Cuando alguien es capaz de dormir en la arena a plena luz del día, con el sol mostrando con ímpetu su brío provocador y el bullicio multitudinario aturdiendo el alma de todos, ese ser humano ha de estar poseído de una fatiga infinita, y su único consuelo ha de ser el sueño profundo. Solo, tendido sobre la toalla, rodeado de padres que vigilan que sus hijos no se pierdan, de jóvenes alegres que irradian vida por todos sus poros, de ancianos ansiosos de una conversación interminable. Solo, sin pensar; solo, atrapado en las alucinaciones oníricas que crean un mundo diverso e incontrolado, tan perturbador como la vida que espera nada más que despiertes. Solo, con el ronquido profundo de un mar que se aleja y que vuelve. Solo, notando los espasmos en las piernas, la picazón de unos rayos ardientes en tu piel. Solo, incapaz de despegar los párpados, cuando sientes que el mundo que te rodea te exige que vuelvas a él y le rindas cuentas.
Solo, desesperado por no querer salir de ese sueño profundo, aprietas sufriendo los ojos, deseando hundir la rutina y las obligaciones en lo más insondable de tu mente… Es una granizada ardiente de arena sobre tu iris, como un latigazo áspero, el que te devuelve a la realidad. Llevas las manos para aliviar el dolor y tratar de apartar esas minúsculas partículas de sílice que se han adherido en el globo ocular y las pupilas. Las presentiste antes de que impactaran, pero no te fue posible bloquear del todo tus párpados, cuando el animal impetuoso se acercó a ti a coger la pelota levantando con su frenada en seco un alud de arena. Te restriegas sin parar, consciente de que a lo mejor tú mismo te provocas heridas, sin lograr apartar las partículas.
—Perdona, es un animal muy juguetón —alguien se disculpa.
No puedes mirarla. Sigues con los ojos cerrados. Es una mujer la que está a tu lado. Se percata de que te encuentras en un aprieto. Se va y vuelve con un pañuelo de papel. Te lo entrega para que lo utilices en vez de tus manos.
—¡Cuánto lo siento!… ¡Cuántas veces te he dicho que no corras como un loco! ¡Mira lo que pasa! —Te quedas perplejo con la regañina de la dueña al animal, que sientes más tú que el perro, como si la culpa hubiera sido tuya por no estar atento a lo que sucede alrededor.
—No te preocupes —le dices para que se aleje y te deje en paz.
Al irse, recuperando la vista momentáneamente, la acechas cuando te da la espalda, hasta que se detiene y te mira de nuevo. Los dos os quedáis observando. Ella se desentenderá; ya ha hecho lo que tenía que hacer: ha sujetado a su animal y te ha socorrido. Lo que suceda a partir de ahora no es de su incumbencia. Tú la sigues observando con insistencia, pese a las molestias. Primero te alegras de haberla alejado, pues por el contacto mantenido, su reacción te parece repulsiva. Pero no eres capaz de quitarle los ojos. Hay algo en ella que te resulta conocido. No puedes estar seguro. Con la visión distorsionada, escrutas sus rasgos caricaturizados intentando encontrar unos anteriores idealizados que el paso del tiempo ha transformado en grotescos esperpentos. Crees identificar un brillo a punto de extinguirse en sus ojos que te evocan a alguien, pero esa persona era muy diferente. Ha transcurrido mucho tiempo entre el recuerdo que conservas de esa chica de poco más de dieciséis años y esta mujer de piernas hinchadas y un cuerpo desbordado y unos mofletes ridículos y un cabello seco. Cierras los ojos, porque con los párpados cerrados, mitigas el dolor, pero, sobre todo, porque aprovechas para recordar a esa chica que con el paso del tiempo puede haberse transformado en esa mujer que se dirige al perro, que, si hubieras continuado con ella, de igual modo te hablaría a ti. Te asustas de que sea posible. No lo puedes aceptar. Sería admitir que todo es vana apariencia. ¿No queda nada de lo que fuimos? Podrías asumir las consecuencias de la erosión del tiempo en nuestros cuerpos. Tú mismo no eres ajeno a ese desgaste, porque el deterioro, aunque no lo aceptes, está en ti. No te importa mirarte en el espejo, pero no quieres ver las fotografías en las que tu imagen se quedó fija en el papel. Esa sucesión de instantáneas que recogen a cámara lenta la película de tu vida son una prueba de tu decadencia. Sin embargo, no puedes aceptar que el espíritu alegre, divertido y entusiasta de esos jóvenes que fuisteis, con el paso del tiempo haya desaparecido en esa mujer que aún persiste en mostrar curiosidad por tu persona.
Sí, ella también te observa. Tal vez solo esté preocupada por la lesión ocular de la que aún te resientes, pero es posible que además te haya reconocido y realice un análisis similar al que tú efectúas. ¿Cómo saldrás parado? Quizá recupere la imagen espigada, atrevida y vitalista de tu juventud y te vea ahora postrado, incapaz de enfocar la vista, y tal vez con la sensación de que tienes miedo a enfrentarte a lo que te queda de vida. Es posible que se haya dado cuenta de que llevas dormido a plena luz del día mucho tiempo, que estás solo.
Te atemorizas de que sea veraz que ella se forme esta imagen de ti, como te abate a ti la posibilidad de que la dueña del perro sea esa chiquilla con la que compartiste la ilusión de un amor durante unos instantes.
Mientras la ves que sale corriendo detrás del perro, llamándolo y regañándolo por ser desobediente, y el animal la mire intentando adivinar en sus ojos y por el tono de su voz lo que le quiere decir, recoges la toalla y tomas las sandalias sin calzártelas y te retiras huyendo de un presente aterrador sin mirar atrás.
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