Si se quedaba parado, sin respirar, y el viento dejaba de soplar, oía el rumor del río descendiendo con fuerza los últimos rabiones antes de incrustarse en la aterida tranquilidad de los campos de cereal. Percibía el roce de las muelas de los molinos movidas por el agua canalizada. La fuerza de la corriente conseguía arrastrar la redonda piedra que machacaba con otra gemela los granos de cebada.
Al
otro lado del río, se hallaba Pedrera. Los dos pueblos gozaban de una
idiosincrasia particular muy relacionada con la brutalidad y valentía de sus
canteros; sin embargo, nunca se habían producido enfrentamientos directos.
Procuraban evitarse, observándose en silencio y admirándose mutuamente. Los de
Cantal de las Encinas apreciaban la solidaridad y el desarrollo industrial
alcanzado por los de Pedrera; estos, a su vez, alababan la personalidad, el
carácter individual, la cabezonería y la habilidad de los canteros rivales.
Ninguno andaba desencaminado; ambos se complementaban. Pedrera, a pesar de
carecer de tradición picapedrera y del menor número de sus canteros, debido a
su posición privilegiada, se había convertido para la sociedad ferroviaria en
el centro del aprovisionamiento de granitos en el momento de la expansión del
ferrocarril hacia la zona norte del país. Cantal de las Encinas no fue ajena a
esta explotación industrial por la misma compañía durante la construcción de la
línea oeste, con muchos menos kilómetros de recorrido que la anterior. Así,
cuando finalizó el trazado, las canteras de Cantal, como la del Apartadero, se
cerraron y solo quedaron los yacimientos de Pedrera para abastecer a la
empresa. Esta vicisitud fue decisiva en la configuración de la personalidad de
los habitantes. El carácter industrial de la explotación minera de Pedrera, el
depender del jornal, el cumplimiento de una jornada rígida de trabajo, estar
vigilado por un capataz y, por tanto, no sentir una satisfacción personal por
el trabajo realizado, confirió una solidaridad a todo el pueblo frente al
patrón. No era de extrañar que se les tildara de comunistas y de rojos. Lo
importante era la asociación, antes que el individuo. Este espíritu colectivo
era envidiado por sus vecinos, pues el fruto de esa base solidaria eran los
éxitos y ventajas que habían logrado con respectos a otras poblaciones.
Disponían de biblioteca, publicaban una revista, organizaban actos culturales
impensables en un pueblo de su tamaño e incomprensibles para las gentes de la
comarca. En una palabra, bullía en el ambiente un afán participativo y
solidario. En cambio, en Cantal de las Encinas, sucedía lo contrario. Cualquier
conato de actividad colectiva estaba abocado al más absoluto fracaso. Los
vecinos se miraban con desconfianza y nadie creía en la liberalidad del
prójimo. Como consecuencia, la conflictividad era frecuente: los hermanos no se
trataban entre ellos; padres e hijos dejaban de dirigirse la palabra; amigos de
toda la vida pasaban a odiarse sin que acabara de entenderse el porqué; novios de
otros tiempos se calumniaban después de la ruptura; los vecinos no se
saludaban... En este ambiente distante era impensable cualquier iniciativa
comunal. Todos se quejaban del resentimiento reinante, sin que nadie encontrara
una fórmula para lograr la confianza de los unos con los otros.
No
quiso avanzar hacia el río y retrocedió buscando Arco Conejeros. El semicírculo
de piedras de la portada se mantenía en pie de milagro, mientras que las de la
construcción eclesial se amontonaban siguiendo la línea de las antiguas
paredes. Esas ruinas le provocaban una desazón intensa. Le impresionaba que un
pueblo hubiera desaparecido, sobre todo si hacía caso a las teorías mágicas de
los vecinos que achacaban su destrucción a una plaga de conejos o de termitas.
No concebía que unos minúsculos seres hubieran podido derrumbar unas
edificaciones en las que la piedra era la base primordial de la construcción.
La simple idea de que su mismo pueblo pudiera desaparecer en un futuro le hacía
sentirse pequeño al saber de la insignificancia de la vida humana… Por otra
parte, la conservación del arco armado en medio de las ruinas, le sugería la
falsa apariencia de la realidad: lo que parecía más endeble y voladizo había
resistido a lo largo de los siglos, mientras los muros compactos enraizados en
los berrocales habían caído fracturados sin razón aparente.
No
se aventuró a llegar hasta las tumbas hacía poco descubiertas que se hallaban
próximas al poblado. Ya las había visto. Forradas con grandes lanchas, el suelo
y las paredes parecían dispuestas más a recibir a nuevos cadáveres que a
mostrar los restos de los que allí fueron enterrados hacía tantos siglos. No
era el espectáculo tenebroso de la muerte ni las tinieblas siniestras del otro
mundo los que le infundían miedo. Era pensar en la inconsistencia de la vida lo
que le llevaba a evitar la visita. La insignificancia de los restos encontrados
en esos hoyos era lo que habría de quedar de él transcurridos unos años: ni
huesos ni nombre, ni rastro. Todo aquello por lo que el mundo se afanaba era
inútil sabiendo en lo que nos transformaremos cuando el corazón deje de latir.
Retrocedió
buscando una senda que lo llevara al pueblo. Ascendiendo la pequeña pradera por
las minúsculas regaderas de la fuente de El Cristo de Córdoba, que se abrían
camino entre la nieve, alcanzó la peana sobre la que se erigía la cruz con un
Cristo tallado. Lo contempló una vez más. Siempre le resultaba atrayente y,
como de costumbre, se preguntó por el nombre: por qué El Cristo de Córdoba. No
acertaba a encontrar una explicación creíble sobre la elección de una ciudad
andaluza para figurar en un paraje castellano. Esa cavilación desapareció al
observar con detenimiento la talla. Admiró la perfección de la escultura y
envidió la habilidad del cantero que la realizara al no verse capaz de realizar
una labor semejante y por carecer del estímulo artístico que algún que otro
cantero del pueblo, en cambio, sí mostraba esculpiendo en sus ratos de ocio
verracos, escudos y hasta bustos de sus antepasados.
Se
extasió ante la blanca perspectiva que se podía contemplar desde ese punto
medio de la ladera: los berrocales abruptos que sobresalían, las moteadas
encinas cálidas en esa tarde fría, los juguetones chaparros salteados sin
orden…
Arrimado
a las paredes caídas de las parcelas antaño cultivadas, con pasos esponjosos
sobre la nieve tersa, ascendió la amplia majada que conducía a las
inmediaciones del casco urbano. Ya en lo alto dudó si encaminarse a las Eras
Grandes o regresar por la misma senda que había tomado por la mañana. Al final
optó por regresar dirigiéndose de nuevo hacia los lavaderos.
La
tarde, casi sin luz solar, parecía sucia, al igual que la nieve ya maltratada y
en proceso de descomposición que se hallaba en esos caminos por los que los
animales marchaban al abrevadero de la Cruz del Diablo. La blancura inicial
había desaparecido para irradiar una luminosidad pobre que se debilitaba más en
la penumbra del anochecer. Por esa oscuridad creciente y por la confianza de
que solo él andaba por el campo, no advirtió la presencia de una mujer que
salía del camposanto. Las trayectorias de los pasos de los dos confluían en un
mismo camino y, sin percatarse, se dieron de bruces. De haber estado vigilante,
hubiera podido evitarla disminuyendo el ritmo de su avance o escondiéndose en
un rincón hasta que se hubiera alejado; ella, en cambio, no mostró sobresalto
al verlo aparecer a su derecha.
—Buenas
tardes —lo saludó la mujer.
La
reconoció por la voz más que por el rostro o la figura enlutada que desfiguraba
el perfil de su cuerpo. Era Andrea, la hija del tío Joselito y la tía Encarna.
De inmediato, justificó su presencia en las inmediaciones del cementerio,
aunque no entendía por qué estaba por allí tan tarde en un día tan criminal. Su
madre había fallecido no hacía mucho y vendría de verificar el estado de la
sepultura. Ella era la mujer de la casa. No solo era su responsabilidad el
cuidado del padre, sino también atender a sus dos hermanos, Teodoro, el mayor,
y Julio, de su edad, y ambos canteros como él. Su padre seguía cultivando las
tierras con su pareja de borricos, incapaz, por su desgaste físico, de trabajar
en la cantera.
—Um
—fue el estertor surgido de su boca seca que más bien era muestra de
contrariedad por el encuentro, que saludo frustrado.
Andrea
era más joven que él, pero tampoco mucho; quizá dos o tres años menor. Era una
moza alta, delgada, desgarbada y con cierto genio. Nunca se había sentido
atraído por ella. Era una chica más, que pasaba desapercibida en los corros de
mujeres que se movían por las calles, la iglesia o el baile sin que pudiera
individualizarlas.
Se
juntaron poco antes de llegar a las pozas donde los dos caminos desembocan en
uno. Ella se detuvo y lo esperó. Aguzando la vista intentó escrutar la cara del
hombre no para reconocerlo, sino con el fin de averiguar su humor o buscar una
mueca significativa, indicio de un estado de ánimo que la orientara en su
comunicación con él.
—Parece
que no te alegras de verme —Interpretó de esta manera la contorsión facial de
él.
Se
acrecentó el malestar. La cabeza le iba a estallar. Su impotencia para entablar
una conversación le devoraba el alma y le hacía sentirse un ser desvalido
atrapado en una situación que le causaba un sufrimiento incapacitante. Las
palabras se movían locamente en el pozo profundo de su mente sin ser capaz de
rescatarlas y ordenarlas para expresar algo coherente. Esa incapacidad verbal
contagiaba la caja de sus emociones que, al igual que los vocablos, se
revolvían mezclándose unas con otras sin que le fuera posible establecer un
sentimiento claro hacia la chica. Agachaba la cabeza; miraba al suelo. Salir
corriendo para apartarse de ella era la única idea que se cruzaba por su mente,
aunque le fallara el mecanismo para ejecutar ese deseo.
—¿Has
estado lavando con este frío? –Fue la única realidad que le permitió expresar
una oración con sentido, cuando ella se apartó un poco para buscar el barreño
de estaño en el que estaba la ropa ya limpia.
Mientras
tomaba la tajilla y el cubo, contempló durante un instante los muslos frescos
por encima de las ligas de las medias. Era toda una mujer, no la chica menuda y
endeble que aparentaba. Ese detalle le abrió los ojos y fue la llave para
descubrir el cuerpo femenino de Andrea. Su contorneada figura, sus sutiles
curvas se mostraron a pesar del vestido negro y del crepúsculo que emborronaba
el horizonte. Se avergonzó de la excitación espontánea que sentía, por miedo a
no saber cómo manejarla sin ponerse en evidencia. Al mismo tiempo, sintió
fascinación por los inescrutables senderos del deseo: cómo en un anochecer tan
frío y horrendo una mujer que no había significado nada en su vida, se
convertía en el catalizador de una fuerza sexual impensable.
—Échame
una mano.
Descendió
hasta las pozas y tomó el barreño. Pesaba más de lo que se había imaginado y
admiró la callada abnegación con la que las mujeres asumían sus cargas
domésticas. Una vez en el camino, hizo ademán de que le devolviera el
recipiente, pero él caviló que se avergonzaría si se lo entregaba y marchaban
juntos llevando ella el peso, mientras él se metía las manos en los bolsillos;
además, también pensó que se ruborizaría si algún vecino contemplaba la estampa
de los dos caminando uno al lado del otro. A Andrea le complació la galantería
y lo sonrío. Él adoptó una seriedad solemne impulsada por su caballerosidad. El
trayecto que compartían era escaso, pero al hombre, después del ofrecimiento,
no le pareció cortés separarse de ella e hizo ademán de acompañarla hasta su
casa.
—No
es necesario que me acompañes; si estoy acostumbrada a cargar con la ropa
mojada —intentó la muchacha sacarlo del compromiso, aunque su tono no era de
exigencia perentoria para que se produjera el traspaso del bulto.
Sin
apenas darse cuenta, fueron disminuyendo la velocidad de los pasos, como si
desearan que el trayecto se prolongara en ese atardecer turbio. Apenas
intercambiaron palabras, pero el bienestar de la compañía, el placer del roce
de sus manos, las miradas furtivas y sorprendidas originaban una pasión
creciente. Ella se paró. Parecía que algún chinarro se le había metido en el
zapato. Se apoyó en su hombro para no perder el equilibrio mientras se quitaba
el calzado y lo sacudía. Efectuada la limpieza, los dos se quedaron enfrente
unos segundos y se besaron. Un beso tímido, solo esbozado. Los dos se abrazaron
y sintieron el calor del cuerpo del otro. Otra vez sus bocas se aproximaron y
se besaron con ardor, mientras sus manos se acariciaban.
—¿En
qué piensas? —le preguntó ella mirándole con ternura a los ojos, como si
necesitara no solo conocer la pasión de sus besos, sino la plasmación verbal de
sus emociones.
Él
la atrajo de nuevo y la abrazó sin ser capaz de expresar con palabras la
felicidad del presente. Era la primera vez que besaba a una mujer; la primera
vez que su amor era correspondido y eso le producía una satisfacción imposible
de expresar.
—¿Eres
feliz? —Quería saber ella.
No
era capaz de responder con una afirmación; tan solo agachó la cabeza para
confirmar.
De
nuevo reanudaron la marcha. Se enlazaron con los brazos que tenían libres,
mientras con los otros transportaban respectivamente la tajilla y el caldero.
Paraban de vez en cuando y se besaban y apretujaban con el brazo desocupado.
Cualquier ruido era motivo de alarma. Las ovejas balaban hambrientas y ateridas
de frío en los corrales esperando a poder entrar a cobijo en las cijas. Las
voces de los pastores maldiciendo a las bestias y lamentándose de su suerte se
perdían en la noche e imponían temor a las diminutas estrellas que titilaban en
el firmamento. No era probable que alguien los viera, pero, sin decirse nada,
los dos buscaban los tramos más protegidos para reiniciar los roces tiernos y
los besos. En las eras de Roquete se detuvieron y abrazaron por última vez con
urgencia conscientes de lo tarde que se había hecho.
Se
separaron en el cruce. Ella se dirigió a la calle de arriba; él siguió por la
carretera. Nunca había sido tan feliz. Se sentía satisfecho, pleno, rebosante
de una alegría jamás antes vivida. Era la culminación de algo que no se había
producido aún en su vida. Con ello se cumplía una parte fundamental que daba
sentido a su existencia, la de saber que despertaba el cariño de una mujer, que
alguien lo quería. Con esa alegría que se expandía por todo su cuerpo se dejaba
llevar con complacencia, saboreando cada segundo. Por eso no se dirigió derecho
a casa, sino que dio un rodeo para prolongar ese bienestar, sabiendo que sería
irrepetible. Sin embargo, antes de llegar a ella, un pensamiento ensombreció su
gozo. No había sido momento de pensar en el futuro, pero se separaron sin
planear la continuación de ese furtivo encuentro; sin embargo, no alimentó la
duda para que la sombra del pesar no lo atormentara en esos momentos de
felicidad tan intensa.
—Ya
estoy en casa —desde el portal saludó a su madre, que trajinaba en la cocina.
Deseaba
prolongar el aislamiento, saboreando el bienestar incluso en casa. La madre
adivinó las intenciones de su hijo.
—No
te laves con agua fría, hay caliente en la cobra.
Se
la dejó en el umbral de la puerta que comunicaba la cocina con el portal para
que la vertiera en la palangana. Se quitó la ropa hasta quedarse en camiseta.
La piel agradecía el líquido caliente. La jabonada y el posterior aclarado, lo
dejaron con la sensación de limpieza. Su mente parecía que se despejaba todavía
más y le producía una tranquilidad desconocida.
—¿Por
dónde has andado? —investigó su madre.
—Por
ahí.
Ella
siguió con sus hazanas, aunque no le pasó desapercibido el sosiego de su hijo;
no obstante, no quiso indagar en las causas sabiendo que la sola pregunta lo
alteraría. Esa noche el silencio reinante en la cocina fue apacible. Cada uno
pensando en sus cosas: él permanecía en ese estado emocional hipnótico que lo
había transformado en un ser más humano; la madre, conjeturando sobre los
sucesos que le habrían ocurrido a su hijo ese día.
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