Intento recordar el nombre de esta ciudad polaca a la que queremos ir, por eso mi mente asocia la palabra a uno de los personajes de Pic—Nic, obra de teatro de Fernando Arrabal, cuyo nombre es Zapo: Cepo y Zapo, los soldados enemigos… Hemos conseguido los billetes en el último momento. Se trata de unas cartulinas alargadas en las que aún está fresca la tinta de impresión. Uno para cada uno de nosotros cuatro, pero soy yo el que los llevo. Con ellos en la mano, siento cierta satisfacción por haberlos conseguido a tiempo. La parada se halla situada en una explanada con una ligera ondulación por donde transcurre la vía. De frente se divisa una leve loma que muy poco a poco va ganando en altura. En el campo las plantas de cereal están a punto de alcanzar una cuarta y se mecen con una ligera brisa cálida, pese a la luz cenicienta. Cuando aparece la enorme cabeza tractora por la izquierda, me percato de que mi hija no se encuentra con nosotros. La veo a mi derecha siguiendo las líneas discontinuas de un paso de cebra estrecho que cruza las vías. Me alarmo no solo por no estar en nuestra compañía, sino porque la veo despistada, como si fuera escuchando música con auriculares, y temo que no se percate de que el tren avanza y se la puede llevar por delante. Salgo corriendo para evitar el accidente y consigo empujarla cuando está punto de que la máquina se la lleve por delante. Se sorprende de mi ímpetu y de mi cara de enfado sin percatarse de que la acabo de salvar la vida. La agarro de la mano con la intención de reunirnos con el resto de la familia. Mientras tanto, el convoy se ha detenido y los viajeros se arriman al primer vagón de cuya puerta desciende un revisor gordinflón. Advierte que solo quedan doce plazas libres, por lo cual se improvisa una cola. Aunque tengo a la vista a mi mujer y a mi hijo, calculo que no van a entrar, mientras mi hija y yo sí lo podríamos lograr, pero, en el momento de indecisión, otras personas se adelantan.
—Ya no pueden entrar más, el vagón está lleno —dice el revisor.
Nos quedamos sin saber qué hacer, al igual que otros desafortunados, pero, después de unos segundos paralizados, la gente intenta coger el tren desobedeciendo al interventor.
—Vamos, hay que subir —les ordeno a los míos.
Se produce un alboroto y pierdo de vista a todos, pero estoy casi seguro de que mi familia ha logrado montarse: mi hija, por la misma puerta vetada por el revisor, y mi mujer y mi hijo en los vagones segundo o tercero. Es verdad que los pasillos se hallan repletos de viajeros y que parece que ya nadie más cabe, pero, viendo el andén vacío, me convenzo de que han logrado abrirse paso entre esa barrera humana apretada que parecía imposible franquear. Solo quedo yo sin subir. Voy recorriendo la línea de coches. Oigo al revisor detrás de mí voceando y muy enfadado por haber sido incapaz de impedir el acceso a los otros viajeros. Intentará, por último, frustrar mi subida. Continuo la línea de vagones y veo tan llenas las entradas, que desisto de ascender, no solo por no hallar espacio para una persona más, sino porque me alarmo del peligro que van a correr cuando comience la marcha, ya que no se podrá cerrar la puerta y la posibilidad de caer por los terraplenes era considerable.
Apurando mis probabilidades recorro los siguientes vagones. Todos están cerrados, como si el maquinista hubiera bloqueado su apertura por estar ya completos. Intento desbloquear las puertas, pero se resisten. Lo consigo con una de ellas, que se mueve lentamente. Me parece milagroso moverla. Cuando estoy en medio de las escalerillas, miro al andén. Ya no oigo al revisor; también compruebo que no queda nadie, por lo cual me tranquilizo una vez más pensando que mi familia ha conseguido subir. El tren se pone en marcha, aunque yo no la percibo hasta que veo cómo el paisaje de árboles y llanuras verdes pasa por una de las ventanillas. Seguro de que avanzamos, me dirijo al interior del vagón. Los asientos están ocupados, sin embargo, viendo cómo la gente se apelotonaba en los anteriores compartimentos, creo que voy a viajar con mucha holgura. No tomo la decisión de acomodarme en ningún sitio, pues me asaltan una serie de preocupaciones. No estoy seguro de que el revisor no me busque para sancionarme por viajar cuando ya no cabían más viajeros. Intento tranquilizarme confiando en que no sea capaz de identificarme, ya que era improbable que me hubiera visto la cara. Por otra parte, en este vagón hay plazas suficientes, aunque recordaba sus advertencias anteriores a los que se quedaban en tierra de que también había que pensar en los viajeros de las siguientes estaciones. De todas maneras, lo más acuciante era saber lo sucedido con los míos. Cavilé si era oportuno pasar de un vagón a otro hasta dar con ellos. Iba a ser una empresa complicada sabiendo lo apretado que iba la gente; por otra parte, el temor a cruzarme con el revisor seguía atenazándome. Confiaba en que cuando llegáramos a Zopotastro nos reuniríamos, mientras tanto no podía tranquilizarme dando vueltas a que, con probabilidad, mi hija viajaba sola en un vagón y mi mujer y mi hijo lo hacían en otro. Aunque el tren avanzaba rápido y sin parar en ninguna otra estación, y con seguridad no tardaríamos en alcanzar nuestro destino, a medida que pasaban los minutos, mi inquietud aumentaba, sin ser capaz de comenzar a indagar dónde paraban. Por eso, cuando me tocaron en el hombro y comprobé que mis hijos y mi mujer estaban delante, sentí alivio, al tiempo que fui consciente de mi pusilanimidad. No intenté disimular mi frustración. Me acomodaron en un sitio en el que pude descansar y realizar el resto del viaje hasta llegar Zapotastro.
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