La mañana se desperezaba lentamente en esa ciudad del centro de la península. Las nubes, cuando no las nieblas, la arropaban en una asfixiante sensación de enmohecimiento. El aire era irrespirable y el menor esfuerzo físico exigía captar a bocanadas el oxígeno. La desidia y el aburrimiento, tanto como la niebla y la humedad, caían del mismo modo que una losa sobre las empresas que sus habitantes intentaban sacar adelante. Salamanca era una localidad chorreante, gris y oscura esos días. Estos condicionantes atmosféricos afectan tanto al cuerpo como a la mente: no hay espíritu de lucha. En cambio, se defiende el modus vivendi devenido de las rentas de los bienes pasivos. Con poco se vive: no hay ni se crean grandes necesidades. El transcurrir diario es el gran aliado; no hay prisas. Dichas impresiones, para un originario de la ciudad, serían consideradas apreciaciones pintorescas de turista extranjero del siglo xix al que no habría que criticar, sino más bien agradecer por las molestias que se había tomado para venir desde tan lejos a contemplar algo tan sencillo y corriente como era su forma de vivir, por lo cual se mostrarían simpáticos y afectuosos con él, pero al mismo tiempo, en su fuero interno, considerarían al autor de esas notas descriptivas una persona un poco tocada de la cabeza.
Para Chomín, por las horas que corrían, que se aproximaban a las doce, era el momento más oportuno para tomarse unas cañas. Con un poco que jarrearan se les haría la hora de comer y la mañana habría concluido. Si hubiera estado de servicio con otro colega de la comisaría, no habría dudado proponérselo, pero con el madrileño titubeaba, porque no sabía qué costumbres se regían en la capital.
—¿Por dónde seguimos? —le interrogó muy bajito como si fuera una pregunta absurda, porque no iba a aceptar sugerencia alguna.
Ambrosio Escaleras, buen observador de los menores temblores anímicos de sus interlocutores que reflejaran sus intenciones y deseos, no prestó la debida atención a esas vibraciones secretas. Consideraba que el policía salmantino le había comido terreno en la dirección de las investigaciones y que era el momento oportuno para dar un relevo y situarse en cabeza de pelotón, aprovechándose de la situación de incertidumbre de su compañero.
—Pues si no está muy lejos la sede del PSOE, nos podíamos acercar a dar una vuelta por allí a ver qué nos cuentan.
A Chomín se le enturbió el alma y el estómago respingó al oír esa salida por peteneras. Él, que empezaba a segregar saliva pensando en el picante de los callos que pediría de aperitivo con la caña… Sacó un pitillo para calmar el ansia de esa imagen frustrada. Bien pensado, lo lógico era eso: dar una vuelta por la sede, pero ¡a esas horas!…
Una vez aparcado el coche en una calle que desembocaba en la avenida Canalejas, el que iniciaba la marcha era Escaleras: las zancadas eran superiores a las de Chomín y el movimiento de avance más enérgico y suelto que los pasos remolones del otro, que lo seguía casi con dificultad.
—Se encuentra allí, a la izquierda, una vez vuelta la esquina —indicó para que el de Madrid tuviera clara la meta de tanto apresuramiento.
La sede provincial del Partido Socialista guardaba por aquel entonces el aire provisional de los locales pertenecientes al patrimonio sindical de la República, devueltos por el Estado a raíz del restablecimiento de la democracia. Todavía se percibía el tufillo proletario. En los ventanales había adosados grandes carteles reivindicativos del sector obrero y de protestas antiguas. Se parecían a los inmensos estandartes de un buque armado, botado para defenderse de opresores capitalistas. En otras ventanas, esos pósteres se asemejaban a titulaciones académicas, enmarcadas con el propósito de dejar patente su valía en la defensa de los oprimidos, como el médico u otros profesionales exponen en las salas de espera sus títulos universitarios para tranquilizar a sus pacientes o clientes y darles la necesaria seguridad de que van a ser tratados por un profesional con un prestigio reconocido y avalado por el renombre de las instituciones donde cursaron los estudios. No eran pegados con un afán decorativo ni tan siquiera informativo —para eso habían situado encima de la marquesina un letrero que incluso se iluminaba por la noche—, sino para recordar manifestaciones o huelgas pasadas en las que el grupo político había desempeñado un protagonismo decisivo en las conquistas sociales. Todo ese ornato ya no era adecuado para el papel que representaban los socialistas en esos momentos. Era como si una compañía de actores actuara en un escenario en el que la decoración perteneciera a otra función y los decoradores y tramoyistas hubieran olvidado cambiarla.
Algo llamó la atención de Ambrosio Escaleras cuando desde la acera contraria contempló el amplio edificio. En esa gris y casi mugrienta pared, con sus banderas emblemáticas ondeando según la brisa que venía avenida abajo, con sus carteles y pósteres, con sus pegatinas adhesivas pegadas en las paredes, había señales chocantes. Era obvio que, además de esa profusa decoración, la fachada mostraba las secuelas de una contienda, como si se hubiera transformado en una barricada. Los impactos amarillos y resecos de los huevos, rojos de los tomatazos, secos y podridos de los patatazos y contundentes y demoledores de las pedradas se esparcían por el muro, sin dejar ni puerta, ni ventana, ni cristal sin mancha o agujero.
—Han sido los estudiantes —le aclaró Chomín al observar perplejo a Escaleras—. No sé adónde iremos a parar, aunque tampoco me extraña el comportamiento de los universitarios. Hace años el enemigo y el agente de la opresión era la policía, ahora, tanto ellos como nosotros pasamos los unos de los otros. Si hay manifestaciones, antes de cargar dialogamos amigablemente y casi nunca hay que intervenir porque nosotros también cedemos y dejamos que se desahoguen un poco y hagan alguna trastada y todos contentos. Pero ahora, ¡sorpresas te da la vida! A quien atacan es a sus antiguos valedores, los socialistas y comunistas. ¡Claro que estos pesoístas tienen de izquierda lo que yo de cura!
La sede del partido era un hervidero de afiliados que deambulaban velozmente por los pasillos y dependencias como si se tratara de un hormiguero. Pasaron delante de la garita acristalada del que parecía ser un conserje, pero este, sumido en la lectura de La Gaceta Regional, no les prestó atención.
Era difícil decidir a quién interpelar en una cuestión como la que se traían entre manos. Por otra parte, los dos investigadores desconocían la jerarquía de cargos dentro de un partido político. Así que, cuando sobrepasaron la zona de vigilancia del recepcionista, reflexionaron y, rectificando, volvieron hasta el pequeño kiosco para informarse por medio del portero. Se presentaron como policías que querían entrevistarse con algún responsable del grupo en la provincia. No especificaron que era por lo del caso del diputado, mas el conserje, que no tenía un pelo de tonto, comprendió al instante por qué estaban esos señores allí. Los acompañó hasta una pequeña oficina en cuya puerta colgaba un cartel que rezaba «Relaciones Públicas». La ausencia inesperada de la persona al cargo supuso una contrariedad para el bedel, al que no le quedó más remedio que acompañarlos hasta el piso superior por medio de una sucia escalera donde se prodigaban las colillas junto a acumulaciones de polvo y arenilla en las esquinas de los peldaños. Antes de que el ujier siguiera avanzando, alguien lo llamó por su nombre de pila y le preguntó a quién buscaban los dos caballeros. Mediante una breve y enigmática mueca dio a entender lo que deseaban.
—Está bien; si son tan amables de esperar aquí sentados un instante, enseguida los atenderemos.
Y, señalando con la palma extendida unos sillones rígidos que se hallaban pegados a la pared del pasillo, desaparecieron al unísono: el conserje, al piso inferior, y el desconocido, en el laberinto enmarañado de dependencias. El ambiente era denso a consecuencia de la acumulación de humo y de la poca ventilación. La mayoría de los que pululaban por allí llevaban en la mano o en la boca un cigarrillo encendido. Estimulado por el olor a tabaco, el mismo Chomín prendió otro.
Los dos se miraron expresando la misma incertidumbre sobre cómo deberían llevar adelante el interrogatorio. No se habían puesto de acuerdo ni habían previsto una estrategia mínima común. Y quizá lo que más los atormentaba era que no sabían con quién se las tendrían que ver. Los dos confiaban en la soltura y la iniciativa del otro para remediar y solventar esa situación.
No tardaron en presentarse dos caballeros que se prestaron para servirlos en lo que fuera necesario.
—Yo soy Eusebio Montero, senador por la provincia, y él, Roberto Láinez, responsable de finanzas del Partido y miembro de la Diputación Provincial.
Se dieron la mano y los dirigieron a un despacho que los inspectores no imaginaban que pudiera albergar tal edificio y tales dependencias. Era un oasis de paz y buen gusto dentro del barullo obrero reinante. El mobiliario, sin ser clásico, proporcionaba a la sala una escenografía llamativa, fruto tal vez de la ordenación de los elementos decorativos por algún profesional en la materia. Con todo, lo más innovador en esa atmósfera era la luz del habitáculo, una luz clara sin ser deslumbrante que resaltaba el perfil de los rostros y las aristas de los muebles. En ese ambiente, la personalidad de los dos políticos, con sus trajes de marca y con sus cutis morenos que parecían habían sido rociados con una loción para después del afeitado, anonadaba a los pobres policías, deslumbrados tanto por la estancia como por el pergeño de los diputados.
Volvieron a intercambiar miradas temerosas los dos servidores públicos. Un pequeño intervalo de silencio surgió después de la presentación y fue el momento en el que Escaleras inició el interrogatorio.
—Muy amables. Sabrán con certeza el motivo de nuestra presencia aquí…
Nadie le contestó ni sí ni no, ni tan siquiera con la anuencia de un movimiento gestual.
—… incluso ya habrán recibido alguna otra visita de colegas nuestros.
Tampoco abrieron la boca. Simplemente se miraron a los ojos para comprobar si era verdad lo que aseguraba el inspector y ambos expresaron la incertidumbre del que no conoce nada.
—Sabrán que su compañero ha sido asesinado en Madrid hace…
Las miradas que se cruzaron en ese instante se interrogaban sobre la coherencia y la compostura del policía.
Escaleras percibía con demasiada nitidez que sus tentativas de discurso fracasaban cada vez que abría la boca. Le echó una mirada furibunda al charro para que le tendiera una mano en esa situación tan embarazosa; pero el otro, en un segundo plano, se desentendió.
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