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CANTERO, CAPÍTULO I (Primera parte)


 SINOPSIS: Cantero es una novela emotiva, con un ritmo lento en el desarrollo. En el transcurso de la transformación de un pueblo como consecuencia del abandono de las ocupaciones tradicionales, el protagonista rememora ese pasado que desaparece a través de las vivencias personales de un presente que ve atónito desvanecerse. En ese mundo cambiante vive su propio drama convencido de que él no tiene las fuerzas suficientes para buscar otra forma distinta de ganarse la vida que no sea con el oficio que lleva ejerciendo desde que era un niño. La soledad de sus paseos por el campo, la cantera y el trayecto en moto de vuelta a su casa las vísperas de la festividad local propician la creación de un mundo personal que se intensifica cuando conoce a Andrea, la única mujer que lo ha querido.

Varias adolescentes y niñas de diez o doce años bailan entre sí, mientras los chavales se persiguen y se zarandean entre las parejas. Plantados al borde de la pista, formando una masa oscura, un grupo de hombres algo mayores observan en silencio. Todos rondan los treinta años, llevan boina y visten traje oscuro, pasado de moda. Como impulsados ​​por la tentación de participar en el baile, avanzan a veces y estrechan el espacio reservado a las parejas que bailan. No ha faltado ni uno de los solteros, todos están allí. Los hombres de su edad que ya están casados ​​han dejado de ir al baile. O solo van por la Fiesta Mayor o por la feria: ese día todo el mundo acude al Paseo y todo el mundo baila, hasta los viejos. Los solteros no bailan nunca, y ese día no es una excepción, pero entonces llaman menos la atención, porque todos los hombres y las mujeres del pueblo han acudido, ellos para tomarse unas copas con los amigos y ellas para espiar, cotillear

Bourdieu, Pierre. El baile de los solteros

PRIMERA PARTE

I

El invierno venía con retraso. La gente aventuraba la posibilidad de un año sin nieve. En las vísperas de las fiestas de febrero aún no se había posado ningún copo blanco en sus negras boinas. Había comenzado a llover en noviembre, a caer agua todos los días, y el cielo permaneció encapotado hasta el fin del año. Muchos hicieron la matanza por san Martín, como de costumbre, a pesar de que no acompañara la climatología. Antes de finalizar el verano se habían vaciado las latas de longaniza y los marranos ya no pintaban nada en las pocilgas. Sin preocuparse mucho, sacrificaron los cochinos esperando que las heladas se presentarían sin tardar. Al destazar, comprobaron que las carnes estaban blandas y el sebo engomado. Adobaron el chorizo. Los más confiados colgaron las tripas en las varas del sobrado; los más prudentes pusieron lumbre de paja en la cocina para ahumarlo bien. Cada día, al levantarse, oían llover y decían: «Otro día». Cuando se preguntaban unos a otros por sus respectivos apaños, se consolaban pensando que para los jamones era un tiempo ideal. Continuó lloviendo, lloviendo todos los días. La tierra rezumaba humedad por cada poro. Fuentes secas durante muchos años manaban como en las mejores épocas. La otoñada por fin producía más hierba que la primavera. Se escrutaba el cielo buscando señales que anunciaran el fin de ese ciclo de agua. Se visitaba a los más ancianos para conocer sus vaticinios y saber si en alguna ocasión había sucedido otro diluvio igual.  «Ya dejará; siempre que llueve, escampa», decían sin la convicción necesaria para calmar la angustia. El cielo encapotado continuó durante las Navidades.

Por la noche no se oía ladrar a los perros; por el día, andaban perezosos. Hasta que alguien se percató de su lozanía y de sus abultadas barrigas. Eso no era habitual. Lo normal era encontrárselos husmeando de puerta en puerta en busca de los restos putrefactos del agua de fregar arrojada a la calle, o bien pululando por los muladares hurgando entre la ceniza y el estiércol hasta encontrar un hueso pelado. Cuando encontraron a un animal con un chorizo en la boca, se dieron cuenta de que muchas matanzas se habían echado a perder. Era difícil de creer, pero ¡por fin se pudo ver a los perros atados con longaniza!

Llegó la nieve, tarde pero con ganas. Nevaba y no dejó de caer durante dos semanas. La nieve se acumulaba sobre las techumbres, sobre los corrales, cubría la carretera y las callejuelas y se colaba en los portales. A veces deshelaba al mediodía, cuando el sol dejaba libre alguno de sus tímidos rayos que descendían ya desvaídos, pero enseguida el cielo volvía encapotarse y se iniciaba el cribado de gruesos copos que semejaban chichipanes. La nevada era ya de un metro y no sabían cuándo acabaría. Abrieron estrechos pasillos que comunicaban las casas con los establos y los muladares y con una vereda principal despejada comunalmente que se dirigía a la plaza. Hasta entonces había caído espaciada, sin rachas violentas de viento, permitiendo y promoviendo una convivencia fraternal entre los canteros, como consecuencia del periodo vacacional impuesto por una climatología que procuraba el descanso de unos hombres que, de no haber sido por estas inclemencias, nunca habrían abandonado el tajo. Durante estos días de asueto se quedaban en la cama hasta tarde y los niños no acudían a la escuela. Al levantarse, después de almorzar, paleaban la nieve caída por la noche fuera de los pasillos. Mientras llegaba la hora de la comida, acudían a las tabernas a tomarse unos chatos y, si salía, a jugar a la brisca. Se juntaban en la de Seve. Si se formaba partida, permanecían allí; si no, hacían un recorrido por los demás bares. Eran días de concordia que se aceptaban con gratitud. Ni los domingos por la tarde, cuando los matrimonios salían con sus hijos a tomar algo, se lograba una unión tan intensa. Las esposas y las madres, incluso, perdonaban los retrasos y hasta alguna media chispa alegre de sus maridos o de sus hijos. A ninguno parecía importarle que en esos días no corriera el jornal. Estaban felices y mucho más comunicativos de lo habitual. Por las tardes los casados jugaban a las cartas y, de vuelta al hogar, llevaban unos caramelos o unas pipas para los niños y la mujer. Estas chucherías resultaban más apetitosas si el padre había ganado la partida y no había gastado dinero. Los mozos, y algún recién casado incitado por sus antiguos amigos solteros, continuaban la jarana después de finalizar el juego de las cartas. Cuando los mayores se recogían, el bar quedaba a su entera disposición, sabiendo que a partir de ese momento nadie los molestaría ni les reprocharía sus gamberradas. Lo que pasara entonces, lo que dijeran alrededor del mostrador, quedaría entre ellos. Si algún chisme salía de las paredes sagradas de la taberna, sería después de transcurridos unos meses. Entonces, el relato de lo acaecido alcanzaría una magnitud épica en los anales de la historia local. Por otra parte, los allegados de los protagonistas juzgarían los comportamientos con la objetividad necesaria y otorgarían el perdón que solo el tiempo concede. De esta forma, el asunto se examinaría más en su vertiente lúdica que con la carga moralizante o, incluso, cívica con la que se juzga los comportamientos de los demás.

Durante esa variada gama de momentos en los que era necesario divertirse, los integrantes de las pandillas iban asumiendo distintas funciones. Lo más curioso es que no siempre era el líder el que tomaba la iniciativa, más bien, con frecuencia, adoptaba una postura rayana en la pasividad, aunque después retomara su función. Solía ser uno que habitualmente no tomaba decisiones o proponía actividades. En estos momentos de pasividad, encontraba la oportunidad y la manera de demostrar su valía. Aprovechaba la ocasión para irrumpir con una propuesta provocadora que rompiera el tedio. La forma más común de comenzar era retando a otro compañero del mismo escalafón con una apuesta lo más inverosímil posible. La ocurrencia del provocador perseguía el objetivo de escalar en la jerarquía. Por eso no retaba a alguien superior, sino a quien estaba en su mismo nivel con el fin de sobrepasarlo. En esta lucha interna, además, era necesaria la presencia de testigos que avalasen el resultado de la contienda. De ahí que fuera normal, en esas tardes interminables, el desafiarse unos a otros en apuestas sobre todo escatológicas, retos cruzados entre Niñodepecho, Pirnete, Flequillos, Bocasdeespanto..., los protagonistas de aquellas horas interminables en tabernas en penumbras. El resultado de esos enfrentamientos era un empate entre Niñodepecho y Bocasdeespanto, no porque las victorias fueran similares, sino porque a menudo las disputas quedaban reducidas a un empate descorazonador: el número de botellas de ginebra que bebía uno, las tomaba el otro; el peso que uno levantaba, el otro también; lo que a uno le medía la picha, el otro lo igualaba; si repartían en partes iguales una plasta de vaca o asno, los dos se la comían, sentados uno frente a otro. Era una situación desesperante para los implicados en la competición y también para los espectadores, por lo que durante un tiempo dejaron de cruzar apuestas. Esa igualdad se rompió ese invierno de nevada descomunal. Fue Bocasdeespanto el que propuso el desafío: «A ver quién se atreve a comer una ensalada de pelos de burro». Se oyeron voces recriminándole lo bestia que era y a la misma vez mostrando incredulidad ante la apuesta, aunque con estudiada astucia para propiciar la provocación. Pronto Niñodepecho recogió el guante. «Yo me atrevo», dijo con seguridad sin enterarse de los entresijos del reto planteado. Bocasdeespanto lo miró con respeto como contrincante de sobra conocido, pero a la vez le brillaron los ojos y las comisuras de sus enormes belfos se alargaron en clara expresión de astucia, aunque muy bien podrían haber sido estos síntomas consecuencia de los cuartillos de vino bebidos.

—No hay cojones —le espetó a Niñodepecho.

Se miraron a los ojos mientras se insultaban. En este momento intervinieron los demás, pero no para imponer conciliación, sino para aclarar los términos, medios y reglas de la disputa. No había ningún problema. Alguien salió del bar en busca de un montón de pelos, no de buche —los de la intendencia eran peores que los guerreros—, sino de burra vieja y pelona. Después de discusiones vanas, se llegó al acuerdo de que era innecesario un reglamento o norma alguna. Se trataba de engullir la ensalada de pelos y la podían aderezar como mejor les viniera; incluso, no había apremio de tiempo en la degustación. Mientras llegaba la vianda, Niñodepecho y Bocasdeespanto se situaron en lugares separados de la barra tomando abundante vino blanco y cerveza respectivamente, meditando ensimismados en las posibilidades propias y en las del compañero. De vez en cuando se aproximaban unos u otros para darles ánimos y recordarles ocasiones similares en las que habían salido airosos sin dificultades aparentes. Mientras tanto, el tabernero había conseguido de su consorte, después de voces y de un variado surtido de insultos y con el imperativo de que no se asomara, un par de platos y tenedores, además de, por iniciativa de la resignada mujer, una rodilla a manera de servilleta común. Dispusieron la vajilla en el mostrador, un plato de porcelana con su tenedor, uno junto al otro y, en medio, el trapo para limpiarse. En posición central, también el aceite y la botella de vinagre añeja, bajada de la garrafa del sobrado. Así dispuesto, parecía que lo que se iba a servir era una suculenta merienda. Se iba formando corro y todos comentaban el desafío. Cuando llegaron los pelos introducidos en un talego, se fueron repartiendo a puñados en cada plato. Una vez servido, los dos se acercaron. Bocasdeespanto cedió con amabilidad el asiento a Niñodepecho, que con dificultad se sostenía de pie a esas horas. Este, con relamida cortesía, con una inclinación de cabeza, le agradeció la caballerosidad. Ante su vista se mostraba un plato con pelos arrancados a puñados de las nalgas de una burra vieja en los que aún se podía adivinar restos de cascarria reseca. La altura de la montaña peluda comenzó a descender una vez rociada con granitos de sal gorda y regada con un aceite denso y un vinagre recio que, al contacto con aquel, lo diluía en pequeñas balsas pardas. Comenzaron a removerla con esmero, pero, pronto, ante la imposibilidad de terminar la maniobra con elegancia culinaria, introdujeron los dedos, como instrumento más preciso para la operación de amasado. Una vez aderezado el revoltijo, con un volumen más compacto, observaron la masa peluda. No debió presentar un aspecto muy apetecible, ya que Niñodepecho pidió que si se podía añadir unos trozos de cebolla y unas aceitunas barranqueñas. Bocasdeespanto desconfió con rapidez de la iniciativa protestando con energía, pero los jueces no encontraron objeción a esta petición, aunque no le obligaron a seguir el ejemplo. Se negó a añadir nuevos ingredientes pensando que ese ruego del contrincante era la primera muestra de flaqueza. El primer bocado lo dio Bocasdeespanto que, sin tiempo que perder y sin masticar, lo engulló. Se detuvo y observó al otro comensal. Este había introducido también la primera picada, pero la empezó a salivar y, en el momento de tragar, le vino una arcada que le hizo escupir lo mascado. Se puso pálido y un sudor frío empapó la gorra que llevaba puesta. Esta reacción inesperada desterró la modorra en la que se encontraba sumido. Pidió una botella de vino blanco y se arremangó. Bocasdeespanto, observando este renovado impulso, se dedicó a lo suyo y en menos de tres minutos deglutió su plato y se sumó al corrillo que contemplaba a su competidor. Este, ya en el centro de atención, intentó llevarse el tenedor a la boca; no obstante, cada vez que lo acercaba, le venían continuas arcadas que le impedían culminar el movimiento. Bebía vaso tras vaso para olvidarse el asco, pero no podía. Algunas voces compasivas le pedían que abandonara, pero Bocasdeespanto lo picaba llamándole cojonazos. Consiguió ingerir un bocado, sin embargo, antes de que se posara en el estómago, regurgitó todo el vino bebido con anterioridad. Una vez repuesto, admitió la derrota con humildad y dijo: «Cualquier cosa, antes que una ensalada de pelos de burra».

 

 

 

 

 

 

 

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