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CANTERO, CAPÍTULO IV (PRIMERA PARTE)


Entre sueños, cuando llegó el hermano, oyó cómo su madre lo regañaba: «¿Son horas de venir en un día de diario? ¡Vergüenza debía darte!» Las voces esbozadas en la noche se repitieron en la mañana con una intensidad que desbordó las paredes gruesas de la cocina y las de la propia vivienda. Tratando de esquivar las salpicaduras verbales que pudieran caerle se marchó de casa dando un portazo que terminó amortiguado entre los gritos que provenían de dentro, de la oscuridad. En la calle, la aguanieve lo abofeteó con fuerza. Se paró. Había salido impulsivamente huyendo de la trifulca. Allí, en los lanchares, sus pies quedaron atrapados por la nieve helada. No sabía dónde encaminarse, pero necesitaba alejarse de su madre, de su hermano, de su casa y del pueblo. No eran horas de marcharse por ahí, sin comer. Calibró esto unos breves segundos y no lo pensó dos veces. Entró de nuevo y, sin que se enterasen, cortó un pedazo de pan de la mediana y cogió un trozo de chorizo seco. Se echó la chaqueta a los hombros y desapareció.

No se dirigió a los parajes de días anteriores. Al llegar a la Fuenteabajo tomó el camino que bordeaba el cementerio y ascendió los peñascales. Arriba, para restablecer el resuello de la rápida ascensión, volvió la vista hacia el pueblo. El aire norteño le abofeteaba el rostro. Las casas quedaban atrás, aplastadas por la helada. La mirada huía del enorme ataúd blanco, pero el único espacio despejado se situaba a sus espaldas. En frente, divisaba una piedra aquí o una encina allá. Necesitaba, le urgía huir, alejarse de toda presencia humana. Se dio media vuelta de nuevo y a lo lejos, comenzando el repecho, creyó distinguir a la perrilla. Así era; al poco tiempo llegó Sola y se tendió a sus pies, sofocada y sin respiración. Cuando el ritmo de su corazón recuperó las palpitaciones normales, lamió la nieve para humedecer su lengua y con rapidez se incorporó y reinició el trote. No lo pensó mucho y la siguió. La perra, consciente de su función de guía, en ocasiones apretaba el paso y, cuando las pisadas de su amo se oían más leves, detenía la marcha para esperarlo. Al cabo de un tiempo, la dirección estaba marcada y las dudas despejadas. A las Dehesas Altas. Siguieron en silencio. El animal siempre delante. Las tierras que atravesaban le resultaban nuevas. Las había observado distraído muchas veces desde la moto cuando se dirigía a la cantera, pero no recordaba la última vez que había estado allí. Por eso, el paisaje le parecía sorprendente y novedoso. Las chaparreras escaseaban y, en su lugar, encinas maduras y grandiosas salteaban el paraje. Incluso, aparecían grandes masas graníticas que no habían sido horadadas por los barrenos. Los cercados eran prados que, a consecuencia de su lejanía de los establos, rara vez eran pastoreados, por lo que se habían convertido en pastizales salvajes y duros a los que solo acudía algún animal extraviado. Anduvo dando vueltas y buscando sin querer las posibilidades de encontrar un buen tajo donde abrir una cantera. Pensó, incluso, en el acceso de los camiones. Tanteó la dureza y la calidad de la piedra; no obstante, al final desapareció el súbito interés profesional y, cabizbajo, continuó adelante. El pueblo se eclipsó por completo. Desde su posición observaba el inmenso desierto de la llanura del páramo, cuyo límite era el imponente pedregal de la Lobera y, al otro lado, el valle hundido y escarpado del río Adaja. Desde su posición, la nevada desaparecía y solo se divisaban los encinares que ocupaban las dehesas de Simatas, Rastreperas, Ayamonte... El pardo resaltaba majestuoso sobre la blancura que circundaba los confines de este bosque abrupto y escabroso. A su derecha se vislumbraba la muralla de la ciudad y presentía la cercanía de la capital. Aunque fuera pequeña, para él era una inabarcable urbe, el lugar en el que las personas no se conocían y donde reinaba el más absoluto aislamiento, pero, también, la envidiada libertad: se podía andar de un sitio a otro sin sentirse observado o realizar los hechos más estrafalarios y pasar desapercibido. Pensaba que la gente en ella debía ser feliz. Querría irse allá, a algún lugar donde vivir sin que nadie lo interrogara con la mirada. Sí, si pudiera, huiría del mundo tan ruin y asfixiante que respiraba en el pueblo. Sin embargo, cavilaba, las cosas no son tan sencillas. Puedo pasar inadvertido en la ciudad, pero ¿y el trabajo? Allí, los oficios se desempeñan en grupo, se forman cuadrillas o, en las fábricas, cadenas de montaje. Estaría obligado a convivir codo con codo con otros del mismo jaez que los vecinos actuales. Debería soportar un cuchicheo semejante al de aquí. Las personas de la ciudad seguro que no diferirían mucho de los paisanos. En el pueblo, por lo menos, al ser pocos, pronto se pasaban las habladurías porque dejaban de ser actualidad en el momento en el que todos se habían enterado. Allí, nunca se podría estar seguro de terminar y podía ser que alguno tardara en averiguar su forma de ser. Por otra parte, las costumbres urbanas le eran ajenas. ¿Dónde encontrar el campo allí?, ¿cuándo podría salir de caza? Viviría solo; su madre no lo acompañaría y su hermana, tampoco. No se imaginaba los días sin la compañía de ambas. Añoraba, ahora que se hallaba en completa soledad, el silencio y la proximidad de la vida familiar. Ellas, a lo suyo, realizando las hazanas de la casa: barriendo, fregando, lavando, guisando... con su silencio o con sus pequeñas y sin sentido cancioncillas. Y ¿su hermano? A su modo, con su conducta diferente a la suya, también lo acompañaba. No había mucha comunicación entre ellos; con todo, la simple presencia, el saber que se encontraba ahí, cercano, era suficiente. ¿Qué se podrían decir? Pocas novedades alteraban el silencio. Quizá, por eso, solo se dirigían la palabra para recriminarse algo y regañar o para desahogarse en las ocasiones de furia o malestar que con periodicidad los asaltaban. Se habían resignado a soportar los improperios y, por el momento, la relación no se había fracturado. Se aguantaban y mostraban conformidad con su forma de ser. Sí, el cariño y la solidaridad eran verdaderos. Entonces, ¿cuál era su problema? ¿Por qué se enojaba con él mismo y con los demás? ¿Por qué se enfadaba con la perra si esta siempre se comportaba de idéntica forma? La respuesta era clara: el origen de sus zozobras procedía de él, no de los demás. No obstante, esa convicción raras veces aparecía en sus razonamientos. Los otros eran los causantes de sus alteraciones de humor. Él creía ser siempre el mismo, pero sus hermanos o sus amigos lo enfurecían con sus cambios bruscos o con su mal talante. Advertía ahora su error, aunque le costaba reconocerlo. Raras veces los otros mudaban el estado de ánimo de una persona; era ella sola la que de forma involuntaria variaba su percepción de los individuos o de los acontecimientos triviales causantes de su desasosiego. Si se detenía a reflexionar en el comportamiento de esos ficticios alteradores de la armonía interna, comprobaba que rara vez sus actos o su conducta eran novedosos. Por qué en unas ocasiones lograban cambiar su humor y en otras, no, era una incógnita que solo él podía despejar siendo sincero.

Al llegar a Arco Conejeros, giró a la derecha y ascendió hasta La Llana. Ya en ella contempló la pequeña porción de terreno que, como su nombre indicaba, correspondía a una llanura. Parecía más uniforme al igualar la gruesa capa de nieve las hendiduras. No sobresalía ningún arbusto ni bercea en la extensión. Atravesó ese paraje y llegó hasta la Navazuela, el límite del pueblo. Al lado se encontraban las paredes de la dehesa de tío Venceslao. No podía pasar, porque a su dueño, celoso de su propiedad y cansado de las correrías de los cazadores furtivos, no le gustaban los intrusos. Aún recordaba bien al tío Venceslao, el padre de Tiberio, a pesar de que había muerto hacía años, cuando él era un muchacho. Era una persona, como otras del pueblo, a la que, aunque hubiera transcurrido un siglo de su deceso, todavía se nombraría para recordar su personalidad, ejemplo fiel de la idiosincrasia de la gente del lugar. Vecinos como el tío Rogelio, el tío Eusebio, Doroteo, el tío Aurelio y otros muchos más, cuyas palabras o cuyos comportamientos eran ejemplos de autoridad, que aún se rememoraban, pues marcaron una época.

Uno de estos era el tío Venceslao. Siempre lo recordaba como un viejo cascarrabias, de muy mal humor, pero con una vitalidad y un genio tan vivo que ni el más osado vecino se atrevía a discutir con él y menos por lindes. A pesar de no vivir en el pueblo, estaba al tanto de lo que ocurría en la vida municipal. Ningún asunto de transcendencia era resuelto por el alcalde sin consultárselo. ¡Que no se enterara de que una decisión se había tomado sin su anuencia! Si alguno se atrevía a hacerlo, se podía encomendar al santo que más devoción tuviera. Con solo su presencia en la misa de doce de los domingos y a través de la charla que mantenía con los convecinos antes de entrar y después de salir de la ceremonia religiosa, se informaba de todos los asuntos candentes de la comunidad. Hasta muy poco antes de su óbito nunca se le echó en falta en la misa dominical, ni en los días más crudos del invierno, ni cuando, sobrepasados los ochenta años, se movía ayudado por dos cachabas, a pesar de que el trayecto de la dehesa hasta la parroquia suponía una hora de marcha a buen paso. Antes del toque segundo se lo veía en el atrio y, si llegaba más pronto, visitaba a su hijo Ambrosio para almorzar con él.

Su dehesa era una de las más grandes del término y eso que cuando la heredó fue dividida entre cuatro descendientes, los actuales propietarios de Miguel Sandio, Rozaaguas, Piamonte y Rastreperas. Costaba calcular la extensión de la primitiva heredad, pero estimaba que solo en Rastreperas el río recorría un trecho de varios kilómetros.

Al morir el tío Venceslao, la finca pasó a manos de su hijo Tiberio, ya que sus hermanas no quisieron propiedades en el pueblo, que abandonaron siendo niñas y al que regresaron en raras ocasiones. El dueño actual era, por tanto, su hijo, un hombre solitario que, al contrario que su padre, no se metía con nadie y al que le importaba un pepino lo que ocurriera en el municipio. No se sabe si por su carácter retraído o por vivir aislado gran parte de su infancia y juventud o bien por ser tartamudo, apenas salía de su propiedad y casi no mantenía amistades. Era ganadero. Había echado una gran piara de ovejas que pastaba por la cuenca del río hasta Piedra Caballera. De vez en cuando, mientras pastoreaba, se aproximaba a las canteras a charlar un rato con los picapedreros, que le informaban de lo ocurrido en el pueblo, pero nunca llegaba hasta las tabernas, ni siquiera cuando se celebraban las fiestas patronales.

Era autosuficiente y lo poco que necesitaba raras veces lo adquiría en las tiendas del pueblo, costumbre frecuente entre más de un soltero, que preferían acercarse con un saco a la espalda a la capital para abastecerse en sus comercios, donde no sufrían la vergüenza de realizar una actividad tan poco masculina ni sentían el desprecio por seguir célibes.

«Uno que se parece a mí», pensó, mientras se paraba a contemplar la vasta extensión que se divisaba desde el macizo rocoso. Desde ese lugar, si uno volvía la vista atrás, hacia el trayecto recorrido, no podría apreciar la altura de esa inmensa sierra, porque se hallaba en un falso llano. Pero si la mirada se dirigía al norte, entonces, podría percibir la llanura de las tierras cerealistas como inmenso mar oscilante entre una profundidad tenebrosa y un inconmensurable cielo acercándose a ellas con el fin de rescatarlas y elevarlas para evitar su gravitación hacia el abismo. En ese tira y afloja, los pueblos en lontananza aparecían y se esfumaban como si la pugna entre el cielo y el abismo se mantuviera en equilibrio. Pajares, el más lejano, y Villanueva, más perfilado, se solapaban: cuando uno desaparecía, el otro se iluminaba un instante. En la hondonada, al término de la serranía, en un valle por el que discurría el río Adaja, se apreciaban las columnas de humo de las escasas chimeneas de Zorita; a su izquierda, próximo, el erguido y desordenado pedregal, como gibas multiplicadas de dromedario, de La Lobera, cobijando y sirviendo de solana a los escuálidos viñedos perdidos. En pocas parcelas sobrevivían unas escasas vides, que parecían tridentes negros o cruces mortuorias en recuerdo de los racimos de otros tiempos. Años atrás, no solo Rastreperas, sino cualquier zona resguardada del frío y del hielo cobijaba parras. Eran otros tiempos, cuando aún existían agricultores que se arriesgaban a labrar sobre piedras y ponían ilusión en unos frutos escasos e inciertos que, sin embargo, ofrecían con regularidad el alivio de un vino recio y áspero de una tierra en la que anidaban piedra, hielo y fuego. Sin embargo, Rastreperas era una porción de terreno privilegiada, sobre todo porque era la zona más cálida del término y en la que menos soplaba el viento norte. Allí se producían unas uvas de bastante calidad y también peras, llamadas martiniegas porque maduraban coincidiendo con la vendimia, en fechas cercanas a la festividad de San Martín. Los que gustaban de comerlas duras, recién cortadas de las ramas, las nombraban «Jesusquemeatraganto», porque eran más compactas que las piedras; los que preferían que estuvieran pasadas y a punto de pudrirse, las denominaban «peras de pollo». Para conseguir que alcanzaran ese estado, las dejaban varios días escondidas entre el pasto seco que rodeaba al peral, tanto las caídas como las arrancadas de las ramas. En el transcurso de los días, la pera iba formando el pollo en la parte golpeada, que no era sino la carne podrida del fruto protegida por la dura piel. Había quien prefería recolectarlas y, almacenadas en el sobrado, esperar a su maduración para tomarlas de postre exquisito en las fiestas de Navidad. Eso era mucho antes de que se inventaran los botes de melocotón o de las más exóticas piñas en almíbar, que pasaron a ocupar su puesto no solo en las grandes solemnidades, sino también cuando un niño enfermaba y necesitaba de algún cuidado extraordinario para recuperar un apetito que nunca perdió, sino que se atenuó con el propósito de llamar de forma especial la atención de padres y hermanos y —por qué no— también para acceder a esos preciosos botes de kilo... Era así, no había vuelta de hoja, si se ansiaba saborear y sobre todo beber la azucarada agua en la que flotaban las carnosas porciones, no quedaba más remedio que con paciencia y mucho anhelo, esperar a que el tiempo transcurriera hasta que llegara la cena de fin de año o hacer el cuento y con unas pocas décimas de fiebre aparentar una inmensa desgana hacia los alimentos que se servían en la mesa para que con rapidez metieran al niño en cama, desenroscaran la botella de quina y removieran el baúl en busca de un bote de melocotón.

Los ansiados botes de melocotón habían sido causa de numerosos llantos, pataleos y berrinches de los niños. Por su edad y porque el uso de razón no se alcanzaba hasta tomar la primera comunión a los siete años —y algunos, mucho más tarde—, no comprendían que esos tesoros solo se podían degustar en ocasiones excepcionales como las referidas.

Si alguien caía enfermo o, sobre todo, cuando había algún recién nacido, era costumbre visitar a la madre para interesarse por la familia. Después de una breve o prolongada conversación, dependiendo del carácter o de la prisa de los invitados, del capacho que no se había depositado en el suelo y que rígido y pesado colgaba del brazo izquierdo, la visitante sacaba un bulto envuelto en papel de estraza, que nadie mejor que el niño sabía que era otro de los muchos botes de melocotón que se ordenaban en el baúl de la alcoba de los padres. La criatura esperaba impaciente a que la visita desapareciera para implorar a la madre que abriera uno de los muchos recipientes apilados en el mueble. Si esta se encontraba de buen humor o el hijo se ponía a lloriquear o si tenía la suerte de que algún nuevo visitante coincidiera con el momento de máxima imploración del terrible muchacho y de impotencia de la madre, entonces conseguía que abriera uno... Más tarde, al abandonar la casa la última mujer o, más probablemente, al transcurrir algún año más en su corta vida, el niño llegaría a la conclusión de que los botes de melocotón no eran para ser consumidos, sino el trueque ordinario utilizado en esas ocasiones con el fin de corresponder con algún detalle. Según el grado de compromiso que existiera con la familia, se le obsequiaba con un recipiente de mayor o menor tamaño. Pronto la madre retiraba los botes escondiéndolos en los lugares más recónditos e insospechados con el propósito de que el hijo no los encontrara, reservándolos para entregarlos a su vez cuando otros vecinos cayeran enfermos o naciera algún nuevo bebé o se celebrara el santo de un familiar. De este modo los botes de melocotón pasaban de una casa a otra, como lo hacían los pequeños altares con las figuras sacras del beato Valentín o la Sagrada Familia.

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