Comieron y su hermano le preguntó si salía a echar la partida. No le apetecía, pero, sobre todo, se negó debido a otra idea alocada que su mente fraguó pensando en Andrea. Discurriendo sobre la manera de encontrarse con ella, o de al menos verla, se le ocurrió que a lo mejor acudía al rosario. Ningún acto social era posible para aquellos que guardaban un riguroso luto, excepto los actos religiosos. No conocía con certeza la devoción de la muchacha y si acostumbraba acudir a estos rezos. Su madre siempre lo hacía y era uno de los momentos en los que disfrutaba de un poco de intimidad. Cuando salió de casa, él apoyó los dos brazos en la hoja inferior de la puerta contemplando la calle. El desfile había comenzado, pero no asistía tanta gente como a misa. Mujeres mayores, alguna moza y los niños arrastrados por sus madres se enfilaban hacia la iglesia. No era necesario que Andrea pasara por su casa, pues, existía un trayecto más corto, pero intuía que, en el supuesto de que asistiera al rosario, no perdería la oportunidad de aproximarse a su barrio, como él había hecho unas horas antes al de ella, camino de la taberna. Los últimos feligreses corrían para no llegar demasiado tarde al acto religioso, pero ella no apareció. Defraudado, sin embargo, no cesó de conjeturar. Tal vez hubiera asistido sin dirigirse por su calle porque ya se le hiciera tarde, pero, quizá, de regreso a casa, rodeara para encaminarse a su barrio. Esperó impaciente la media hora de duración del rosario. Don Aureliano despachaba con prisa pensando que sus compañeros de julepe lo esperaban con impaciencia. Otra vez, ahora con más calma, la gente pasaba por la carretera charlando camino de sus casas o de las eras de Roquete, donde se habían organizado juegos populares. De nuevo, se sintió frustrado al no aparecer la muchacha.
—¿No
vas a salir? –le espetó la madre, viéndolo alelado deambulando por el portal
cuando entraba en la casa.
Acabados
el rosario y las partidas de brisca, los vecinos se concentraban en las eras.
Se puso la chaqueta y se marchó sin decir nada. No le apetecía salir, pero no
tenía más remedio si no quería oír las monsergas de su madre. Se encontraba
desorientado. Su ánimo había sufrido indeciblemente al no lograr contactar o
sentir la proximidad de Andrea. No sabía qué pensar de todo ello. Asumiendo un
riesgo absurdo, se decidió a atravesar otra vez por su calle. Ideó un argumento
por si alguien le preguntaba qué andaba haciendo él solo por allí: diría que se
había echado un poco de siesta y que había ido al bar del tío Zacarías a buscar
a sus amigos y que, como ya habían finalizado la partida, suponía que se
habrían dirigido a los juegos. Juzgó convincente la explicación y, como si en
realidad hubiera ocurrido así, sus pasos lo llevaron por segunda vez en el día
delante de la casa de la muchacha. Disminuyó la marcha para observar con más
calma, pero cruzó la fachada sin intuir la presencia de Andrea. Una nueva desilusión
que se podría haber evitado, juzgó, pues era absurdo creer que ella
permanecería todo el día detrás de visillos o cortinas espiando a ver si pasaba
él delante.
Aún
quedaban pequeñas parvas blancas de nieve, pero el espacio verde de las eras
estaba lo bastante despejado como para comenzar el programa de juegos
populares. Carreras de sacos, de burros, sogatiras entre varios equipos y
carrera de bicicletas en la que llamaban la atención las primeras con el
manillar en forma de cuernos de cabra y con cambio de piñones, se sucedieron en
un programa apretado. Con todo, lo que más expectación levantaba era el
chocolate a ciegas. Solo los más atrevidos y con mejor humor se prestaban a
participar. Preparados de antemano con ropa vieja, los grupos de amigos con más
espíritu juerguista se sentaban unos frente a otros, en una mesa de madera cuyo
tablero aparecía sin cubrir por hule alguno. En una perola de porcelana llena
de chocolate pringaban los bizcochos que ofrecían, con los ojos tapados con
grandes trapos, al compañero sentado frente a él. Los unos abrían sin miedo una
enorme boca para atrapar el dulce, mientras la torpe mano de los otros rebozaba
su cara o su cuerpo entre las carcajadas de un público que disfrutaba con la
entrega de los comensales a este juego infantil. Cantero miraba el primitivo
espectáculo, pero no cesaba de otear entre el público por si distinguía la
presencia de Andrea. La descubrió junto a su prima y otra amiga. Las tres, en
una posición retirada, seguían la fiesta. Hablaban como si el tema de
conversación fuera ajeno a lo que contemplaban. Lejos de calmar su impaciencia,
la imposibilidad de encontrarse con ella, lo atormentaba tanto como su ausencia.
Con discreción se movió del lugar en el que se hallaba para aproximarse al
grupo de muchachas. No se atrevería a dirigirse a ellas ni con la excusa de
saludarlas, pero se ilusionaba creyendo que a lo mejor la iniciativa surgía de
la otra parte. Comprobó que su presencia no pasaba desapercibida. La reacción
de Andrea fue natural: ni mantuvo unos segundos la mirada ni le retiró esquivos
los ojos, dejándole la sensación de una completa indiferencia. Sin reponerse de
esta impresión, cuando quiso darse cuenta, las divisó de espaldas alejándose
del sitio. Defraudado, se apartó de la masa de gente para seguir sus pasos
hasta descubrir que las tres entraban en casa de Andrea. Dio media vuelta con
la esperanza de camuflar su decepción entre la multitud que seguía riendo las
escenas cómicas que los participantes de la chocolatada prodigaban aún.
Otra
vez la panda se dirigió a los bares, mientras llegaba el comienzo del baile.
Preveía que la tarde sería demasiado larga, pero, con resignación, aceptó pasar
las horas siguientes junto a sus amigos. Ahora tomaban copas de un recio coñac
que se introducía en su garganta dejando un ardor seco que imprimía al cuerpo
un calor súbito. Las conversaciones giraban en torno a las anécdotas
relacionadas con los juegos… A él le importaban muy poco; tan solo se interesó
por la controversia originada entre partidarios y detractores de la
participación de bicicletas de carrera junto a las de paseo. Casi todos estaban
de acuerdo en que los ciclistas con esas bicicletas nuevas corrían con ventaja
y que en competiciones futuras habría que establecer dos modalidades. A él no
le incumbía, pues fue de los primeros en comprar una buena moto Montesa sin
importarle el dinero que valía. Era un capricho. Las bicicletas de carrera le
gustaban por su diseño novedoso con los guías que parecían cuernos y con esas
pequeñas coronas de piñones que recorría la cadena según las necesidades del
ciclista, pero en ningún momento se le pasó por la cabeza comprarse una.
Cuando
llegaron al baile, el salón de Ceferino estaba a rebosar. Desde la puerta pudo
contemplar el escenario donde los músicos amenizaban la sesión con una serie de
pasodobles que animaban a las parejas a bailar, quedando solo los grupos de
mozos solteros y los matrimonios con niños pequeños apoyados en la pared
contemplando a los demás cómo se desplazaban con garbo y chulería. Los niños
corrían entre las parejas persiguiéndose o se retaban a ver si eran capaces de
levantar la falda a alguna moza para ver de qué color llevaba las bragas. En el
umbral, indecisos y sin poder avanzar por el gentío en movimiento, pero
empujados por los que querían entrar, se abrieron camino luchando con parejas
que los apartaban con los codos y mozalbetes que se cruzaban velozmente
pisándoles los zapatos. Los danzarines los miraban con descaro, como si fueran
unos peleles que no pintaban nada en ese lugar de esparcimiento donde solo
deberían encontrarse los emparejados o aquellos que eran capaces de sacar a
bailar a una mujer. Con dificultad y acongojados lograron abrirse paso hasta
llegar al ambigú, ocupado por otros mozos de su misma condición. Acodados en la
barra los más ebrios, o de pie, los que aún aguantaban los embates del alcohol,
los recibieron como camaradas. En las mesas, los novios tomaban un refresco y
unos cacahuetes mientras charlaban con más tranquilidad. Los mozos
desemparejados no les quitaban los ojos de encima, admirando la belleza de la
chica y muertos de envidia por la dicha de él por haber encontrado novia. Entre
los solterones se picaban para tentar suerte una vez finalizada la primera
ronda de cervezas. En tropel regresaron al salón a buscar el respaldo de una
pared desde la cual otear. Las chicas solas escaseaban. Bailaban una pieza si
algún mozo las sacaba o, con una amiga, si no hallaban pretendientes.
Cantero
seguía con estoicismo el ritual de cada baile. Lo que sucedía era siempre lo
mismo, las mismas canciones, las mismas parejas, el bullicio de los niños, los
pasmarotes como él boquiabiertos o siendo crucificados con miradas
desaprobadoras que les reprochaban su falta de porte para estar emparejados…
Era demasiado el escarnio al que se sometían para poder disfrutar con la vista
durante un instante de las chicas guapas. A veces sentía una valiente inquietud
que lo llevaba a animarse a pedir vuelta junto a algún amigo que le solicitaba
colaboración para ser dos los que se presentaran ante la pareja de mozas.
A
esas horas el disgusto por no haber mantenido un contacto con Andrea se
difuminaba en su mente obtusa a consecuencia del aturdimiento provocado por el
alcohol y, sobre todo, por una desesperación irremediable. No le quedaban
fuerzas ni imaginación que le guiara en su anhelo de volver a estar junto a
ella. Lo que deseaba era que todo acabara pronto para ir a dormir y a la mañana
siguiente despertarse temprano y regresar a la cantera. No obstante, se le
presentó una última tentación a la que se sometió desalentado y anticipando una
decepción más. Solo él y otro compañero permanecían arrimados a la pared; los
demás, en el intervalo entre canción y canción, se habían ido dirigiendo con
disimulo en busca de una posición más ventajosa que los aproximara a las mozas
a las que querían solicitar baile cuando sonaran las primeras notas de la
siguiente pieza. El compañero lo tocó con el brazo para espabilarlo y con un
gesto de la cara le dirigió la mirada hacia la prima y la amiga de Andrea que
pasaban cerca de su posición.
—¡Vamos
a pedirles vuelta!
No
le dio tiempo a pensar con detenimiento la empresa. El compañero agarró a una
de ella por el brazo.
—¿Bailáis?
No
se fueron. Sin decir ellas ni sí ni no quedaron emparejados. A Cantero le tocó
bailar con la prima. No sabía si era la turbación provocada por una situación
forzada o la vergüenza de estar tan cerca de una mujer que en la proximidad le
resultaba por completo extraña o la sensación frustrante de no estar seguro de
saber llevar el ritmo de los pasos, pero nada más cogerle la mano todo su
cuerpo se puso rígido y sintió tanto encogimiento que no fue capaz de iniciar
la conversación.
—¿Te
ha comido la lengua el gato?
Estaba
claro que percibía su apocamiento y era consciente de lo forzado de la
situación en la que se encontraban, pero para ella, con su desenvoltura,
parecía más llevadera, mientras que a él le costaba sobreponerse a la
artificiosidad y charlar sobre banalidades. De nuevo albergó la esperanza de
que la chica mencionara a su prima o dijera algo que le permitiera sacar la
conclusión de que el asunto había sido tratado entre ellas. Pronto se convenció
de que no soltaría nada, en el supuesto de que fuera conocedora; es más,
concluyó que, tanto ella como Andrea, no querían saber nada de él. Algo así
como si te he visto no me acuerdo. Siguieron bailando torpemente sin hablar,
cada vez más envarados. El popurrí de pasodobles se prolongaba sin fin y los
músicos no se detenían. Buscó al compañero por si encontraba en él una mirada
cómplice que denotara fatiga y poder dejar de bailar las dos parejas a la vez,
pero ellos se había perdido en las corrientes circundantes que se extendían por
el salón. Al final, sin soportar más tanto sacrificio estéril, los dos dejaron
de bailar y se retiraron a esperar a que la música cesara.
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