De las recreaciones que era capaz de formar en mi mente del cielo y del infierno, las de este último eran más vívidas y coloridas que de las del primero. En el cielo predominaban las tonalidades suaves y difuminadas y me sentía como una oveja amodorrada y ensimismada contemplando al Divino Cordero. En cambio, el infierno era trepidante, con subidas y bajadas, cruces de personas que no paraban de ir de un sitio a otro. Todos lucían coloridos vestidos rojos y amarillos y muchos llevaban calados sombreros o gorras, quizá para protegerse de un sol negro. Si no me hubiera asegurado don Macario, el cura bonachón de mi pueblo, que en el cielo se gozaba de la presencia del Señor y que en el infierno uno estaba rodeado de llamas, y que estos estados eran para toda la eternidad, quizá habría probado, aunque solo fueran unos instantes, la vitalidad que reinaba en el infierno. Algo parecido me repitieron los hermanos maristas cuando me reclutaron para comprobar si tenía vocación religiosa. La idea que nos inculcaban era que merecía vivir en la tierra con sufrimiento y soportando las exigencias estrictas impuestas por la fe, porque, después, gozaríamos para siempre del cielo. Sus enseñanzas me parecían asumibles: no era demasiado soportar las condiciones de una doctrina estricta de privaciones y de sumisión a la voluntad de Dios, si después lo iba a pasar divinamente en el cielo. Sin embargo, no lograba imaginar con claridad la alegría y las dichas que disfrutaría. Aun así, sumiso, acepté la opinión de los demás, quienes, como si ya hubieran experimentado esos placeres, aseguraban que no había nada comparable a la felicidad que reinaba allí.
Los escasos momentos de libertad en el riguroso horario del internado se daban durante los paseos vespertinos de los domingos. Disponíamos de dos horas para salir del colegio y hacer lo que quisiéramos. Todos bajábamos hasta la estación de ferrocarril. A mí me gustaba contemplar la entrada del tren de Salamanca que pasaba por mi pueblo y me llevaba al colegio tras las vacaciones, y en el que partía de nuevo cuando llegaban las de Navidad o verano, una vez concluido el curso escolar. Tenía la esperanza de ver algún paisano para mandar recuerdos a mis padres y hermanos y, al mismo tiempo, ver una cara conocida. Casi siempre volvía decepcionado por no encontrar a nadie, y con una profunda congoja, pues mi anhelo insatisfecho era haberme subido al tren y regresar con mi familia. La pena que me acompañaba la procuraba mitigar con la dulzura de los caramelos comprados en el quiosco.
De todos modos, no era la angustia por estar en un lugar extraño y lejos de los míos lo que más me perturbaba y me hacía regresar al colegio triste y sin las fuerzas necesarias para soportar otros siete días de disciplina y vigilancia por parte de los hermanos, quienes, en cuanto se convencían de que no tenías futuro en su congregación, te despedían sin contemplaciones. Lo que más me dejaba aturdido era pasar por una discoteca a medio camino entre el colegio y la estación de tren, cuyo nombre era El Quinto Infierno.
El letrero, que se encontraba por encima del dintel de la puerta de acceso, me producía escalofríos. La rotulación estaba confeccionada con los colores rojos y amarillos y con la electricidad con la que yo me imaginaba el infierno. Tanto a la bajada, como a la subida de regreso, estaba cerrada, aunque ya de vuelta hubiera algún coche aparcado que yo creía que era de los camareros que preparaban la barra para servir las bebidas. Invariablemente mis zancadas se aminoraban al pasar por allí, pues me fijaba en el nombre, como si fuera una provocación que me resultaba sorprendente por ser permitida por las autoridades civiles y religiosas. También albergaba la esperanza de que alguna vez la discoteca estuviera abierta y en pleno funcionamiento para complacerme observando el trasiego de la gente que acudía a divertirse. Nunca había entrado en un antro así, pero me lo imaginaba a partir de los bailes que se celebraban en el salón del tío Baturro de mi pueblo. Sabía con seguridad que la luz de las bombillas a la fuerza no debería ser tan sucia ni tan descarada como la iluminación del salón local. Tampoco era probable que el encargado del establecimiento mirara por la moral con la que los jóvenes regían sus relaciones, como hacía mi paisano. Pero, sobre todo, estaba seguro de que las chicas y chicos que allí se divertían eran por completo diferentes a los mozos y mozas de mi pueblo. Me los imaginaba más guapos y altos y más abiertos en la expresión de sus sentimientos, por lo cual, bailar y abrazarse y besarse era pan comido. Con todo, estas recreaciones las efectuaba con la zozobra de que llegara el hermano director en su Renault 4 y me sorprendiera en el momento en el que con más intensidad veía dentro de mí lo que sucedería unas horas después, cuando todos estuviéramos durmiendo en el inmenso dormitorio común. No me quedaba más remedio que mirar de vez en cuando a la carretera para asegurarme de que ningún coche blanco se aproximaba; después, con rapidez, volvía a representar todo el ambiente que se originaría en el local de desenfreno. Cuando cruzaba el puente que sorteaba la autopista, antes de perder de vista la discoteca, me daba la vuelta para contemplarla una última vez y así llevarme un grato recuerdo con el que seguir imaginando las sesiones que allí se celebrarían y que yo nunca vería…
Esa fue mi obsesión durante los tres primeros años de Bachillerato. Después pasamos a otro colegio en la provincia de Guadalajara. A esas alturas, más de la mitad de los compañeros iniciales nos habían abandonado, la mayoría expulsados por no ser aptos para la vida religiosa, expresión en la que cabía todo tipo de conductas intolerables para los hermanos. Mi convicción era que yo tampoco tenía vocación religiosa, pero me mentalicé de que si quería abandonar los barrancos de las canteras de mi pueblo, en los que me habría de ganar el pan de cada día, me convenía aplicarme y procurar que no me pillaran cometiendo una falta que supusiera la expulsión. Mi lucha para estar mentalizado durante los tres siguientes años no sufrió merma, pese a ser consciente de que las pulsiones sexuales me podían jugar una mala pasada. El Quinto Infierno ya no era la discoteca en la que imaginaba una diversión que compensaba las calamidades, sino la búsqueda incansable en la propia Biblia de historias libidinosas ocultas en sus páginas. En la hora de lectura piadosa o en la soledad de mi habitación, me dedicaba con fruición a releer los versículos en los que se desgranaban historias de rameras, de hijas que se acostaban con su padre, de esposas que ansiaban la presencia de sus maridos, de ciudades que se entregan a la lujuria… Reflexionaba que la vida con su plenitud está presente en todas partes: en el libro sagrado; incluso, en las altas paredes de la finca en la que se encontraba el colegio, y que necesariamente todos debíamos enfrentarnos al impulso sexual, que al igual que el infierno, nos atraía irremediablemente con su poderosa vitalidad.
Fui uno de los pocos que terminamos sexto. Al final, yo mismo me despedí al comunicar al hermano director que mi vida no se encaminaba por la senda religiosa. Lo dije con serenidad y sin miedo y, en cierta medida, orgulloso de que no hubieran sido capaces de detectar que los había estado engañando durante esos años.
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