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CANTERO, CAPÍTULO VII (PRIMERA PARTE)

Comieron y su hermano le preguntó si salía a echar la partida. No le apetecía, pero, sobre todo, se negó debido a otra idea alocada que su mente fraguó pensando en Andrea. Discurriendo sobre la manera de encontrarse con ella, o de al menos verla, se le ocurrió que a lo mejor acudía al rosario. Ningún acto social era posible para aquellos que guardaban un riguroso luto, excepto los actos religiosos. No conocía con certeza la devoción de la muchacha y si acostumbraba acudir a estos rezos. Su madre siempre lo hacía y era uno de los momentos en los que disfrutaba de un poco de intimidad. Cuando salió de casa, él apoyó los dos brazos en la hoja inferior de la puerta contemplando la calle. El desfile había comenzado, pero no asistía tanta gente como a misa. Mujeres mayores, alguna moza y los niños arrastrados por sus madres se enfilaban hacia la iglesia. No era necesario que Andrea pasara por su casa, pues, existía un trayecto más corto, pero intuía que, en el supuesto de que asistiera al rosario, no perdería la oportunidad de aproximarse a su barrio, como él había hecho unas horas antes al de ella, camino de la taberna. Los últimos feligreses corrían para no llegar demasiado tarde al acto religioso, pero ella no apareció. Defraudado, sin embargo, no cesó de conjeturar. Tal vez hubiera asistido sin dirigirse por su calle porque ya se le hiciera tarde, pero, quizá, de regreso a casa, rodeara para encaminarse a su barrio. Esperó impaciente la media hora de duración del rosario. Don Aureliano despachaba con prisa pensando que sus compañeros de julepe lo esperaban con impaciencia. Otra vez, ahora con más calma, la gente pasaba por la carretera charlando camino de sus casas o de las eras de Roquete, donde se habían organizado juegos populares. De nuevo, se sintió frustrado al no aparecer la muchacha.

—¿No vas a salir? –le espetó la madre, viéndolo alelado deambulando por el portal cuando entraba en la casa.

Acabados el rosario y las partidas de brisca, los vecinos se concentraban en las eras. Se puso la chaqueta y se marchó sin decir nada. No le apetecía salir, pero no tenía más remedio si no quería oír las monsergas de su madre. Se encontraba desorientado. Su ánimo había sufrido indeciblemente al no lograr contactar o sentir la proximidad de Andrea. No sabía qué pensar de todo ello. Asumiendo un riesgo absurdo, se decidió a atravesar otra vez por su calle. Ideó un argumento por si alguien le preguntaba qué andaba haciendo él solo por allí: diría que se había echado un poco de siesta y que había ido al bar del tío Zacarías a buscar a sus amigos y que, como ya habían finalizado la partida, suponía que se habrían dirigido a los juegos. Juzgó convincente la explicación y, como si en realidad hubiera ocurrido así, sus pasos lo llevaron por segunda vez en el día delante de la casa de la muchacha. Disminuyó la marcha para observar con más calma, pero cruzó la fachada sin intuir la presencia de Andrea. Una nueva desilusión que se podría haber evitado, juzgó, pues era absurdo creer que ella permanecería todo el día detrás de visillos o cortinas espiando a ver si pasaba él delante.

Aún quedaban pequeñas parvas blancas de nieve, pero el espacio verde de las eras estaba lo bastante despejado como para comenzar el programa de juegos populares. Carreras de sacos, de burros, sogatiras entre varios equipos y carrera de bicicletas en la que llamaban la atención las primeras con el manillar en forma de cuernos de cabra y con cambio de piñones, se sucedieron en un programa apretado. Con todo, lo que más expectación levantaba era el chocolate a ciegas. Solo los más atrevidos y con mejor humor se prestaban a participar. Preparados de antemano con ropa vieja, los grupos de amigos con más espíritu juerguista se sentaban unos frente a otros, en una mesa de madera cuyo tablero aparecía sin cubrir por hule alguno. En una perola de porcelana llena de chocolate pringaban los bizcochos que ofrecían, con los ojos tapados con grandes trapos, al compañero sentado frente a él. Los unos abrían sin miedo una enorme boca para atrapar el dulce, mientras la torpe mano de los otros rebozaba su cara o su cuerpo entre las carcajadas de un público que disfrutaba con la entrega de los comensales a este juego infantil. Cantero miraba el primitivo espectáculo, pero no cesaba de otear entre el público por si distinguía la presencia de Andrea. La descubrió junto a su prima y otra amiga. Las tres, en una posición retirada, seguían la fiesta. Hablaban como si el tema de conversación fuera ajeno a lo que contemplaban. Lejos de calmar su impaciencia, la imposibilidad de encontrarse con ella, lo atormentaba tanto como su ausencia. Con discreción se movió del lugar en el que se hallaba para aproximarse al grupo de muchachas. No se atrevería a dirigirse a ellas ni con la excusa de saludarlas, pero se ilusionaba creyendo que a lo mejor la iniciativa surgía de la otra parte. Comprobó que su presencia no pasaba desapercibida. La reacción de Andrea fue natural: ni mantuvo unos segundos la mirada ni le retiró esquivos los ojos, dejándole la sensación de una completa indiferencia. Sin reponerse de esta impresión, cuando quiso darse cuenta, las divisó de espaldas alejándose del sitio. Defraudado, se apartó de la masa de gente para seguir sus pasos hasta descubrir que las tres entraban en casa de Andrea. Dio media vuelta con la esperanza de camuflar su decepción entre la multitud que seguía riendo las escenas cómicas que los participantes de la chocolatada prodigaban aún.

Otra vez la panda se dirigió a los bares, mientras llegaba el comienzo del baile. Preveía que la tarde sería demasiado larga, pero, con resignación, aceptó pasar las horas siguientes junto a sus amigos. Ahora tomaban copas de un recio coñac que se introducía en su garganta dejando un ardor seco que imprimía al cuerpo un calor súbito. Las conversaciones giraban en torno a las anécdotas relacionadas con los juegos… A él le importaban muy poco; tan solo se interesó por la controversia originada entre partidarios y detractores de la participación de bicicletas de carrera junto a las de paseo. Casi todos estaban de acuerdo en que los ciclistas con esas bicicletas nuevas corrían con ventaja y que en competiciones futuras habría que establecer dos modalidades. A él no le incumbía, pues fue de los primeros en comprar una buena moto Montesa sin importarle el dinero que valía. Era un capricho. Las bicicletas de carrera le gustaban por su diseño novedoso con los guías que parecían cuernos y con esas pequeñas coronas de piñones que recorría la cadena según las necesidades del ciclista, pero en ningún momento se le pasó por la cabeza comprarse una.

Cuando llegaron al baile, el salón de Ceferino estaba a rebosar. Desde la puerta pudo contemplar el escenario donde los músicos amenizaban la sesión con una serie de pasodobles que animaban a las parejas a bailar, quedando solo los grupos de mozos solteros y los matrimonios con niños pequeños apoyados en la pared contemplando a los demás cómo se desplazaban con garbo y chulería. Los niños corrían entre las parejas persiguiéndose o se retaban a ver si eran capaces de levantar la falda a alguna moza para ver de qué color llevaba las bragas. En el umbral, indecisos y sin poder avanzar por el gentío en movimiento, pero empujados por los que querían entrar, se abrieron camino luchando con parejas que los apartaban con los codos y mozalbetes que se cruzaban velozmente pisándoles los zapatos. Los danzarines los miraban con descaro, como si fueran unos peleles que no pintaban nada en ese lugar de esparcimiento donde solo deberían encontrarse los emparejados o aquellos que eran capaces de sacar a bailar a una mujer. Con dificultad y acongojados lograron abrirse paso hasta llegar al ambigú, ocupado por otros mozos de su misma condición. Acodados en la barra los más ebrios, o de pie, los que aún aguantaban los embates del alcohol, los recibieron como camaradas. En las mesas, los novios tomaban un refresco y unos cacahuetes mientras charlaban con más tranquilidad. Los mozos desemparejados no les quitaban los ojos de encima, admirando la belleza de la chica y muertos de envidia por la dicha de él por haber encontrado novia. Entre los solterones se picaban para tentar suerte una vez finalizada la primera ronda de cervezas. En tropel regresaron al salón a buscar el respaldo de una pared desde la cual otear. Las chicas solas escaseaban. Bailaban una pieza si algún mozo las sacaba o, con una amiga, si no hallaban pretendientes.

Cantero seguía con estoicismo el ritual de cada baile. Lo que sucedía era siempre lo mismo, las mismas canciones, las mismas parejas, el bullicio de los niños, los pasmarotes como él boquiabiertos o siendo crucificados con miradas desaprobadoras que les reprochaban su falta de porte para estar emparejados… Era demasiado el escarnio al que se sometían para poder disfrutar con la vista durante un instante de las chicas guapas. A veces sentía una valiente inquietud que lo llevaba a animarse a pedir vuelta junto a algún amigo que le solicitaba colaboración para ser dos los que se presentaran ante la pareja de mozas.

A esas horas el disgusto por no haber mantenido un contacto con Andrea se difuminaba en su mente obtusa a consecuencia del aturdimiento provocado por el alcohol y, sobre todo, por una desesperación irremediable. No le quedaban fuerzas ni imaginación que le guiara en su anhelo de volver a estar junto a ella. Lo que deseaba era que todo acabara pronto para ir a dormir y a la mañana siguiente despertarse temprano y regresar a la cantera. No obstante, se le presentó una última tentación a la que se sometió desalentado y anticipando una decepción más. Solo él y otro compañero permanecían arrimados a la pared; los demás, en el intervalo entre canción y canción, se habían ido dirigiendo con disimulo en busca de una posición más ventajosa que los aproximara a las mozas a las que querían solicitar baile cuando sonaran las primeras notas de la siguiente pieza. El compañero lo tocó con el brazo para espabilarlo y con un gesto de la cara le dirigió la mirada hacia la prima y la amiga de Andrea que pasaban cerca de su posición.

—¡Vamos a pedirles vuelta!

No le dio tiempo a pensar con detenimiento la empresa. El compañero agarró a una de ella por el brazo.

—¿Bailáis?

No se fueron. Sin decir ellas ni sí ni no quedaron emparejados. A Cantero le tocó bailar con la prima. No sabía si era la turbación provocada por una situación forzada o la vergüenza de estar tan cerca de una mujer que en la proximidad le resultaba por completo extraña o la sensación frustrante de no estar seguro de saber llevar el ritmo de los pasos, pero nada más cogerle la mano todo su cuerpo se puso rígido y sintió tanto encogimiento que no fue capaz de iniciar la conversación.

—¿Te ha comido la lengua el gato?

Estaba claro que percibía su apocamiento y era consciente de lo forzado de la situación en la que se encontraban, pero para ella, con su desenvoltura, parecía más llevadera, mientras que a él le costaba sobreponerse a la artificiosidad y charlar sobre banalidades. De nuevo albergó la esperanza de que la chica mencionara a su prima o dijera algo que le permitiera sacar la conclusión de que el asunto había sido tratado entre ellas. Pronto se convenció de que no soltaría nada, en el supuesto de que fuera conocedora; es más, concluyó que, tanto ella como Andrea, no querían saber nada de él. Algo así como si te he visto no me acuerdo. Siguieron bailando torpemente sin hablar, cada vez más envarados. El popurrí de pasodobles se prolongaba sin fin y los músicos no se detenían. Buscó al compañero por si encontraba en él una mirada cómplice que denotara fatiga y poder dejar de bailar las dos parejas a la vez, pero ellos se había perdido en las corrientes circundantes que se extendían por el salón. Al final, sin soportar más tanto sacrificio estéril, los dos dejaron de bailar y se retiraron a esperar a que la música cesara.

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