a huir del atolladero por el que se dirigía, fruto de la inconsistencia y la turbiedad de sus intenciones. El dominio del lenguaje, la fiera indomable, era para él una batalla permanente que le llevaba a desear lograr coherencia y luminosidad en su discurso. Momentos había en los que por su boca solo fluían oraciones simétricas y redondas, con una naturalidad y una claridad mental digna del más elocuente orador. Eran instantes que saboreaba con fruición. Orgulloso, olvidaba las veces en las que se atascaba, en las que las palabras, cuyo perfil significativo era inseguro, huían de la pronunciación, retirándose al reino del olvido, como duendes que se dejan ver cuando desean y, si no, se ocultan juguetones. Con ser harto incomprensibles para él mismo estas contradicciones lingüísticas, mucho más lo eran para los íntimos, sobre todo para su mujer, que cuando lo oía farfullar ininteligiblemente se desesperaba. Él recibía esas reprimendas matrimoniales resignado, sabiendo que su mujer estaba más cargada de razón que un santo. Se callaba y evitaba poner mala cara, aunque era inevitable enfurruñarse. Le servían de poco las regañinas y las correcciones pacientes y repetidas de su mujer. Casi eran contraproducentes, porque al contestar lo hacía con engolamiento, vocalizando en demasía, como si solo se centrara en la sonoridad de los vocablos, olvidando por completo otras facetas, como las sintácticas, semánticas o, incluso, de sentido. Entonces, hasta los refranes y las frases hechas las decía al revés o con otros términos, próximos a los de los aforismos que deseaba expresar. «Buscaba cinco pies al gato», «diferenciaba de la mañana al día»… Eran segundos angustiosos, pues Ambrosio creía que su lengua de trapo era un castigo o un grave defecto físico, similar al sentimiento que puede acompañar a un ciego, a un manco o a un cojo. Sin embargo, pasados esos instantes de apabullamiento y conmiseración, una fuerza desconocida brotaba de sus entrañas para proponerse corregir esos errores y luchar con esa bestia indómita hasta conseguir amaestrarla. En esa etapa, hasta se alegraba de que junto a él permaneciera su consorte, como bastión firme al que asirse en su pugna por aproximarse al arte de la elocuencia.
—Él es un inspector de la Brigada Central de Madrid y yo soy un compañero de aquí, de Salamanca —intervino Chomín, como si de repente se hubiera dado cuenta de que no se habían presentado y, también, para que los diputados se hicieran cargo de la oficialidad y legalidad de los trámites que se veían obligados a cumplir.
—Por cierto, ¿quién es el máximo dirigente de un partido político a nivel provincial? —preguntó a tontas y a locas Escaleras, recordando las dudas que hacía poco habían surgido entre Chomín y él.
Los diputados, puestos en una posición ya fortificada y preparada para el acoso verbal, sin percatarse de la inocencia de la pregunta y de su puerilidad, contestaron que el máximo responsable del Partido Socialista era precisamente, hasta que se convocara una asamblea de afiliados para la elección del cargo, el difunto.
—¡Ah! Preguntan por… Sí, hombre, el dirigente con más autoridad en el escalafón es el secretario. —Y rio nerviosamente al saber que un proyectil verbal, aparentemente inofensivo, había abierto boquete en sus defensas—. En realidad, la organización política de la provincia es un reflejo de la del partido a nivel nacional y regional. —Alargó el discurso para disimular el efecto un tanto perturbador de su desliz y recomponer su compostura fría e inaccesible.
—Así que el que llevaba el partido en Salamanca era don Eustaquio —entró de lleno Escaleras.
—Sí, efectivamente era así —intervino el de la Diputación, no dispuesto a adoptar un papel secundario en el interrogatorio—. En teoría… No obstante, en el día a día, en la práctica de la acción política y social, podríamos decir que el profesor, como era conocido entre nosotros, se había desentendido desde hacía bastante tiempo, delegando las cuestiones meramente locales en manos de gentes humildes dentro del partido. En parte era obligado, porque sus compromisos políticos en el Congreso eran tantos que difícilmente podía compatibilizar todos los asuntos. ¡Claro!, por si fuera poco, cuando se encontraba en Salamanca le interesaba más la docencia que la organización del grupo. Su oficina casi siempre estaba vacía. Si venía por la sede, hablaba con cualquiera que se encontrara sin entrar en muchas profundidades y saludaba a los afiliados con simpatía, sin apenas sentarse en su despacho. A veces, ni se acordaba de recoger la correspondencia que se le acumulaba en la mesa.
—En parte es así —continuó el representante a nivel nacional, aprovechando que el provincial se había quitado las gafas para empaparse con un pañuelo primorosamente bordado un sudor frío que le fluía de la nariz, impaciente y receloso de que su homólogo menor desempeñara y asumiera explicaciones que le eran propias por ser compañeros de fatigas en el Congreso—, pero la estructura y la organización de los partidos no es la más viable para estar en contacto con todos los problemas que aquejan a nuestro país. Lo que está muy claro es que, si eres diputado, pasas más tiempo en Madrid que en tu circunscripción. Esto es indudable y no vale darle muchas vueltas, a no ser que queramos remodelar todo este tinglado. E inevitablemente conlleva un alejamiento de las bases. Sin embargo, el caso del profesor, como puede ser el mío, no lo voy a negar, no son los que más claman al cielo. En otras provincias, los diputados electos ni son, ni viven, ni tienen puñetera idea de lo que se cuece a su alrededor. Eustaquio y yo somos helmánticos de pura cepa y residentes aquí desde siempre.
Chomín había retirado levemente el sillón en el que se aposentaba, como si su mente estuviera más pendiente de las cañas que en toda regla debería estar tomándose en esos momentos que de lo que se guisaba en esa entrevista; sin embargo, cuando los diputados mencionaron el hecho de considerarse salmantinos, los miró con descaro y no ocultó una expresión de escepticismo.
—Entonces, ¿el profesor no se enteraba demasiado de lo que sucedía dentro de su propio partido aquí, en Salamanca? —ahondó el inspector de Madrid.
—No, no es eso exactamente —comenzó contestando el delegado provincial, sin tener muy en cuenta la presencia de su compañero—. No. El profesor, desde que se afilió (y hay que indicar que era uno de los militantes más veteranos de la organización), lo ha controlado. Primero localmente y después, también, cuando dio el paso a nivel nacional; es decir, que, incluso siendo diputado, siempre ha tenido en un puño a los afiliados en Salamanca. Tal vez en los últimos tiempos se hacía patente un cierto desinterés, pero a lo mejor era un espejismo que alguno de nosotros interpretamos erróneamente. Lo que es evidente es que, aunque no viniera mucho por la sede, el profesor, a través de sus fieles, estaba informado hasta de los menores detalles.
El diputado nacional añadió, como si la información de su compañero reflejara una visión peyorativa de la organización que representaban, que, aun diciendo la verdad, no significaba que dentro del partido hubiera luchas personales por dominarlo. Allí, a pesar de las discusiones ideológicas y de las interpretaciones de tácticas de acción, lo que primaba al final era el compañerismo. En ese sentido, el profesor había sido un líder carismático por sus dotes de organizador y por sus derroches de simpatía no solo en Salamanca, sino también en toda España gracias a su tarea en el Congreso.
—¿Qué papel jugaba el profesor dentro del partido a nivel nacional? —continuó con el interrogatorio Escaleras.
—Bueno, pues era transcendental. Era nada menos que miembro de la ejecutiva nacional. —Ante la cara de duda de los policías el diputado creyó oportuno dar alguna información adicional—. Sí, es bastante sencillo. La ejecutiva es el máximo órgano colegiado. Son unos cuantos militantes, creo que no llegan a veinte, que se encargan de dirigir la organización en las cuestiones primordiales. El profesor ha sido uno de esos privilegiados desde que el partido llegó al poder en 1982… No es preciso encarecer su personalidad. A pesar del papel tan relevante de su cargo, jamás se le conoció comportamiento ni detalle que significara arrogancia y orgullo, más bien todo lo contrario: sobriedad y humildad eran las notas características de su trato con nosotros.
Notando que los elogios del difunto borraban la visión más realista y concreta, que era la que más jugo tendría para sus pesquisas, Escaleras los interrogó sobre posibles rencillas entre los afiliados, sobre todo entre aquellos que tuvieran mando.
—Estas luchas existen hasta en las mejores familias —intervino de nuevo el diputado provincial, como si los asuntos caseros fueran más de su incumbencia—. Las que nos acechan aquí, en Salamanca, son parejas a las que dominan en las altas esferas del partido y son conocidas, puesto que son difundidas por los medios de comunicación. Fundamentalmente hay dos tendencias enfrentadas desde hace bastante tiempo, que los periodistas llaman, según los casos, oficialistas o felipistas y renovadores o guerristas. Si bien los líderes nacionales intentan en las declaraciones de las ruedas de prensa negar el enfrentamiento de las dos corrientes, este no se puede ocultar porque clama al cielo. Los roces son continuos, pese a que se procura que el asunto quede soterrado. Entre nosotros sucede exactamente igual. Aunque esté mal decirlo, estos enfrentamientos han dejado de producirse por cuestiones o concepciones ideológicas y se gestan sobre todo por el ansia de poder, materializado a través de puestos del control o de capacidad de influencia en los gobiernos, tanto a nivel nacional y regional como a nivel local. A nadie debe sorprender esta verdad, ya que es conocida por el pueblo llano y puesta también de manifiesto en los periódicos…
Miraba a su colega de partido indagando si confirmaba sus asertos o, por el contrario, los rebatía. Como si a él no le concerniera esa confesión un tanto vergonzante, el diputado sonreía indolentemente mirando sin demasiada fijeza a los dos inspectores, alegando sin rechistar que las opiniones de su compañero eran desmesuradas, pero sin atreverse a negarlas, pues supondría entrar en un debate agrio delante de extraños. Buscaba la anuencia de los dos sabuesos para que perdonaran los exabruptos del otro y su propio silencio.
—Entonces, ¿qué papel desempeñaba el profesor en este conflicto? —intervino Chomín, animado al abordarse temas que afectaban a Salamanca.
—Sin ser un acérrimo defensor de las posturas oficialistas, él las defendía. Procuraba que sus decisiones no se vieran como una consecuencia de su perfil, pero es inevitable que, al estar enrolado en unas filas, no beneficies a los que son tus prójimos y, por ende, no perjudiques a los otros. Eso es lo que no pudo evitar el profesor.
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