Estar sentado en la boca de una cueva observando cómo llueve o en un banco protegido por la cornisa de la estación de Francia de Barcelona es lo mismo. Es la sensación de estar resguardado de las inclemencias, ya sea la lluvia, el viento, el sol abrasador o la fría nieve. Pero, sobre todo, es la complacencia del tiempo muerto, en el que el transcurrir de los minutos, las horas y los días carece de importancia. No importa que no corra el jornal, porque no se necesita dinero para sobrevivir.
No sabía por qué estos pensamientos acudían con frecuencia mientras permanecía sentado en aquel banco que había terminado por pertenecerle. A él, un vagabundo, y a los que podía llamar sus compañeros. Los tres dejaban pasar el tiempo sentados, viendo las caras de los viajeros que llegaban y las espaldas de los que salían. Ese lado de la estación estaba resguardado de las ráfagas inclementes y del sol, que apenas rozaba sus pies con un calor suave en invierno y agradable en verano. Su perspectiva actual no difería mucho de la que alcanzaba a divisar desde la cueva en la que, a veces, buscaba refugio; otras, la soledad placentera que le alejaba de las preocupaciones diarias. Encinas, la vegetación rala, los esquilmados rebaños, la laboriosidad de las canteras que le resultaban molestas, las nubes errantes que unas veces venían de occidente; otras del norte, sin saber nunca qué camino seguir...
Desde la penumbra de la oquedad que las piedras de granito redondas habían formado, contemplaba aquel panorama. Escuchaba la lluvia caer, el ulular del viento, el grito sordo del hielo, el silencio blanco de la nieve. También las voces de los pastores maldiciendo a su ganado y a los perros que, con las orejas gachas, temían a sus amos; y los lamentos de los canteros, que maldecían el frío de las piedras y de los punteros que sostenían en sus manos. Nada de eso lo había olvidado, aunque su vida ahora transcurría en la ciudad. Había decidido no volver a ver las señales del arado en los campos, ni las praderas que alimentaban al ganado, ni los berrocales que destruían los sueños de los canteros.
Llegó a Barcelona porque, sin conocerla, intuía que le gustaría, pero, sobre todo, porque necesitaba alejarse lo más posible de su lugar de origen, para no caer en la tentación de regresar. Sabía que en esas tierras inclementes nunca sería feliz, al igual que sabía que a las personas que se llamaban su familia no les importaba. Cuando su madre murió, aguantó hasta la misa de los siete días. A la mañana siguiente, sin despedirse de nadie, fue a la estación y tomó un tren hacia Madrid. Apenas arrancó el tren, sin haber siquiera ocupado su asiento, abrió la ventanilla mientras cruzaban el túnel y arrojó la llave de la casa que nunca más volvería a habitar. En Madrid, tomó otro tren a Barcelona y llegó a la estación que, desde entonces, se convirtió en su nueva morada. Se sentó en aquel banco en el que, cuarenta años después, aún permanecía, observando el paso de la vida sin pasión, con la despreocupación pueril de la desgana y la certeza de lo absurdo de la ambición. Le resultaba preferible dejarse llevar por el suave transcurrir de las horas, los días, las semanas, los años, los domingos, las fiestas…
La estación era su hogar: en el banco pasaban las horas; dormían en una vieja caseta de guardagujas que nadie se había molestado en derribar cuando dejó de ser útil; los baños públicos servían para asearse, y conseguían el escaso sustento que necesitaban en los alrededores. Nunca sufrió el hambre feroz, ni el látigo del frío, ni el fuego inclemente del sol. La envidia no encontró un resquicio en su alma, y la lujuria, como un fuego sin leña, se extinguió. Podía asegurar que no se sentía solo, aunque las conversaciones con sus compañeros fueran esporádicas, pero con una continuidad que no tenía final.
Mariana fue la primera en ocupar el banco. Cuando él llegó, se sentó a su lado y ambos supieron que esa amistad sería para siempre. Germán fue el último en acercarse. Se acomodó en el medio, mirándolos a los dos como si pidiera permiso para ocupar su lugar. Ninguno respondió, pero al cabo de media hora, los tres sabían que no acogerían a nadie más, y que compartirían sus vidas por mucho tiempo.
Desde aquel primer día en que los tres ocuparon el banco, cada uno se sentaba siempre en el mismo sitio: Germán en el medio, Mariana a su derecha, y él a la izquierda. Rara vez se miraban entre ellos. Mariana se fijaba sobre todo en los zapatos y maletas de quienes entraban y salían; Germán observaba los rostros y los labios de los que hablaban, y luego les contaba fragmentos de las conversaciones que escuchaba. Él, por su parte, se fijaba en el cielo y anunciaba los cambios inminentes del tiempo, complaciéndose cuando acertaba y apesadumbrándose cuando fallaba, porque consideraba la meteorología una ciencia inalcanzable.
Casi nunca durante el día desocupaban el banco. Uno de ellos siempre quedaba de guardia para disuadir a extraños de sentarse. Ninguno sabía cómo los otros conseguían la comida o los andrajos que vestían, pero siempre compartían lo que tenían. Sin embargo, al ir a dormir a la caseta del guardagujas, no llevaban nada consigo, salvo los restos de comida que no hubieran consumido.
Así vivieron aquellos años felices, en los que su vida consistía en contemplar el incesante ir y venir de la estación, hasta que una mañana, después de un sueño más reparador de lo habitual, al dirigirse a su banco, descubrieron que había desaparecido. Solo quedaron las virutas de acero y los tocones de las patas serradas. Entonces comprendieron que su mundo había llegado a su fin.
No se despidieron. Cada uno tomó una dirección distinta. Él no quiso salir de la estación. Tomó el primer tren hacia Madrid y, cuando llegó, cogió el que lo llevaría de vuelta a su pueblo.
Nadie lo esperaba en la estación.
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