Se enredó. Llevaba las llaves de la puerta en una mano, un manojo numeroso. Intentó sacarse el jersey por la cabeza, que ya tenía dentro, pero los brazos se atascaban en los pliegues y dobladuras que impedían que se deslizaran y se desprendieran de la prenda. Ni uno ni el otro. Ninguno podía prestar ayuda al compañero. Mientras, agobiado, sintió que el aire le falta. Suspiró porque estaba en un doble aprieto: atorado por no ser capaz de sacarse el jersey y por no ser sorprendido con algo que no era suyo.
En el último instante, nada más salir de una casa ajena, se percató de que estaba cometiendo una tontería de imprevisibles consecuencias. Lucía un jersey que no era suyo. Lo había tomado del armario de su anfitriona sin pedirle permiso, impulsado por el deseo pretencioso de lucirlo. En el momento en que se lo puso no calculó las consecuencias de esta apropiación no autorizada. Salió a dar una vuelta con él puesto.
Cuando tomó la decisión de cogerlo, estimó que lo podría devolver a la balda del armario antes de que su dueña le sorprendiera, pero no se hubo alejado mucho y, de súbito, cambió de idea: no era imposible. Alguna contingencia podría llevarla a regresar a casa anticipadamente. Se alarmó de que esto pudiera ocurrir y presa del pánico se dio media vuelta. Para ganar tiempo, mientras abría la puerta, comenzó a sacarse el jersey, pero la maniobra, en vez ser ventajosa creyendo que ganaría tiempo, se había convertido en una trampa arácnida. Mientras, ya con brusquedad, intentaba desembarazarse, creía que en vez de dos brazos eran muchos los que salían de su cuerpo y las mismas llaves se habían transformado en uñas afiladas que se enredaban en esa enmarañada zarza de lana.
Era imposible que en el transcurso de pocos minutos ella se hubiera presentado. Nadie podía haber en casa. Por eso se tranquilizó y pensó que sacarse un jersey no debería ser un laberinto del que no encontrara la salida. Era cuestión de calma y de actuar con un poco más de tino, y no a lo loco, como había procedido hasta ese momento.
Al fin y al cabo, si ahora se encontraba en ese atolladero, no era culpa suya. Fue su propia prima la que se empeñó en que se lo pusiera. Era cierto que no había metido ropa de abrigo en la maleta, pero se hubiera apañado sin él. Sin embargo, ella insistió en buscarle uno en cuanto notó sus escalofríos. Demasiadas molestias estaba causando ya por haberlo hospedado, como para que además tuviera que prestarle ropa. Se acordó de su madre, y no precisamente en buenos términos. Las madres siempre terminan metiéndose en los asuntos de sus hijos más allá de lo estrictamente necesario.
Se presentaba a unas oposiciones en una brumosa ciudad a orillas del Ebro, y dio la casualidad de que allí residía una conocida de su madre. Fue ella la que se empeñó en ponerse en contacto por teléfono. La prima, al enterarse de que iría, ofreció su casa. Entonces no le pareció del todo mala idea, sobre todo porque su madre se ilusionó mucho con la posibilidad de restablecer los vínculos familiares a través de él. Además, le venía bien ahorrarse el dinero, que no le sobraba, en un alojamiento.
Reconoció que, a pesar de sus escrúpulos iniciales por enfundarse una prenda femenina, no se veía mal. El diseño era original, y el color grana le sentaba bien. Se lo dejó puesto esa tarde, en la que había refrescado, pero no quiso abusar de la confianza de su prima y se lo devolvió.
Lo que consideraba irresoluble, a pique de destrozar la prenda, al final se resolvió. La mano libre se deslizó con suavidad hasta aparecer por una de las bocas de la gruta plegada. Luego ayudó a dar la vuelta al jersey y liberar a la cabeza. Por último, como si se desollara, el brazo derecho y la mano con el revuelto manojo de llaves. Mientras se dirigiera a la habitación, le daría la vuelta y lo doblaría con esmero posado en la cama.
Era el momento de abrir la puerta. Se relajó aún más, convencido de que era imposible que su prima hubiera llegado en tan breve espacio de tiempo entre su salida y vuelta. Miró a ambos lados para asegurarse de que nadie le sorprendía manipulando la cerradura. La calle estaba desierta. Con decisión introdujo la llave, pero no pudo hacerla entrar hasta el fondo. La sacó y se aseguró de que era la correcta. Lo era. De nuevo lo intentó, mas no llegó en su recorrido hasta el final. La movió a los lados para comprobar si giraba. Estaba a punto de aumentar la fuerza con la que realizaba la operación, pero, de repente, la puerta se abrió lentamente. Antes de quedar a la vista del todo, se deshizo del jersey arrojándolo sobre el seto que bordeaba las escaleras de acceso. Sin embargo, no pudo evitar que su prima segunda notara la descomposición de sus facciones, así como el nerviosismo patente en sus gestos y en el titubeo de su voz. Al mismo tiempo puso cara de sorpresa al comprobar que su jersey grana se hallaba desbarajustado sobre las ramas del arbusto.
Contemplando su asombro, se acordó de su madre y sus ocurrencias, y se arrepintió de no haberse hospedado en una pensión.
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