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El carnicero se echa un cigarro

Las vistas urbanas permanecen inmutables pese a las remodelaciones que de vez en cuando los ayuntamientos emprenden. Llevo viviendo más de treinta años en esta ciudad y puedo asegurar que las inmediaciones de la iglesia de La Asunción siguen igual que las vi la primera vez: las palmeras ya se erguían en su afán por emular la alta torre, en los bancos de metal se sentaban las madres mientras vigilaban los juegos de sus hijos, y los viejos a contemplar el ajetreo comercial de las calles del centro y de las tiendas de alrededor… Hoy la iglesia permanece intacta, y la plaza, con sus arriates verdes y sus bancos ocupados, son los mismos. Lo que ha cambiado son la frecuencia de los ritos religiosos que se celebran en el interior del recinto eclesiástico.

Estas reflexiones me surgieron después de la conversación que mantuve con el dependiente de una carnicería, cuyo establecimiento se ubica en la pequeña plaza situada al lado de la iglesia.

Había entrado en la biblioteca a dejar un libro que tenía en préstamo y a sacar otro. La mañana estaba gris, con una llovizna imperceptible que ensombrecía el cielo. Llevaba prisa y no quería desviarme para ir a la carnicería habitual en la que efectúo la compra, así que decidí entrar en una que había cerca, al lado de la iglesia. Las campanas doblaban y pensé que estaría a punto de celebrarse un funeral. Sin embargo, miré hacia la entrada lateral donde llegan los cortejos fúnebres y se concentran los deudos y amigos para esperar el vehículo que porta el féretro, pero se encontraba vacía.

Antes de entrar en la carnicería, como a veinte metros, vi a un hombre embutido en su bata blanca y con un gorro del mismo color. Con rapidez me percaté de que el carnicero había salido a echarse un cigarro. Por una parte, me alegré de verlo fuera porque eso significaba que me atendería sin esperas, pero, por otra, no me gustó que se estuviera echando un cigarrillo. Me hice a la idea de que el olor a tabaco impregnaría la carne. Al entrar en el local, tiró el pitillo a medias de fumar. El establecimiento no estaba vacío, como había imaginado. Otra dependienta atendía a una señora acompañada de su hija adolescente a la que despachaba productos que eran de la apetencia de la joven, como si fuera mala comedora y su madre solo pudiera ponerle en el plato escasos alimentos que eran elegidos con primor.

El carnicero pasó detrás del mostrador. Estuve atento a ver si se lavaba las manos o se enfundaba unos guantes. No adoptó ninguna de las dos medidas higiénicas, sino que tomó un trozo de carne de novilla que había pedido con la mano que antes sujetaba el cigarrillo. Me preguntó que sí me lo troceaba. Dudé, pero, con rapidez, pensé que, a partir de ese momento, la mano infectada empuñaría el mango del cuchillo y le dije que sí. Comenzó a trocear la pieza con una parsimonia que me pareció impropia de la fuerza de un hombre al que le faltaban pocos centímetros para ser un gigante de dos metros y con un corpachón frecuente en las personas que ejercen esta profesión. Me fijé que el cuchillo estaba bien afilado y cortaba a la perfección, sin embargo, se daba poca prisa y los trozos que descuartizaba eran en exceso grandes. Levantó la mirada y se percató de que lo observaba perplejo; sin embargo, continuó su tarea con calma. Él se sumó a la conversación que la otra dependienta mantenía con la cliente habitual. Esta se interesó por los planes del carnicero, entendí yo, cuando se jubilara en unos meses.

Yo me voy a Benidorm con los del IMSERSO —le respondió alegre sabiendo que le faltaba poco para dejar su vida laboral.

Como dudaba si estaba siguiendo con exactitud el asunto de la charla, realicé un examen más meticuloso del individuo y concluí que era verosímil que el retiro llegara pronto.

Mi observación de su proceder continuó, sin saber el buen hombre cuál era la razón por la que no le quitaba ojo. Al terminar de trocear la pieza que le pedí, me preguntó si quería algo más. En mis planes estaba llevarme también carne picada, pero dudé. Tal vez debido a la atención que prestaba a ese hombre, decidí completar todo el pedido. Mientras me preparaban la carne picada, la cliente habitual y su hija se marcharon.

Estoy de las campanas hasta la coronilla —le dijo el carnicero a su compañera, como si yo no estuviera presente.


Después de la tensión mantenida mientras me servía, cuando finalicé la compra y le dije que le pagaría con tarjeta de crédito, creí oportuno abrir la boca y no parecer un bloque de piedra.

¿Se ha muerto alguien? —indagué queriéndome congratular con él.

Que si se ha muerto alguien me pregunta… Aquí todos los días hay tres o cuatro entierros. Esto no hay Dios que lo aguante —me dijo con la cara descompuesta.

No me extraña —le respondí solidarizándome.

No tenía mucho sentido esa aproximación afectiva hacia su persona, una vez que, desde los primeros instantes de mi presencia en la tienda, tomé la decisión de no volver a entrar en ese negocio. No obstante, al conocer sus detalles personales, sentí que merecía un trato amable por parte de los clientes mientras se acercaba el final de sus días detrás del mostrador despachando.

Al salir de la tienda, las campanas continuaban con su toque lastimero y me acompañaron un buen trecho de mi recorrido. En esos momentos, mientras me alejaba caminando, cavilé en las circunstancias en las que bregaba, si era cierto que todos los días morían tres o cuatro personas. Entrar al trabajo o salir a echarte un cigarro para descansar y tomar aire, y estar rodeado de gente enlutada suspirando y escuchando las incansables y monótonas campanas doblando, era deprimente. Este primer acercamiento al malestar del carnicero, dio paso a un segundo quizá más desolador. He dicho que las ciudades no cambian. Es cierto en líneas generales, sin embargo, los que sí nos transformamos somos los que vivimos en ella. Lo digo porque no me imagino que ese hombre hubiera podido resistir tanto tiempo con ese tormento. Con seguridad, hacía muchos años, cuando el buen hombre abriera su carnicería, en la misma plaza reinaría una animación similar, pero en vez de entierros, las ceremonias más frecuentes serían bodas, bautizos y comuniones y misas de doce con la plaza llena de feligreses endomingados y alegres disfrutando del día de descanso.

Sí, el alma de la ciudad, que somos los que en ella moramos, se muere, como nos vamos muriendo sus habitantes, sin que se produzca un relevo generacional.

¡No me extraña el anhelo del carnicero de huir de esa plaza, de esa edad final, en busca de un Benidorm alegre y vivo!









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